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"Los
 hombres como mi padre no mueren. Siguen dentro de mí, tan reales en mi 
memoria, como lo fueron en vida, cariñosos y amados para siempre. ¡Qué 
verde era entonces mi valle!".
¡QUE VERDE ERA MI VALLE! : La encarnación de la nostalgia
Abraham Villa Figueroa
Mayo,18,2020
El comienzo
 es la prefiguración de un abandono. Mientras las manos de Huw Morgan 
disponen sus objetos personales dentro de una manta que le servirá para 
llevárselos consigo cuando deje la pequeña población donde nació y 
creció, su voz nos explica que su valle ha muerto, pues todo el verdor 
ha sido consumido por la oscuridad del carbón, sus amigos han 
desaparecido y la belleza de lo que amó solo existe en el recuerdo. El 
encuadre se mueve a la ventana, desde donde se ve a unas ancianas 
caminar por la calle de tierra. Otra mujer vieja espera en la puerta de 
una casa y mira el cielo como si en él pudiera leer toda su esperanza. 
La pequeña comunidad tiene una disposición espacial compacta: hay una 
calle principal que desciende de la colina en cuya cima la mina alza sus
 estructuras de madera y metal; a la izquierda de la calle, varias casas
 sencillas se escalonan con orden. Huw insiste en que la realidad de su 
pueblo es otra. No la que vemos, sino la que le ofrece la memoria. Su 
deseo es devolver a las casas, al sendero, a las cercas y a las paredes 
de piedra desigual un espíritu ajeno al de la decadencia del ahora, lo 
cual se asume ya desde el principio como un fracaso. El mundo se 
descompone inevitablemente y tarde o temprano llegaremos al punto desde 
donde Huw habla y distiende su abandono. La pasión que alimenta su 
recuerdo nace de una contemplación del paisaje humano que constata un 
exceso en la materialidad misma de los edificios de la comunidad, cuya 
permanencia los condena a durar más que los individuos que les dieron 
vida: hay pasiones que marcan las paredes, hay palabras que todavía se 
escuchan en el rechinar de la madera. Es imposible ver las almas de los 
muertos en las casas donde su existencia tuvo lugar y no añorar otro 
tiempo, a la vez que se confirma la distancia que nos aleja de este en 
la cualidad envejecida de los edificios.
¡Qué
 verde era mi valle! (How Green Was My Valley, John Ford, 1941) condensa
 la nostalgia en el lugar donde la vida discurre. La cualidad espacial 
de lo habitado ordena un pequeño mapa de sentimientos, conflictos y 
deseos A diferencia de las grandes ciudades, donde hasta el edificio más
 capaz de contener y ordenar la vida de cientos de personas tiene una 
cualidad impersonal, la aldea de Ford es una síntesis vertical de la 
vida de los mineros. Más que una organización, es un organismo, y su 
aliento demarca una geografía emocional que se dispersa hasta 
desgarrarse. La historia de una familia y una comunidad que no pueden 
conservarse a sí mismas señala un trasfondo económico de decadencia, 
pero también, por la manera en que enfatiza la cualidad emocional de la 
materia habitada por el ser humano, asume la fatalidad como destino de 
lo concreto, cuya duración se nutre de su inherente desgaste y de su 
eventual insignificancia. Su única redención es el espíritu, cuya máxima
 expresión es un fervor subjetivo que añora otro mundo, quizá sin razón,
 pero con fe, la cual es suficiente para que algo tenga origen. Ahí está
 Huw pidiendo con toda su alma que la realidad más real sea la de su 
niñez, cuando su valle era todavía verdor.
La
 caracterización de los espacios es inseparable de los personajes. Sus 
dramas discurren en un escenario que transmuta su presencia en cada 
nuevo episodio que acoge. Sin embargo, no hay desdoblamiento espacial 
debido a que Ford no varía mucho las perspectivas de los lugares 
filmados. Las escaleras que descienden de la iglesia al camino principal
 aparecen siempre desde ángulos familiares y los diversos sucesos que 
acontecen en ellas dan cuenta de una plasticidad social y emocional que 
nace de esta univocidad material. El lugar no se fragmenta. Persevera en
 su rigor inmóvil para desbordar otros ámbitos. La piedra reposa en su 
serena indiferencia y las palabras, las miradas y el canto se apoderan 
de su geometría. A pesar de la claridad espacial y lógica de sus planos,
 Ford nunca es frío ni distante. Acomete la naturalidad del espacio con 
la facilidad de quien sabe descubrir la armonía simple de un ser que 
forma parte de algo que lo trasciende a la vez que permanece concreto en
 su presencia.
