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Nuestra América Nativa. Puerto Rico (2-3)
PUERTO RICO
ENAJENACIÓN COLONIAL Y LIBERACIÓN
Nils Castro
Opinión
13/09/2019
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Vernos en el espejo de Puerto Rico
        
En
 resumidas cuentas, la dominación material de Estados Unidos sobre 
Borinquen data de la ocupación militar, iniciada en 1898 en remplazo del
 colonialismo español.
 Dominio consolidado por medio siglo de represión militar y policial, y 
derrota física de las protestas y alzamientos patrióticos borinqueños, 
como en la Masacre de Ponce, de 1937, y el Grito de Jujuya, de 1950 No 
obstante, a la par el colonialismo también
 arrolló al país con la promoción sociopolítica y cultural de su 
hegemonía, esto es, de la aceptación inducida del régimen colonial, 
mediante la siembra de una cultura de subordinación: complejo de 
inferioridad moral y técnica, miedo a que el amo te abandone
 en la orfandad, así como fascinación ante la “vitrina” del status 
colonial, que hacen del Estado Libre Asociado una forma superior de 
alienación colonial.
        
Superando
 con creces la alta tasa de emigración que más de 10 años de crisis 
económica habían mantenido en alza, el desastre material bruscamente 
precipitado por Irma
 y María en 2017 ‑‑seguido de la falta de confianza en el proceso de 
reconstrucción‑‑, provocó una hecatombe demográfica de dimensiones 
genocidas. Todo eso solo podrá detenerse eliminando la raíz del mal, a 
través de un proceso de emancipación nacional.
        
Puerto
 Rico ‑‑país que la ONU reconoce como “nación latinoamericana y 
caribeña”‑‑ debe tener el mismo derecho que sus vecinos a ser miembro de
 la comunidad internacional,
 tener sus propias relaciones políticas y económicas con las demás 
naciones y ser parte de los organismos internacionales y regionales, con
 quienes negociar y decidir sus políticas de intercambio, desarrollo y 
colaboración. Es haciendo uso soberano de estos
 mecanismos como República Dominicana, Cuba, Jamaica y los países del 
Caricom ‑‑incluso las pequeñas naciones del Caribe Oriental‑‑ pueden 
construir confianza en sí mismas y hacerle frente a ese género de 
problemas.
        
¿Tiene
 sentido ser una colonia, incluso de la metrópoli más poderosa? La 
experiencia puertorriqueña insiste en demostrar lo contrario. En su 
tragedia, el pueblo boricua
 está atrapado entre la falta de atribuciones ‑‑y la incompetencia‑‑ de 
los funcionarios locales, la indiferencia de las autoridades 
estadunidenses, y la falta de confianza en sí mismo de una parte de su 
propio pueblo. En contraste con sus naciones vecinas,
 Puerto Rico padece más obstáculos, problemas e incertidumbres para 
enfrentar cada desafío, una vez que demasiados factores permanecen fuera
 de sus manos.
        
Tal
 situación ya no tenía sentido durante la administración Obama y menos 
en la de Trump. El primero deportó a tantos inmigrantes como pudo y el 
segundo endurece las
 barreras migratorias; pero mientras centenas de miles de 
centroamericanos, mexicanos y otros son deportados, mayor número de 
puertorriqueños sigue ingresando. En este último período, en Washington,
 el Congreso ‑‑órgano que constitucionalmente ejerce los poderes
 norteamericanos sobre la Isla-- rechazó considerar a Puerto Rico como 
una jurisdicción doméstica; esto es, reconfirmó su exclusión 
reiterándole su status de posesión foránea. Y al hacerlo enterró las 
últimas fantasías coloniales de los apátridas que aún anhelan
 hacer de su país otro estado de la Unión, a contrapelo del querer de la
 mayoría de los políticos estadunidenses.
        
Las
 secuelas de Irma y María impiden eludir una realidad de a puño: el 
actual status político de la Isla ‑‑la supuesta autonomía del Estado 
Libre Asociado‑‑ no solo
 es ineficaz sino insostenible; solo acarrea mayor endeudamiento, 
deterioro social y vulnerabilidades. Como, a su vez, la opción de 
integrarse a Estados Unidos, además de abjurar de la cultura propia, es 
inaceptable para la mayoría de los norteamericanos. Las
 realidades cambiaron; ningún anterior espejismo es ya sostenible, ni 
siquiera como ficción. Solo como república independiente Puerto Rico 
podrá superar su agonía. Y solo eso puede darle viabilidad y desarrollo 
integral a su pueblo.
        
