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GEORGETTE DE VALLEJO 
 
 
  Hoy 39° Aniversario de su partida.
Hoy 39° Aniversario de su partida.Georgette Marie Philippart Travers (París 1908-Lima1984) escritora y poeta francesa, esposa
 de César Vallejo. Tras la muerte del poeta en 1938, conservó 
abnegadamente sus escritos, los salvó de una segura desaparición por los
 alemanes en París y luchó en su vida por difundirlos. Por ello, la obra
 de Vallejo es mundial y él es reconocido como “poeta universal”. **** 
GEORGETTE: LA VIUDA MÁS TRISTE DEL MUNDO ... Escribe: Guillermo 
Thorndike
Vivía en la 
rue Moliére y se llamaba Georgette, una francesa de cabellos castaños y 
hermosos ojos verdes. El lugar: París. Grisura, frío, palas de carbón, 
nieve pisoteada, viejas estufas de hierro en invierno. Una luz dorada, 
una aventura, una emoción dulce, un vago esplendor en el verano.
Ocurrió
 entre 1926 y 1927. Al otro lado de la calle, también en un cuarto de 
ese París de porteras que gritan y escaleras que no terminan nunca, ella
 descubría a veces la mirada profunda del peruano que había optado por 
el exilio y escribía febrilmente. Era alto, de frente ancha, nariz 
recta, altivo, silencioso. Se apellidaba Vallejo.
Así
 empezó todo: con miradas de una ventana a otra. Una historia de 
destierros, de cuartillas escritas a la sombra de un sauce en el 
cementerio de Monteparnasse, de amores en Moscú y Madrid y Berlín y 
también en los cuartos húmedos del número 19 de la rue Moliére, de 
pobreza y pensamientos bellos, de revoluciones socialistas, de jueves 
lluviosos y días viernes en los que uno se muere sin saber por qué, 
consumido por la fiebre, pero lleno aún de vida y de mensajes.
Lima,
 1966. Vallejo ya no es más el poeta que siente frío en algún duro 
infierno europeo. Es, aseguran muchos, el poeta del siglo. No ha muerto 
porque los jóvenes lo hacen suyo, lo comprenden, lo sienten como si 
estuviera aquí, hoy día, escribiendo de Pedro Rojas y su dedo grande.
Y
 en el sexto piso del edificio Marsano, sofocada por los humos de un 
chifa, rodeada de gatas flacas que encontró abandonas en las calles, 
Georgette consume sus días. Es una francesa delgada –sus ojos verdes, 
aún están llenos de belleza-, una extranjera en el Perú, una mujer que 
arrastra su pobreza con patética dignidad. La han humillado. Dicen que 
es una neurótica, una persona imposible, intratable, intolerante. Es una
 viuda y a veces las viudas son un estorbo. Aunque Georgette sea la 
viuda de César Vallejo.
LA IMAGEN REAL
Me
 recibió a las cuatro y media de la tarde de un día gris. Tres gatas 
flacas, hembras bastardas y parduscas y cariñosas, saltaron a mi regazo y
 se enroscaron en mis brazos. Estábamos en esos tres cuartos adornados 
con huacos, habitaciones pulcras, pero un poco lúgubres, donde Georgette
 ha vivido durante los tres últimos años.
Hablamos
 de los mercados, de lo que cuestan las lechugas, de la gente que 
abandona gatitos en las calles, de los dolores de espalda, de las 
fiestas en el chifa que duran hasta las tres de la mañana y no la dejan 
dormir. Después hablamos de Vallejo.
“Es
 horrible lo que hacen de Vallejo”, me dijo, arrastrando las erres, un 
español hablado con lejanos acentos de Bretaña. Jugó con sus anteojos, 
una de cuyas lunas estaba rota, y dijo: “Escriben lo que quieren de su 
vida, inventan cosas, hacen profesión de una pretendida amistad con 
Vallejo… ¡Eso no es serio!
Georgette abría las puertas a palabras guardadas quizás durante mucho tiempo. Salían en tropel.
“¡Oh,
 se ha dicho de todo! Han dicho que Vallejo fue borracho, narcómano, 
sifilítico, que andaba detrás de las zorras. Yo en mi vida lo vi beber. 
Era un hombre serio, disciplinado, que escribía mucho. Un hombre a quien
 conocí bien. Lo he visto vivir durante nueve años. Un borracho puede 
abstenerse de beber un mes, seis meses…Pero no nueve años. Por supuesto 
no conocí su cerebro, pero sí sus costumbres. Vallejo ni siquiera 
fumaba. Con medio vaso de vino ya estaba mareado.”.
“ESA RISITA DE LIMA”
Hubiera
 querido conocerlo. Escuchar su silencio, seguirlo hasta esos verdes y 
húmedos cementerios de París, ir con él hasta Montparnasse o Pére 
Lachaise, ver pasar a su lado a los hombres que llevan un pan al hombro y
 se sientan y se rascan y extraen un piojo de la axila y lo matan.
