Para comprender nuestra situación actual
AUGES Y RECESIONES ECONÓMICAS:
¿QUÉ LOS CAUSA?
Las
 “recesiones”, “contracciones económicas” o “crisis económicas”—todas 
son frases sinónimas que se aceptan actualmente como parte regular de la
 vida económica. Los políticos dan cuenta “racional” de ellas, 
describiéndolas como “dolor necesario” que a veces hay que padecer. En 
última instancia la economía controla a los políticos y no éstos a 
aquélla.
¿Qué es una crisis económica?
Las
 crisis económicas son periodos de bajo crecimiento económico e incluso 
negativo. Esto significa que los niveles de producción son inferiores e 
implican aumento del desempleo. Como resultado, se debilita el poder de 
negociación de los obreros y sus salarios disminuyen.
Cambio de actitudes
Hace
 tiempo muchos economistas creían que las crisis eran evitables. Cuando 
Karl Marx argumentó que el capitalismo se desarrolla inevitablemente de 
una manera inestable, con periodos de expansión y contracción, su teoría
 fue ferozmente rechazada. En su obra principal, El Capital, Marx formuló la ley básica del proceso de desarrollo capitalista en los siguientes términos:
La
 tremenda capacidad del sistema fabril para expandirse a saltos enormes,
 y su dependencia en el mercado mundial, da lugar necesariamente al 
siguiente ciclo: producción frenética, con el consecuente atiborramiento
 del mercado, luego, la contracción de éste, de lo que resulta la 
parálisis de la producción. La vida de la industria se vuelve una serie 
de periodos de actividad moderada, prosperidad, sobreproducción, crisis y
 estancamiento.
En
 esa época y durante décadas más tarde, los economistas capitalistas 
aseguraron que las crisis y las contracciones no eran parte intrínseca 
del capitalismo. Esta idea de que, si se deja que el libre mercado 
marche por sí sólo, no ocurrirán crisis se basaba en la doctrina 
propugnada por J. B. Say, economista francés de principios del siglo 
XIX, la cual dice así:
Cada vendedor lleva un comprador al mercado.
Claro
 está que si cada mercancía producida de verdad fuera comprada, no 
habría desplomes económicos (lo cual es cierto por definición). Sin 
embargo, tal suposición se basa en un falso razonamiento, sobre el cual 
Marx explicó:
Nada
 puede ser más tonto que el dogma de que porque cada venta es una compra
 y cada compra una venta, la circulación de mercancía implica 
necesariamente un equilibrio entre ventas y compras... su intención real
 es mostrar que cada vendedor trae con él un comprador al mercado... 
pero nadie necesita comprar directamente sólo porque le hayan vendido 
algo. (2)
¿Puede ayudar la intervención del gobierno?
Según
 Marx, la división en el capitalismo entre compradores y vendedores de 
mercancías abre la posibilidad de crisis y tropezones económicos, pues 
los poseedores del dinero no siempre encuentran en sus intereses 
convertir de inmediato el dinero en mercancías. Por lo tanto, mientras 
existan el comprar y el vender, el dinero, los mercados y los precios, 
el comercio será cíclico.
En
 la época de la Gran Depresión de los años treinta, la mayoría de los 
economistas habían llegado a concordar en que las crisis eran parte 
integrante del capitalismo, habiendo seguido la pauta impuesta en ese 
tiempo por John Maynard Keynes. Como Marx antes que él, Keynes 
argumentaba que la ley de Say no tenía sentido y que el mercado libre no
 conducía naturalmente a un punto de equilibrio de pleno empleo con 
crecimiento sostenido. El capitalismo, razonaba, si fuese dejado seguir 
su propio impulso, terminaría por estancarse, como había sucedido luego 
del estrepitoso derrumbe de Wall Street en octubre de 1929. Keynes y sus
 seguidores adoptaron el punto de vista de que, conforme el capitalismo 
se desarrollaba, la tendencia observable del sistema a concentrar la 
riqueza en unas cuantas manos lleva al ahorro excesivo, al atesoramiento
 de la riqueza y al descenso de la demanda total. Esto a su vez hundiría
 al capitalismo en una crisis prolongada.