Como
 solo la independencia boricua puede ofrecerle a Estados Unidos una 
forma honrosa de deshacerse de un problema que cada día es más enfadoso.
 Para ello, Washington
 tendrá que compartir los costos de una transición cuyos términos y 
plazos deberá negociar con el independentismo puertorriqueño. Nada 
inaudito: eso es tan factible en Puerto Rico como lo fue en Panamá, 
donde la espinosa cuestión del Canal interoceánico así
 se resolvió. Para esto, el primer paso es hacer conocer el caso como un
 problema general cuya trascendencia reclama solución, como Omar 
Torrijos lo hizo. Eso requiere que todos los independentistas y 
soberanistas, tanto en su Isla como en la vida política
 estadunidense, movilicen a las comunidades de origen boricua, 
esclarezcan a la opinión pública norteamericana y presionen al Congreso 
para dimensionar ese tema en su agenda.
        
Como asimismo toca que los latinoamericanos y caribeños hagamos 
lo que nos corresponde, porque ese también es nuestro problema. Puerto 
Rico es una muestra –territorialmente chica pero muy concentrada‑‑ de 
muchos problemas de matriz colonial o neocolonial
 que también actúan, de unas u otras maneras, entre los pliegues de la 
identidad, la cultura política y la capacidad de autodeterminación que 
los latinoamericanos compartimos. Para todos nosotros, es un reto acerca
 de nuestra propia condición neocolonial. Y
 en este sentido, espejo de nuestras propias flaquezas.
        
Del fracaso a la insolvencia y la crisis demográfica
        
¿Por
 qué en los últimos lustros la crisis económica se agravó con esa 
rapidez? Durante los años 50 del siglo pasado el régimen colonial había 
evolucionado del frenesí
 azucarero al estilo de urbanización característico de los suburbios 
estadunidenses, al reorientar la economía puertorriqueña ‑‑mediante 
varios años de incentivos fiscales‑‑ a prestarle acogida privilegiada a 
las empresas norteamericanas interesadas en las
 industrias química y electrónica. Cuando en los años 70 la crisis 
petrolera mundial hizo fracasar la refinería recién construida en la 
Isla, Washington agregó incentivos para atraer compañías farmacéuticas.
        
Con
 todo, veinte años después Estados Unidos decidió proponer tratados de 
libre comercio a otros países de la región, como el Nafta con México y 
el Cafta-RD con los
 países centroamericanos y la República Dominicana que, con esto, 
pasaron a ser más atrayentes para invertir en la producción de 
mercancías destinadas al mercado norteamericano. A lo cual se añadiría 
que en 2006 concluyó la vigencia de los incentivos para atraer
 empresas a Puerto Rico, y muchas prefirieron ubicarse en las naciones 
signatarias de esos tratados, en las cuales rigen legislaciones 
laborales y políticas más duras para los trabajadores, y salarios 
menores que en la Isla, donde rigen las normas norteamericanas.
 Con esto en Borinquen la cesantía iba a crecer un 13 por ciento, más 
del doble de la que la existe en Estados Unidos.
        
La
 decadencia del “milagro” puertorriqueño se tornó más visible, en tanto 
que la Isla perdió interés para la economía norteamericana, y hasta 
condiciones para sostener
 a su población. En cualquier parte del mundo las calamidades económicas
 constituyen un poderoso motivo de emigración. Por lo mismo ‑‑bajos 
salarios y desempleo, incertidumbre e inseguridad, deterioro y pérdida 
de servicios sociales, desamparo y creciente violencia,
 naufragio de las expectativas‑‑, cada año centenas de miles de 
centroamericanos y mexicanos buscan irse al Norte, mientras Estados 
Unidos procura impedir su ingreso mediante los cuerpos policiales de sus
 propios países de origen y tránsito, y de la “migra”
 y las fuerzas armadas norteamericanas, y deporta a gran parte de 
quienes logran entrar.
        
Entre
 los puertorriqueños la crisis tiene similares efectos, con la radical 
diferencia de que ellos viajan con pasaporte estadunidense y las 
autoridades norteamericanas
 no tienen otro remedio que dejarlos pasar. Se calcula que entre los 
años 2006 y 2011 una cuarta parte del PIB puertorriqueño se perdió a 
consecuencia del éxodo. Con ello, en los años que precedieron a los 
grandes huracanes de 2017, ya se habían de la Isla
 ido unos 144,000 habitantes, una caída cercana al 3 por ciento de la 
población, tras varias décadas de normal crecimiento demográfico. Esto 
reflejó el hecho de que en esos años ya más del 40 por ciento de la 
población boricua había caído por debajo de la línea
 de la pobreza. El 42 por ciento de quienes se iban declaraban marcharse
 en busca de empleo.
        
