El
 “mensaje a la nación” presentado el 28 de Julio por Dina Boluarte ante 
el Congreso de la República nos permite algunos comentarios. Precisemos:
Dina insistió,
 en su extensa perorata –“el Sermón de las tres horas”, lo han llamado–,
 en reivindicar al gobierno como “su” gobierno. Repitió como una letanía
 una misma expresión: “mi gobierno”. 
Ocurre
 que la gente se ha habituado a considerar que éste es el gobierno de 
Otárola, que quien gobierna es Otárola y que Dina es algo así como un 
maniquí de mimbre al que suelen accionar eventualmente. El entusiasmo le
 duró a la señora exactamente 187 minutos. Parecía que Otárola le había 
dado cuerda. Y ella aprovechó la licencia para hablar, hablar, hablar…
Se
 proclamó "presidenta constitucional" e hizo valer su cargo arguyendo su
 condición de vicepresidenta del presidente depuesto. Pero sólo llegó a 
eso. Luego, hablando de Pedro Castillo afirmó que ese gobierno fue 
“inepto”, “errático”, “incapaz” y “corrupto”. Aseguró que había 
desconocido la ley, desprotegido la propiedad, ahuyentado la inversión 
privada nacional y extranjera, violentado derechos y defraudado al país.
 No dijo –claro- que ella había sido la vicepresidenta de ese tan 
denostado gobierno; ministra del mismo, en catorce de los dieciséis 
meses de gestión gubernativa; partícipe de todos los consejos de 
ministros y eventos descentralizados; que había trabajado de consuno con
 el primer ministro Aníbal Torres; y que había jurado públicamente irse 
del gobierno con Castillo, si este era vacado.
En
 la parte más “emotiva” de su disertación pidió “perdón” por lo ocurrido
 en los meses pasados. Habló de “los fallecidos” en esa circunstancia. 
Pero nadie le pedía que hablara de los fallecidos, que seguramente 
fueron muchos más. Unos fallecieron de cáncer u otras dolencias; otros, 
en accidentes de tránsito o vehiculares; también los hubo quienes 
fallecieron por mano ajena, como víctimas de la delincuencia. Pero nadie
 le pidió que hablara de ellos. 
Debió
 hablar, más bien, de los asesinados en los días de la represión 
policial y militar registrada entre diciembre y febrero, y ordenada por 
su despacho. Pero sobre eso, calló. Hizo mutis por el foro. Hizo más 
bien “una finta”: pidió perdón “en nombre del Estado”. Debió hacerlo en 
su propio nombre, y en nombre de "su gobierno"; no el Estado. Se pide 
perdón en nombre del Estado cuando se habla de crímenes cometidos por 
gobiernos del pasado. El gobierno Argentino, por ejemplo, pidió en su 
momento perdón en nombre del Estado, por las víctimas de la represión 
militar registrada en ese país en los años de Videla. El gobierno de 
Chile hizo lo propio, por los crímenes de Pinochet. Pero un gobierno, 
por sus propios crímenes, debe pedir perdón en su propio nombre.
Adicionalmente,
 Dina registró en el número de caídos, al policía muerto por otro 
policía por motivaciones de otro orden; y a los soldados que perdieron 
la vida en Ilave, por negligencia de su propio mando. Sobre esto, las 
autoridades civiles y militares también hicieron mutis. Nadie ha dicho 
si se investigó el tema, ni si se deslindaron las responsabilidades del 
caso. Es claro que los asesinados fueron víctimas del accionar policial o
 militar. ¿Se puede ignorar el hecho? Dina dijo que se investigarían los
 hechos. Pero han pasado ocho meses y no se conoce de carpeta alguna, ni
 de acusados. En otros casos, la celeridad ha sido impresionante: 
ocurrido un hecho, se ha capturado al implicado y se le ha condenado a 
“prisión preliminar” y luego a “prisión preventiva”. Pero ahora, ¿qué?
No
 se puede soslayar que el discurso de Dina Boluarte fue calurosamente 
aplaudido… por sus ministros. Y también -cómo no- por algunos 
parlamentarios que hoy se asumen “oficialistas”. Pero fue firmemente 
rechazado por millares de personas que se movilizaron valerosamente por 
todo el Centro Histórico de Lima. Los férreos cordones policiales 
impidieron que la ciudadanía se acercara a la sede del Legislativo. Los 
mantuvieron por lo menos a kilómetro y medio de distancia para que “no 
importunaran la ceremonia cívica” que se desarrollaba en el Congreso. La
 Plaza de Armas y las calles aledañas estuvieron absolutamente vacías. 
No volaba una mosca. Los sabuesos se pusieron incluso ante la 
eventualidad de que algún insecto pudiese asomar por allí portando un 
cartel irreverente: “Dina asesina”, por ejemplo. 
La
 plaza San Martin, la avenida Nicolás de Piérola, el parque 
Universitario y otras zonas de la ciudad, en cambio, fueron escenario de
 constantes enfrentamientos entre los manifestantes y la policía. Cabe 
preguntarse qué habría ocurrido si la policía no hubiese bloqueado esos 
espacios. Sin duda se habría producido una inmensa concentración cívica 
en la plaza San Martin en repudio al régimen. Lo que ocurre es que ahora
 esa plaza, antes ágora de grandes expresiones populares, sólo puede ser
 ocupada por la policía y, eventualmente, por “manifestaciones” 
alentadas por ella.
 
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