Keynes,
 al elaborar una doctrina económica que influiría a los gobiernos de 
todo el mundo, proclamaba que era necesaria la intervención del gobierno
 para impedir crisis futuras. Los gobiernos debían aumentar los 
impuestos a quienes menos les gustaba gastar grandes partes de sus 
ingresos, y encauzar fondos directos a quienes sí lo hicieran. Además, 
los gobiernos deberían intervenir para asegurar un nivel adecuado de 
demanda en la economía, aumentando el gasto y operando con déficits 
presupuestarios cuando fuera necesario.
El
 comercio mundial de 1932 era poco más de un tercio de lo que había sido
 antes de la catástrofe de Wall Street. Los dos países más afectados 
fueron Estados Unidos, donde el desempleo ascendió a trece millones de 
desempleados, y Alemania, donde el número de desempleados alcanzó los 
treces millones y fue uno de los factores que impulsaron la llegada de 
Hitler al poder. En la Gran Bretaña, más de tres millones, o sea el 
veinte por ciento de la fuerza de trabajo, carecían de empleo en 1932.
Los
 remedios de Keynes aumentaron el gasto del Estado y los déficits de 
presupuesto fueron puestos en práctica de 1933 en adelante en Estados 
Unidos por el gobierno de los Demócratas presidido por Roosevelt. El 
desempleo disminuyó cierto tiempo, pero no más que en la Gran Bretaña, 
que no había seguido los consejos de Keynes y operaba directamente con 
políticas opuestas a las de este economista. En 1938 se desencadenó otra
 crisis en Estados Unidos, la cual sólo sanó durante la Segunda Guerra 
Mundial. El pronóstico inicial de la intervención de carácter keynesiano
 no fue, por consiguiente, bueno, aun cuando la opción por el libre 
mercado estuviera muerta y enterrada.
Después
 de la Segunda Guerra Mundial, los varios países capitalistas de empresa
 privada adoptaron las recomendaciones de Keynes en grados diversos, 
precaviendo la posibilidad de otra Gran Depresión y las revueltas 
sociales que traería consigo, y confiados en que los mercados libres, 
sin trabas, eran cosa del pasado. A pesar de esto, en la mayoría de los 
países siguió presentándose el ciclo del comercio como antes, aunque sin
 experimentar grandes depresiones. Una de las pocas excepciones fue la 
Gran Bretaña. En el Reino Unido el crecimiento se mantuvo relativamente 
fuerte durante todos los años cincuenta y sesenta y el desempleo nunca 
fue mayor de 900,000. Los partidarios de las políticas keynesianas 
proclamaron que era un triunfo de la manera como el gobierno había 
manejado la demanda. La historia ulterior de la economía en la Gran 
Bretaña pronto probaría lo equivocados que estaban. Después de la 
guerra, la Gran Bretaña consiguió una posición relativamente ventajosa 
en los mercados mundiales para muchas mercancías, época en que estaban 
devastados económicamente sus rivales Alemania y Francia. Por algún 
tiempo en la Gran Bretaña emergió como uno de los principales 
productores de vehículos de motor, aviones, sustancias químicas, 
electricidad y otras mercancías. Hacia fines de los años sesenta, sin 
embargo, los rivales de la Gran Bretaña se habían recuperado y vuelto 
competidores con tecnología mejoradas que habían introducido después de 
los destrozos ocasionados por la guerra. A fines de los años sesenta y 
principios de los setentas, el clásico ciclo del comercio resurgió como 
una especie de venganza contra la economía británica, lo que a la larga 
fomentó el retorno a las políticas de libre mercado en los años ochenta.