Esta
 sangría ‑‑que enseguida de los ciclones Irma y María se disparó 
abruptamente‑‑ incluye tanto a profesionales y técnicos como a 
trabajadores manuales, envejece
 la edad promedio de los habitantes del país, reduce la población en 
edad productiva y agrega otros daños: disminuye la población activa, 
merma la demanda, retrae la oferta de empleos y el valor de los salarios
 y, al cabo, hace que más gente se vaya. En 2017,
 antes de ambos meteoros, en Puerto Rico quedaban 3.7 millones de 
boricuas y en Estados Unidos ya residían 4.7 millones.
        
Se
 calcula que entre 2006 y 2011 una cuarta parte del PIB se perdió por 
efecto del éxodo. Una consecuencia de todo esto fue la crisis fiscal y 
presupuestaria que ya
 en ese entonces amenazaba quebrar al gobierno isleño y hasta la 
gobernabilidad del país. A la sombra de las facilidades que antaño les 
daba ser un territorio estadunidense, los gobiernos boricuas se 
endeudaron más de la cuenta. Y, ante la presión de los acreedores,
 al no ser un país independiente Puerto Rico carece de los instrumentos 
con que una república soberana contaría para enfrentar el problema. 
Como, a la vez, al tampoco ser un estado parte de la Unión, no puede 
solicitar las ayudas que la legislación estadunidense
 prevé para las entidades que sí son parte de la federación.
        
Según
 el Centro para una Nueva Economía (CNE), entidad independiente 
puertorriqueña, en 2013 la deuda de la Isla ya alcanzaba los US$ 70,000 
millones, unos US$ 19,000
 por habitante. Ella representaba el 102% del PIB, proporción que no se 
correspondía con lo que Puerto Rico produce; es decir, la Isla ya se 
había vuelto estructuralmente insolvente. Su debacle presupuestaria 
resultaba de que por más de 20 años Borinquen nunca
 generó ingresos suficientes para pagar sus gastos de operación ‑‑en 
parte para representar el papel de “vitrina” del ELA‑‑, por lo cual sus 
gobernantes siguieron pidiendo préstamos al mercado estadunidense de 
bonos, hasta llegar al punto donde el país dejó
 de tener crédito.
        
Si
 lo hicieron por irresponsabilidad o corrupción, o presumiendo que al 
final de cuentas el gobierno estadunidense no dejaría a la Isla caer en 
la insolvencia y el
 caos, la historia pronto lo dictaminará. Pero la conducta de Washington
 DC en ningún caso ha sido la misma ante la debacle de un estado de la 
Unión que ante la de un “territorio”; sobre todo si de antemano rechaza 
cualquier posibilidad de que este eventualmente
 pueda convertirse en estado.
        
Atrapados sin salida
        
Como
 amargo fruto de tamaño endeudamiento, en febrero de 2014 la 
calificadora Standard and Poor’s degradó la deuda puertorriqueña hasta 
la categoría de chatarra o “bonos
 basura”, decisión que días después fue seguida por sus homólogas Fitch y
 Moody’s. En los tres casos, aduciendo las dificultades del pequeño país
 para financiar un déficit de US$ 2,200 millones. Con una insuficiencia 
fiscal que en tres años crecería otros 200
 millones más, el gobierno boricua ya estaba al filo de la bancarrota, e
 impedido de recurrir a nuevos préstamos en términos “normales”, al no 
tener cómo amortizar a los bonistas una deuda de US$ 73,000, adquirida 
mayormente en Wall Street.
        
Según
 el Banco Gubernamental de Fomento (BGF), cuando el gobierno 
puertorriqueño intentaba armar su presupuesto del año 2015‑16, había un 
déficit estructural de US$
 651 millones. Eso, sin considerar que el déficit general de US$ 2,400 
millones no consideraba US$ 400 millones que faltaban en cuentas 
atrasadas de ese banco, ni US$ 500 millones que el gobierno les adeudaba
 a los contribuyentes por haberles cobrado en exceso.
        