“Cómo era”, pregunté, “¿cómo se conocieron…era tierno, era duro?”.
Georgette suspiró.
“Escribía y pensaba”, me dijo. “De nosotros no hablábamos. Tácitamente habíamos renunciado a una felicidad propia, nuestra”.
Y cuando insistí me dijo: “Está tan lejos todo eso…”
Más
 tarde hablamos de su muerte. Murió en París, pero sin aguacero. No era 
jueves ni le pegaban. Murió un viernes de primavera francesa, un 
mediodía que olía a pasto nuevo, a tierra cálida, a promesas.
“No
 he hablado de este tema, sino una vez, con el Dr. Urquizo, un 
argentino, pero hoy sé, con seguridad, que Vallejo murió de paludismo, 
un paludismo que durmió quien sabe más de 25 años”, me dijo Georgette.
“Ocho
 días antes de que muriera lo vio el doctor Lemiére. Dijo: “Todos sus 
órganos están nuevos…Veo que este hombre se muere, pero no sé de qué”. 
Es a ciegas que lo curaron y a ciegas que lo mataron. Su agonía fue muy 
dura.
“Vallejo era peruano –le dije – ¿no le parece que podría estar enterrado en el Perú?”
Georgette esbozó una amarga sonrisa.
“¿Traerlo?
 ¿Para qué? Sería un motivo para que echasen discursos. No, yo creo que 
debe respetarse su destino, dejarlo reposar donde lo sorprendió la 
muerte, en cierto lugar, a una hora y un día. Vallejo murió en París 
porque no quiso quedarse en el Perú. Salió de aquí. Acepto que podría 
estar sepultado en Madrid. Allí vivió intensamente”.
Georgette movió la cabeza, con un gesto lleno de cansancio.
“Vallejo
 quería reposar en el cementerio de Montparnasse, pero cuando murió ya 
no había sitios disponibles. Le di la tumba de mi madre, en el 
cementerio de Mont Rouge, que queda a ocho cuadras del de Montparnasse”.
“Recuerdo
 que una vez le pregunté por qué no volvíamos al Perú. Yo tenía 
veintidós años. Era joven y quería viajar, conocer el mundo”, dijo 
Georgette.
“Vallejo
 se limitó a decir: “¿Sabes?… Esa risita de Lima. Eso fue todo. Ahora, 
quince años después de vivir en Lima, recién comprendo lo que quiso 
decirme. Y estoy plenamente de acuerdo con él”.
Georgette se encogió de hombros. “No quería regresar ni vivo ni muerto”, dijo.
FOTOS AL REVES
Georgette
 me impresionó por su seguridad en sí misma. Ella conoció a Vallejo. Fue
 su mujer, cocinó para él, lavó para él, guardó silencio mientras 
escribía, lo siguió a través del frío y las penurias, siguió sus huellas
 por la España republicana y, hacia el otro lado, por media Europa hasta
 Moscú. Georgette no acepta ahora que se proyecte una imagen distinta a 
la realidad. Vallejo fue un hombre profundo, también un marxista 
encendido, combativo, intranquilo. Se puede discrepar con sus ideas, 
pero no cambiarla. No se puede fabricar otro Vallejo.
Pero
 Georgette, a ratos se olvida de su lucha y desciende a los recuerdos 
domésticos. “Medía un metro setentidós, igual que mi madre”. Y luego: 
“No sé por qué lo pintan con una nariz ganchuda… la tenía recta, como un
 triángulo, carnosa en la punta… ¿lo ve en esta fotografía?”.
Le pedí que me diera algunas fotos de Vallejo. Pero Georgette tiene apenas unas cuantas reproducciones.
“Esta,
 en el Paseo de los Ingleses, ésta la tomé yo…”, me dijo riendo. Allí 
está Vallejo, taciturno, de negro frente al mar de Niza, vestido con 
chaleco, la mirada perdida en el horizonte.
“Antes
 de salir para Rusia compramos una máquina fotográfica pero nunca 
aprendí a manejarla. Jamás he podido aprender a manejar esas cosas. Tomé
 todas las fotos al revés y salieron oscuras como la noche. Esta es la 
única que salió bien. Vallejo tampoco sabía tomar fotos”.
Al cabo de unos minutos hablamos de las camisas de Vallejo.
Alguien
 escribió que Vallejo tenía sólo una camisa, que su esposa lavaba en las
 noches para que pidiera ponérsela a la mañana siguiente.
“Eso demuestra que no saben nada… escriben cualquier cosa de Vallejo, inventos, lo que se les ocurre”, me dijo.