 Ahora, a principios de los años setenta, durante el régimen del Primer 
Ministro Edward Heath, el desempleo creció por encima de la cota del 
1´000,000 por primera vez desde 1945. Para entonces los economistas ya 
estaban de acuerdo en que las recesiones eran parte intrínseca del 
capitalismo, aunque en su momento habían seguido las directrices de John
 Maynard Keynes. Como Marx antes que él, Keynes alegó que la ley de Say 
era pura tontería y que el mercado libre no llevaba naturalmente a un 
punto de equilibrio de pleno empleo con crecimiento sostenido, y que el 
capitalismo, abandonado a su peculiar modo de funcionamiento, terminaría
 por atascarse, tal y como había sucedido después del derrumbe de Wall 
Street en octubre de 1929. Keynes y sus seguidores adoptaron el punto de
 vista de que, como capitalizable para el Estado que como capitalismo se
 había desarrollado, las crisis y las recesiones se habían integrado más
 con la concentración mundial del capital, y que sus efectos se habían 
propagado ampliamente. Lo que es más, habían sido capaces de demostrar 
que ni la economía política keynesiana ni el libre mercado habían sido 
capaces de impedir el colapso.
Guía paso a paso
Ciertamente,
 la mera existencia de comprar y vender siempre hace surgir la 
posibilidad de la crisis, pero el impulso a acumular capital -el fuego 
vital del capitalismo- asegura que periódicamente la crisis se vuelva 
una realidad, y nada que hagan los políticos puede impedirla. Cuando el 
capitalismo está en auge, las empresas están en una posición en que sus 
beneficios están incrementándose, el capital se está acumulando y el 
mercado está hambriento de mercancías. Pero esta condición no dura 
mucho. Las empresas están en perpetua lucha por lucrar; necesitan las 
ganancias para poder acumular capital y por tanto sobrevivir en contra 
de sus competidores. En la época de bonanza esto conduce inevitablemente
 a algunas empresas -por lo general las que han crecido 
vertiginosamente- a extender en demasía sus operaciones en el mercado 
disponible.
En
 el capitalismo, las decisiones sobre inversión y producción las hacen 
miles de empresas en competencia que operan sin control social ni 
regulación alguna. El impulso competitivo hacia la acumulación de 
capital obliga a las empresas a expandir sus capacidades productivas 
como si no hubiera límite al mercado disponible para las mercancías que 
están produciendo.
El
 crecimiento no está planeado; sólo gobernado por el caos del mercado. 
El crecimiento de una industria no está acoplado al crecimiento de las 
demás industrias sino tan sólo a la expectativa de la ganancia, y de 
esto resulta una acumulación y un crecimiento desequilibrados entre las 
varias ramas de la producción. La acumulación excesiva de capital en 
algunos sectores de la economía pronto aparece como sobreproducción de 
mercancías. Las mercancías, imposibles de ser vendidas, se amontonan, y 
las empresas que han ampliado exageradamente sus operaciones tienen que 
aminorar la producción.
A
 medida que las mercancías invendibles permanecen almacenadas se hunden 
los ingresos y las ganancias, haciendo al mismo tiempo que la inversión 
sea más difícil y que menos valga la pena. La acumulación se atasca, el 
ahorro y el atesoramiento se incrementan y las fuerzas inestables del 
dinero y el crédito pronto trasmiten la depresión hacia los demás 
sectores de la economía. Las empresas que al principio se expandieron 
ilimitadamente recortan sus inversiones y esto trae consigo una caída de
 la demanda de los productos de sus proveedores quienes, a su vez, se 
ven forzados a restringir su producción, contagiando sus dificultades a 
los proveedores de sus proveedores y así sucesivamente. Los beneficios 
se hunden, las deudas se acrecientan y los bancos aumentan las tasas de 
interés y restringen sus préstamos, de todo lo cual resulta una espiral 
viciosa y descendente de contracción económica. De este modo, lo que 
empezó como una sobreproducción parcial en ciertas porciones del mercado
 se transforma en una sobreproducción general, en la cual se ve afectada
 la mayoría de los sectores de la industria.