El
 presupuesto de ingresos y gastos del Fondo General del Gobierno 
ascendía entonces a US$ 9,565 millones, calculándose que el siguiente 
año fiscal iba a estar unos
 US$ 500 millones por debajo de este monto, lo que obligaría a prever 
dolorosos recortes18. Sin embargo, no lograba concebir una reforma 
tributaria aceptable y la única fórmula propuesta era volver a aumentar 
el Impuesto de Venta y Uso (IVU) a los servicios
 y bienes de consumo, elevándolo al 16% y extendiéndolo a servicios que 
antes no tributaban, opción electoralmente funesta que enseguida fue 
derrotada en el Congreso isleño, donde no obtuvo siquiera el apoyo de 
todos los legisladores del partido gobernante.
        
Todo
 eso generó un repertorio de consecuencias socioeconómicas y 
humanitarias. Por ejemplo, Borinquen siguió perdiendo seguridad 
alimentaria y comenzó una crisis de
 la atención sanitaria. Luego de que desde los años 50 relegó la 
agricultura, pasó a importar cerca del 87% de los alimentos que consume a
 diario. Como el periódico El Nuevo Día dijo el 24 septiembre de 2014, 
el Programa de Ciencias y Tecnologías de Alimentos
 de la Universidad de Puerto Rico señaló que la deficiencia de la 
seguridad alimentaria se debe a que “no estamos organizados como país”, y
 que “si nos cierran los muelles, nos morimos de hambre”.
        
Esto
 es secuela de una decisión que el Congreso de Estados Unidos adoptó en 
1920, sin consultar a los borinqueños, cuando la Ley Jones sometió al 
territorio de Puerto
 Rico a las leyes norteamericanas de cabotaje. Esto obliga a la Isla a 
usar exclusivamente la marina mercante estadunidense, la más cara del 
mundo, para la cual Borinquen tiene un interés marginal. Además de los 
perjuicios que eso le causa a la economía puertorriqueña,
 en la vida diaria incluso dificulta consumir alimentos frescos.
        
Las
 consecuencias sanitarias del sometimiento de la Isla a las ocurrencias 
de las políticas económicas de Washington DC no son menores. Por 
ejemplo, desde 2015 (dos
 años antes de Irma y María) las limitaciones presupuestarias que todo 
ello origina implicaron disminuir la cantidad de pacientes que los 
hospitales públicos pueden atender, por la reducción del número y 
calidad de los proveedores de insumos médicos que pueden
 pagar. Solo en ese año, más de 3,000 médicos abandonaron el país. Fue 
preciso restringir las cirugías electivas y diversas áreas suspendieron 
servicios por el despido de empleados y la sobrecarga de los que quedan 
para atender a los pacientes.19
        
En
 otras palabras, hacía más de 15 años el gobierno de Puerto Rico estaba 
atrapado sin salida, con las manos atadas por el mismo problema que 
agobia a las demás instancias
 vitales de la economía y la sociedad borinqueñas: el dominio colonial 
que Estados Unidos ejerce sobre la Isla desde 1898. Aunque en 1952 
Washington le concedió cierta autonomía al Estado Libre Asociado (ELA), 
que le concedía una limitada administración interna,
 ahora el gobierno puertorriqueño no tiene facultades siquiera para 
declararse en bancarrota.
        
El
 7 de noviembre de 2013 el Washington Post reconoció que la crisis 
económica puertorriqueña estaba fundamentada en la estructura del status
 político del territorio.
 “Los problemas económicos y financieros de Puerto Rico son 
estructurales ‑‑trazables, en última instancia, a su confusa situación 
política”, la cual no se ha resuelto a pesar “de décadas de tediosas 
disputas políticas”, lo que pone a ese territorio en “el
 problema más mundano de asegurar la solvencia [económica]”, con 
prioridad sobre cualquier otro asunto. El Post descartaba cualquier 
posibilidad de que el Congreso estadunidense apruebe darle alguna 
asistencia económica especial a la Isla, advirtiendo que eso
 no va a ocurrir puesto que esa corporación “es hostil a los rescates 
[…] y no se tiene claro cómo esa solución puede encajar en el marco 
legal y constitucional único que vincula a Puerto Rico y Estados 
Unidos”.
        
Finalmente,
 el periódico observaba que de 2004 al 2013 la economía boricua ya había
 decrecido un 16 por ciento, y atribuía la recesión iniciada en la Isla 
en 2006 (dos
 años antes de la crisis global que detonó en 2008) a que ese año 
finalizaron los privilegios fiscales que hasta entonces se les habían 
otorgado a las corporaciones norteamericanas para que se radicasen en la
 Isla. Con lo cual el Post concluía que son muchos
 los villanos culpables de la debacle económica boricua, con la ironía 
de que Puerto Rico solo logra llamar la atención de Estados Unidos 
cuando ya está en serios problemas.
        