“Le
 compré varias camisas, todas de seda, porque eran más baratas”, dijo 
Georgette, “solo una camisa de seda natural, podría, en aquel tiempo, 
durar hasta cinco años y más, si la lavaba en casa….con todas las 
camisas que tenía, Vallejo no hubiese necesitado otras hasta hoy, si 
hubiese vivido”.
INGRATITUD
Georgette
 tiene varios adversarios: la pobreza, los editores piratas (está en 
juicio con la Editorial Losada, entre otras), los escritores que 
fabrican biografías de César Vallejo.
Pienso,
 sin embargo, que lo peor de todo es la terrible ingratitud de los 
peruanos. De las mismas personas que elogian la obra de Vallejo. De los 
serios, solemnes funcionarios que gobiernan el mundo de los monumentos, 
los recuerdos oficiales, las placas de bronce, las sinecuras con olor a 
museo.
Recuerdo,
 hace dos años, haber bebido cerveza con un joven poeta norteamericano 
en uno de esos tabernáculos intelectuales de los Estados Unidos, donde 
entre otras cosas, se planeaba manifestaciones contra la guerra de 
Viet-Nam..
Jim
 Wright, el mejor poeta joven de los Estados Unidos, y a los 30 años uno
 de los más destacados maestros en la gigantesca Universidad de 
California, estaba, como de costumbre, muy borracho y muy triste. 
Hablaba de los negros golpeados en el Sur, de las oscuras torres de 
Minneapolis, del cemento y las grúas y los cerebros electrónicos. Miró 
por la ventana: llovía a cántaros.
Entonces me sorprendió recitando en correcto castellano: “Esta tarde llueve más que nunca… y no tengo ganas de vivir, corazón”.
Fue
 como si de pronto me hubiese comunicado toda su tristeza. Llovía mucho y
 era cierto, las gotas de lluvia parecían llevárselo todo consigo, hasta
 las ganas de vivir. Conversamos de Vallejo.
Ebrio
 e insatisfecho, candidato a suicida, un gran poeta por derecho propio, 
Jim Wright estaba traduciendo a Vallejo. Había aprendido español sólo 
para eso. Y con la misma admiración con la que muchos gerentes peruanos 
observan las fábricas de Detroit, me dijo: “¡Es un gran poeta…. cómo 
quisiera ir al Perú…. debe ser un gran país!”.
Ahora,
 luego de hablar con Georgette, quisiera buscarlo, decirle que no vale 
la pena venir al Perú, que la viuda de Vallejo sólo ha recibido aquí 
frialdad oficial, que le dan una pensión miserable disfrazada de 
contrato de edición, que ella debe vivir con dos mil setecientos 
cuarenta soles mensuales.
Menos que la viuda de un Director de Ministerio.
Cien dólares mensuales, o ciento setenta rublos.
Setecientos kilos de papas a precio oficial.
Ciento ochenta cajetillas de cigarrillos Chesterfield.
Quisiera
 contarle cómo la viuda de Vallejo, la mujer del poeta, la francesa de 
bellos ojos verdes que compartió sus miserias y sus sueños y sus fríos, 
debe combatir con cartas y recursos legales a quienes la despojan de sus
 derechos sobre la obra de Vallejo, nada más que un diez por ciento.
Quisiera contarle todo esto y explicarle por qué Vallejo está mejor allá, lejos, en el helado suelo de París.
Dejé
 a Georgette con sus tres gatas flacas, en ese inmenso edificio blanco 
que iba a ser un gran hotel y que hoy alberga a una muchedumbre de 
personas que han llegado al final de todos sus proyectos.
Me
 fui recordando sus palabras: “Ya no quiero nada, me da lo mismo. Uno 
puede perder la vida por algo que vale la pena. Eso es la obra de 
Vallejo, lo que escribió, su recuerdo. Pero no puedo pelear siempre por 
un diez por ciento. Me da los mismo”.
Y
 luego: “No puedo comprar ni un libro… la viuda de Vallejo no puede ir 
siquiera al Ballet de Leningrado porque no tiene dinero. Y la verdad es 
que ya me da lo mismo”.
Y
 después: “Vallejo ha muerto. Queda el cadáver y el dinero. No les 
interesa el mensaje. Les basta con reproducir los Poemas Humanos, sin 
permiso, porque es un buen negocio….Ya no quiero nada… me da lo mismo”.
Se
 quedó con sus gatas flacas en esos tres cuartos oscuros, pensando 
quizás en los chinos opulentos y oblicuos que habían prendido los 
fogones del chifa a las seis de la tarde; consumiéndose, muriendo de a 
pocos, sin más testigos que los días jueves y los huesos húmeros, la 
soledad, la lluvia, los caminos…
NOTA:
 Esta entrevista fue publicada en el Diario Correo, el domingo 18 de 
setiembre de 1966. Con autorización de la familia de Guillermo Thorndike
 para su reproducción.
Con
 

 
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