Las
 crisis y las recesiones siguen invariablemente este patrón general. A 
veces la sobreproducción inicial ocurre solamente en las industrias de 
bienes de consumo, como sucedió en 1929, y desde ahí se propaga. Otras 
veces, como a mediados de los años setenta, la expansión desmedida 
inicial se da en el sector de los bienes de producción donde las 
empresas producen nuevos medios de producción, como acero industrial o 
equipo robótico. En la recesión de principios de los años noventa uno de
 los factores principales fue la extensión desmesurada del sector de la 
propiedad comercial y algunas de las industrias nacientes de alta 
tecnología. Pero independientemente de la causa, el resultado es siempre
 el mismo: caída de la producción, bancarrotas, recorte de salarios y 
aumento del desempleo, con el consiguiente incremento de la pobreza.
En
 una recesión hay simultáneamente un problema de caída de la demanda 
junto con caída de las utilidades. Tratar de resolver un problema 
(digamos la demanda de parte de los presuntos consumidores) a expensas 
de los otros (digamos, las ganancias), como quieren los keynesianos, no 
mejorará la situación. Necesitan ocurrir muchas cosas distintas y por 
separado antes de que tome su curso una recesión. En primer lugar, el 
capital tiene que ser liquidado si la capacidad de producción en exceso 
va a coartarse con capital devaluado siendo comprado barato por las 
empresas que están mejor situadas para sortear la crisis. En segundo 
lugar, es preciso deshacerse de las mercancías acumuladas, comprándolas a
 bajo precio o borrarlas de plano. La inversión no se reanudará si 
persiste la sobreproducción. En tercer lugar, después de que esto ha 
ocurrido tiene que haber un incremento de la tasa de beneficio 
industrial auxiliada por bajas del salario real y baja de las tasa de 
interés (las cuales se reducirán naturalmente a medida de que la demanda
 de dinero “fresco” aminore la recesión). Esto ayudará a que se reanude 
la inversión y aumente la acumulación. También, para que la recuperación
 se sostenga, gran parte del débito acumulado durante los años de auge 
tendrá que ser liquidado para que no actúe como un lastre sobre la 
acumulación futura. Mediante estos mecanismos una recesión ayuda a 
construir las condiciones para el crecimiento futuro, librando al 
sistema capitalista de unidades de producción deficientes.
Ciclo continuo
Cuando
 estos procesos siguen su curso natural, la acumulación y el crecimiento
 pueden hacer que de nuevo el capitalismo cree una situación de bonanza a
 la que, inevitablemente, seguirá una crisis y una recesión. Tal ha sido
 la historia del capitalismo desde sus orígenes. Ninguna medida, ninguna
 reforma emprendida por los gobiernos -aunque sea hecha con la mejor 
buena voluntad- ha impedido ni puede impedir la operación de este ciclo.
 Los defensores del laissez faire (dejar hacer) y del libre mercado han 
fracasado, igual que los keynesianos partidarios de la intervención del 
Estado. Hoy, enfrentados a una nueva recesión, los partidarios del 
capitalismo tienen las manos atadas.
En
 realidad, el ciclo auge-crisis demuestra la impotencia de los 
reformistas y los políticos y es un cargo más en contra del sistema 
capitalista en su conjunto, que acarrea miseria para los millones de 
trabajadores que pierden sus puestos, se vuelven insolventes o ven sus 
salarios reducidos y tienen que trabajar en las peores condiciones. 
Lejos de ser una aberración, este ciclo de miseria es el ciclo natural 
del capitalismo.
Movimiento Socialista Mundial
Partido Socialista de Gran Bretaña
8 de mayo de 2016
de: 'mcolome1@yahoo.com' mcolome1@yahoo.com [nuestramerica] <nuestramerica@yahoogrupos.com.mx>
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fecha: 8 de mayo de 2016, 18:22
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COLECTIVCO PERÚ INTEGRSAL
30 de mayo de 2016
 
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