Un país discapacitado
        
Tales
 comentarios, que el principal diario de Washington DC publicó cuatro 
años antes de los ciclones de 2017 reflejaban dos virajes que el drama 
boricua había experimentado
 durante el período precedente. Uno, que el status colonial de la Isla 
ya no era solo un problema de los puertorriqueños sino un dilema 
estadunidense. Mientras una parte del establishment aún no sabe cómo 
resolverlo y prefiere mirar para otro lado, ya hay otra
 que busca la forma y la coyuntura política más airosas para solucionar 
el asunto o, más concretamente, para deshacerse del mismo.
        
El
 otro, que la cuestión de Puerto Rico ‑‑la de su condición colonial‑‑ al
 fin se ha desatascado de los dime‑diretes de la Guerra Fría, que por 
más de medio siglo la
 tergiversaron y complicaron. Vale recordar que hasta avanzados los años
 40 del siglo pasado las andanzas nacionalistas de don Pedro Albizu 
Campos eran seguidas con simpatía por los pueblos hispanoamericanos, sin
 que ningún observador lo calificase de prosoviético.
 Solo después sería que el tema borinqueño, atrapado entre el 
antimperialismo y la histeria macartysta, fue mixtificado para perseguir
 a los patriotas, y hasta justificar el perverso encarcelamiento que 
sepultó en vida a Don Pedro.
        
Esto
 es, ya hay quienes pueden percibir el problema conforme a su propia 
naturaleza, sin esas distorsiones. Y lo primero que salta a la vista es 
lo más obvio: que los
 puertorriqueños son un pueblo y una cultura diferentes, y que en su 
Isla no hay nada que a Estados Unidos le resulte indispensable. Que, 
antes bien, la posesión de la Isla le impone a Washington subsidiar una 
situación que cada día cuesta más al Tesoro sin
 tener sentido para los contribuyentes.
        
Y
 que por añadidura activa un imparable surtidor de unos inmigrantes 
latinos que, para muchos anglosajones, no merecen mejor acogida que los 
procedentes de más lejanos
 orígenes tercermundistas. Pero que, a diferencia de los otros, al poco 
de arribar pueden ejercer derechos ciudadanos y expanden un sector 
social cuyo peso electoral y político incrementan sin que se los pueda 
echar como indocumentados.
        
Sin
 embargo, por el extremo opuesto la alta tasa de emigración 
puertorriqueña es uno de los medios que mejor contribuyen a apaciguar 
los disgustos sociales en la Isla.
 Poder irse a Estados Unidos constituye una válvula de desahogo, que 
explica por qué más de 10 años de empeoramiento de las condiciones de 
vida no han derivado en violencia política. De hecho, antes de los 
grandes ciclones de 2017 ya más de la mitad de los
 borinqueños se había ido a Estados Unidos. Pero cuando el impacto de 
Irma y María destrozó una infraestructura y una institucionalidad ya 
carcomidas, el abrupto incremento de la emigración pasó a significar un 
desastre demográfico. De enero a octubre de ese
 año 193 mil puertorriqueños abandonaron su patria. Tras ambos 
huracanes, otros 270 mil. Un año después de María, en octubre de 2018 la
 masa emigrante aún duplicaba la del año anterior: ese mes 85 mil 
personas dejaron su tierra natal.
        
Ahora,
 luego de María, no solo el Post sino gran parte de la prensa 
estadunidense y hasta el Congreso de Washington, aceptan que en Puerto 
Rico hay una catástrofe tan
 grande que es difícil de calificar. Lo admiten luego de la devastación 
que María dejó en septiembre de 2017, esto es, más de una década después
 de que la tragedia boricua empezó a ser muy visible.
        
Aun
 así, la anterior displicencia de dichos medios y autoridades acerca de 
una crisis tan largamente incubada no fue inocente. Al culpar a la 
inusual fortaleza de ambos
 meteoros, unos y otros escabullen responsabilidades, eludiendo recordar
 por qué se acumularon tantos años de deterioro de la infraestructura 
material y de los servicios de atención a la gente, hasta que la otrora 
vitrina del Caribe se volvió tan endeble. Los
 ciclones son peligrosos pero no imprevisibles: por allí pasan desde 
tiempos inmemoriales. Si Irma y María tuvieron esa intensidad ello no 
excusa la magnitud del caos, ni la complejidad de sus consecuencias; 
hace una década, Puerto Rico resistía los grandes
 huracanes mejor que las demás naciones caribeñas y se recuperaba con 
mayor prontitud. Pero ahora sucedió lo contrario; la Isla se tornó un 
país discapacitado.
        
Obviamente,
 el problema no es meteorológico. Esta vez los huracanes cruzaron 
Borinquen luego de más de 10 años de crisis económica, peor 
mantenimiento y evidente deterioro,
 de lo cual el pueblo puertorriqueño no es responsable. Al contrario, es
 víctima de la incapacidad y desidia del régimen colonial para prever y 
atender el problema, y concretar soluciones. La naturaleza da lugar a 
fenómenos, a veces violentos, pero la fuerza
 del huracán no causó esta catástrofe, sino que reveló sus causas.
        
En
 la misma temporada, tres huracanes mayores golpearon islas y costas del
 Caribe y el Golfo de México: Harvey, que afectó a Texas en agosto; en 
septiembre Irma, que
 además de cruzar Puerto Rico atacó Florida, y María, que tras golpear a
 Puerto Rico se fue al Atlántico. Texas y Florida recibieron rápido y 
abundante auxilio federal aun antes del arribo de esas tormentas y hasta
 completar la restauración. Pero en ambos casos
 Puerto Rico recibió escasa, tardía y regateada ayuda y, año y medio 
después, aún padecía daños que a su vez daban lugar a otros problemas 
sociales y morales.20
        
Por
 el Caribe los ciclones soplaban siglos antes del arribo de los primeros
 humanos; hoy son eventos cuyas trayectorias y magnitudes los servicios 
meteorológicos anticipan.
 Pero en Puerto Rico la imprevisión, la precaria organización 
comunitaria, la crisis fiscal y la falta de mantenimiento, la debilidad 
moral de las autoridades oficiales, su incapacidad para decidir e 
ineficacia para actuar, más la insensibilidad colonial que
 agravó la situación, no vienen de una maldad natural sino política. 
Vienen de que allí las decisiones más relevantes no se toman en esta 
nación sino en Washington DC.
        
La versión más insólita
        
Nadie
 sabe con exactitud cuántas víctimas mortales la Isla sufrió desde el 
impacto de María y durante sus amargas secuelas: falta de agua potable, 
de alimentos, de
 energía eléctrica y combustibles, de vivienda habitable, de asistencia 
sanitaria y medicamentos, y de seguridad policial, además de la 
destrucción de las comunicaciones terrestres y las telecomunicaciones, 
el cierre de negocios y el desempleo masivo, que aterran
 y victimizan tanto como los peores eventos naturales.
        
Al
 cesar la tormenta, miles de viviendas y lugares de trabajo habían 
quedado inútiles, y 60 mil casas habitadas estaban sin techo, 
precariamente cubiertas con lonas.
 Más del 80 por ciento de los hogares puertorriqueños seguía sin 
electricidad en diciembre de 2017, y muchos no pudieron tenerla hasta 
avanzado 2018 (ejemplo extremo, la isla y municipio de Culebra no fue 
reconectada al sistema eléctrico del país sino en marzo
 de 2018). Y en todo el territorio persisten los apagones, y abundan los
 medios de alumbrado público que en 2019 seguían sin reponer.21
        
Dos
 semanas después de María el gobierno de la Isla aún declaraba que el 
ciclón había causado la muerte de 64 personas. No obstante, un estudio 
de la Universidad George
 Washington elevó la cifra a 2,975 fallecidos y, poco más tarde, otro de
 la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard calculó 4,645 
víctimas fatales, tras lo cual el gobierno local subió su estimación a 
1,427.22
        
La
 investigación de Harvard constituyó de hecho una radiografía del país: 
en una sociedad tan desigual y disfuncional como la puertorriqueña, al 
momento de ocurrir
 ambos huracanes el 44 por ciento de la población de la Isla vivía en la
 pobreza ‑‑en contraste con un promedio nacional de 12 por ciento en 
Estados Unidos‑‑ y la mayor proporción de muertes y damnificados tuvo 
lugar precisamente en las zonas de mayor pobreza.
        
Además,
 la mayor parte de los fallecimientos ocurrió pasados los meteoros, y 
por causas muy precisas: incapacidad del sistema de atención pública, 
fragilidad y desabastecimiento
 de sus clínicas y hospitales, así como complicaciones médicas derivadas
 de la falta de electricidad y de los apagones, sobre todo entre los 
pacientes necesitados de cirugías o dependientes de equipos de diálisis y
 de respiradores artificiales. Aunque en algunos
 sitios se contaba con generadores eléctricos, no alcanzaba el 
combustible.
        
No
 obstante, la versión más insólita fue la sostenida por el presidente 
Donald Trump cuando dos semanas después él finalmente visitó la Isla, 
donde afirmó que, por
 su bajo número de víctimas ‑‑según él, entre 6 y 18 fallecidos‑‑, María
 no fue “una catástrofe real”, como la que un año antes el ciclón 
Katrina había causado en Nueva Orleans.
        
Dado
 que ese mismo día el presidente se marchó sin anunciar algún apoyo a 
los damnificados, algunos medios de prensa criticaron su insensibilidad y
 desgano. En respuesta,
 él descargó toda la responsabilidad en los propios puertorriqueños y 
sus autoridades electas. Adujo que ya se les había concedido demasiada 
ayuda que ellos no habían utilizado debidamente, pretexto en el que él 
continuaría insistiendo. Sintomáticamente, año
 y medio después, ante los reclamos de que todavía urgen recursos para 
reconstruir al país, volvió a culpar a los “incompetentes y corruptos” 
políticos de Puerto Rico, acusándolos de que solo saben quejarse y 
malgastar los fondos asignados, sin que el gobierno
 de la Isla haga nada bien, motivo por lo cual “el lugar es un caos 
[donde] nada funciona”.23
        
No
 pongo en duda su diagnóstico sobre esos funcionarios coloniales, como 
después lo demostraría la defenestración del gobernador por el 
movimiento ciudadano. Trump
 incluso destacó un dato irrefutable, al agregar que en la Isla “la red 
eléctrica y toda la infraestructura ya eran un desastre antes del paso 
de los huracanes”24. Aunque esto es así por una causa que él calló: más 
de 10 años continuos de crisis económica ‑‑de
 la cual Washington es asimismo responsable—previamente suprimieron la 
atención a esa red e infraestructura, hasta causarles su presente 
fragilidad.
        
El
 desdén de Trump no es un error político personal, sino expresión de una
 actitud colonial que él, y el establishment político norteamericano, 
comparten con millones
 de estadunidenses. Su cariz despectivo refleja y recicla la negación a 
reconocerle a Puerto Rico y a sus habitantes los mismos derechos y 
consideraciones ‑‑y hasta a reconocerle el número de muertos‑‑ que a los
 estados de Florida, Luisiana o Texas. Como a
 la vez insiste en la prédica ‑‑dirigida tanto a los norteamericanos 
como a los propios puertorriqueños‑‑ de una intrínseca e irremediable 
ineptitud de los isleños para administrar sus asuntos.
        
Por
 lo tanto, de la discapacidad de los boricuas para vivir y decidir por 
sí mismos ‑‑y para subsistir como país‑‑, incapacidad que psicológica y 
culturalmente presume
 un complejo de capitulación que los reduce a rogar y agradecer dádivas 
coloniales. Aunque objetivamente las carencias y retrasos de la 
reconstrucción han vuelto a demostrar la incapacidad y fracaso del 
status imperante, la reiterada y multiforme prédica de
 esa supuesta ineptitud de los isleños les supone una fatal condena a 
resignarse a las iniquidades coloniales, es decir, a la alienación 
colonial.
        
Vernos en el espejo de Puerto Rico
        
En
 resumidas cuentas, la dominación material de Estados Unidos sobre 
Borinquen data de la ocupación militar, iniciada en 1898 en remplazo del
 colonialismo español.
 Dominio consolidado por medio siglo de represión militar y policial, y 
derrota física de las protestas y alzamientos patrióticos borinqueños, 
como en la Masacre de Ponce, de 1937, y el Grito de Jujuya, de 1950 No 
obstante, a la par el colonialismo también
 arrolló al país con la promoción sociopolítica y cultural de su 
hegemonía, esto es, de la aceptación inducida del régimen colonial, 
mediante la siembra de una cultura de subordinación: complejo de 
inferioridad moral y técnica, miedo a que el amo te abandone
 en la orfandad, así como fascinación ante la “vitrina” del status 
colonial, que hacen del Estado Libre Asociado una forma superior de 
alienación colonial.
        
Superando
 con creces la alta tasa de emigración que más de 10 años de crisis 
económica habían mantenido en alza, el desastre material bruscamente 
precipitado por Irma
 y María en 2017 ‑‑seguido de la falta de confianza en el proceso de 
reconstrucción‑‑, provocó una hecatombe demográfica de dimensiones 
genocidas. Todo eso solo podrá detenerse eliminando la raíz del mal, a 
través de un proceso de emancipación nacional.
        
Puerto
 Rico ‑‑país que la ONU reconoce como “nación latinoamericana y 
caribeña”‑‑ debe tener el mismo derecho que sus vecinos a ser miembro de
 la comunidad internacional,
 tener sus propias relaciones políticas y económicas con las demás 
naciones y ser parte de los organismos internacionales y regionales, con
 quienes negociar y decidir sus políticas de intercambio, desarrollo y 
colaboración. Es haciendo uso soberano de estos
 mecanismos como República Dominicana, Cuba, Jamaica y los países del 
Caricom ‑‑incluso las pequeñas naciones del Caribe Oriental‑‑ pueden 
construir confianza en sí mismas y hacerle frente a ese género de 
problemas.
        
¿Tiene
 sentido ser una colonia, incluso de la metrópoli más poderosa? La 
experiencia puertorriqueña insiste en demostrar lo contrario. En su 
tragedia, el pueblo boricua
 está atrapado entre la falta de atribuciones ‑‑y la incompetencia‑‑ de 
los funcionarios locales, la indiferencia de las autoridades 
estadunidenses, y la falta de confianza en sí mismo de una parte de su 
propio pueblo. En contraste con sus naciones vecinas,
 Puerto Rico padece más obstáculos, problemas e incertidumbres para 
enfrentar cada desafío, una vez que demasiados factores permanecen fuera
 de sus manos.
        
Tal
 situación ya no tenía sentido durante la administración Obama y menos 
en la de Trump. El primero deportó a tantos inmigrantes como pudo y el 
segundo endurece las
 barreras migratorias; pero mientras centenas de miles de 
centroamericanos, mexicanos y otros son deportados, mayor número de 
puertorriqueños sigue ingresando. En este último período, en Washington,
 el Congreso ‑‑órgano que constitucionalmente ejerce los poderes
 norteamericanos sobre la Isla-- rechazó considerar a Puerto Rico como 
una jurisdicción doméstica; esto es, reconfirmó su exclusión 
reiterándole su status de posesión foránea. Y al hacerlo enterró las 
últimas fantasías coloniales de los apátridas que aún anhelan
 hacer de su país otro estado de la Unión, a contrapelo del querer de la
 mayoría de los políticos estadunidenses.
        
Las
 secuelas de Irma y María impiden eludir una realidad de a puño: el 
actual status político de la Isla ‑‑la supuesta autonomía del Estado 
Libre Asociado‑‑ no solo
 es ineficaz sino insostenible; solo acarrea mayor endeudamiento, 
deterioro social y vulnerabilidades. Como, a su vez, la opción de 
integrarse a Estados Unidos, además de abjurar de la cultura propia, es 
inaceptable para la mayoría de los norteamericanos. Las
 realidades cambiaron; ningún anterior espejismo es ya sostenible, ni 
siquiera como ficción. Solo como república independiente Puerto Rico 
podrá superar su agonía. Y solo eso puede darle viabilidad y desarrollo 
integral a su pueblo.
        
Como
 solo la independencia boricua puede ofrecerle a Estados Unidos una 
forma honrosa de deshacerse de un problema que cada día es más enfadoso.
 Para ello, Washington
 tendrá que compartir los costos de una transición cuyos términos y 
plazos deberá negociar con el independentismo puertorriqueño. Nada 
inaudito: eso es tan factible en Puerto Rico como lo fue en Panamá, 
donde la espinosa cuestión del Canal interoceánico así
 se resolvió. Para esto, el primer paso es hacer conocer el caso como un
 problema general cuya trascendencia reclama solución, como Omar 
Torrijos lo hizo. Eso requiere que todos los independentistas y 
soberanistas, tanto en su Isla como en la vida política
 estadunidense, movilicen a las comunidades de origen boricua, 
esclarezcan a la opinión pública norteamericana y presionen al Congreso 
para dimensionar ese tema en su agenda.
        
Como
 asimismo toca que los latinoamericanos y caribeños hagamos lo que nos 
corresponde, porque ese también es nuestro problema. Puerto Rico es una 
muestra –territorialmente
 chica pero muy concentrada‑‑ de muchos problemas de matriz colonial o 
neocolonial que también actúan, de unas u otras maneras, entre los 
pliegues de la identidad, la cultura política y la capacidad de 
autodeterminación que los latinoamericanos compartimos.
 Para todos nosotros, es un reto acerca de nuestra propia condición 
neocolonial. Y en este sentido, espejo de nuestras propias flaquezas.
COLECTIVO PERÚ INTEGRAL
 17 de septiembre de 2019
 
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