Así
 sucede con las escaleras mencionadas, que aparecen por vez primera 
cuando Huw, de niño, va a la tienda después de que su padre le da una 
moneda. Para llegar a la tienda, pasa frente a las escaleras en el 
momento en que suenan las campanas de la iglesia. Huw se quita la gorra y
 rinde sus respetos. Compra dulces en la tienda y de regreso ve por 
primera vez a Bronwyn, la prometida de su hermano mayor, Ivor, bajando 
por las escaleras. El muchacho se detiene, embelesado, se quita la gorra
 y la contempla. Ella apenas lo nota, continúa su camino, sale de cuadro
 y Huw la ve alejarse. El plano registra su sorpresa de pies a cabeza, 
mientras a su lado se alzan las escaleras, ocupando buena parte del 
encuadre. En su callada enormidad, indiferente a las pasiones infantiles
 de un niño enamorado, las escaleras dejan sentir un peso etéreo y 
denso, casi imposible de describir con palabras, menos aún con la 
indulgente narración con la que el Huw adulto describe la inocencia con 
que lo cautivó la belleza de Bronwyn. Y, sin embargo, habla: su voz es 
una plegaria que busca revivir el pasado por medio de la palabra. Pero 
Ford abre otra realidad, aquella simple y cotidiana que es la presencia 
de unas escaleras y que cifra el momento exacto que vale la pena volver a
 actualizar en la memoria. La ironía trágica consiste en que las 
palabras de Huw, la narración en off, nunca podrá dirigirse a la 
materialidad que nutre a las personas de su pasado, quienes son el 
objeto de su inquisición. Esto no se debe a que la materia sea incapaz 
de formar un lenguaje que produzca sentido, sino que sus signos son 
indistinguibles de su presencia concreta y solo a ella remiten. El 
solipsismo consecuente se evade por medio de la indistinción que hace 
Ford entre el espacio y el drama de los personajes, quienes, además, son
 menos dialógicos que existenciales: no son piezas cuya agónica 
oposición va descubriendo el meollo del problema, sino que su mera 
presencia individual es conflictiva porque el mundo que habitan se les 
opone, los estimula, provoca su padecimiento o exalta su deseo. Su 
expresividad nace de ahí: la interioridad es siempre la exteriorización 
de su contacto con un mundo que nunca les cede un dominio completo al no
 servirles de fondo inerte. Hay una contradicción dinámica entre el 
espacio y el personaje que, en lugar de oponerlos, los funde y coloca el
 conflicto en el seno mismo de cada uno. Mientras los personajes hablan,
 miran y se mueven, los espacios perseveran en sí mismos, y dicho 
silencio es más elocuente que cualquier simbolismo. Su presencia es ser,
 su lenguaje es tiempo (el cual no necesariamente es duración).
Después
 de que Bronwyn llega a casa de Huw y se presenta con la familia, 
asistimos a su boda, oficiada por el recién llegado pastor Gruffydd, 
cuya mirada desde el púlpito se cruza con la de Angharad Morgan, quien 
no le quita los ojos de encima. Él, aunque maravillado, no la mira con 
igual certeza. Cuando los novios y la familia bajan por las escaleras en
 dirección a su casa, el pastor arroja un ingente puñado de arroz a la 
espalda de Angharad, quien se da la vuelta, molesta. El pastor ríe y 
ella, al percatarse de que es él, le devuelve una risa satisfecha. Las 
escaleras, que no tienen una presencia visual tan poderosa como en el 
plano de Huw y Bronwyn, se sienten en la inclinación del ángulo del 
cuadro y en la verticalidad del movimiento. Además, en sus bordes, los 
mineros se unen de las manos y cantan mientras dejan que pasen los 
protagonistas de la celebración frente a ellos. Las escaleras, además de
 guardar el peso del amor de Huw, ahora son el escenario que dispone un 
orden comunal de festejo y la antesala de otro amor, menos inocente y 
más profundo, conformado por dos personajes cuya distancia (él, arriba 
de las escaleras, cerca de la iglesia; ella, abajo, cerca de la familia y
 el matrimonio) es desde el comienzo insalvable.
¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley), John Ford, 1941.
Varias
 escenas después, las escaleras serán el escenario donde los mineros se 
reúnen a ensayar el canto que interpretarán frente a la reina Isabel. La
 noche es sombría y la música celebratoria contrasta con la realidad 
miserable de los mineros, quienes deben migrar de su tierra y alejarse 
de su familia porque sus salarios son bajos y hay insuficientes puestos 
laborales. Al mismo tiempo que el coro formado en las escaleras alza su 
voz al cielo oscuro, por el fondo, dos hijos de la familia Morgan 
emprenden su viaje a América habiendo sido despedidos de la mina. Las 
contradicciones se suman, el tiempo pasa, las familias mutan y las 
escaleras siguen ahí, testigas de los pesares y sosteniendo la 
manifestación más espiritual con su inmutable indiferencia. Al final, 
cuando todo ha sucedido y el cambio es absoluto, Huw revive los espacios
 de su comunidad y las escaleras vuelven a aparecer, repitiendo la 
escena del joven Huw y Bronwyn. Esta repetición actualiza la imagen del 
pasado a la vez que evoca el futuro desde donde se recuerda. Pasado, 
presente y futuro se funden en la presencia del mundo y sus personajes 
en la imagen. El lenguaje sentimental que comunica todo el peso de la 
nostalgia no es solo la narración del Huw adulto, sino principalmente 
los planos que abren la presencia material de los edificios a una 
permanencia viva, cuyas vibraciones riman con el espíritu humano a la 
vez que este tiembla ante el mutismo de la materia y constata que solo 
en ella puede encontrar el punto de partida necesario para alcanzar la 
redención de lo valioso de sí. La lucha de Ford es la del alma que busca
 su salvación en el cielo sin reducir la materia a una mera negatividad o
 ausencia. La trascendencia y la reconciliación nunca reniegan de las 
potencias materiales del tiempo, por ello, su sino es trágico. Esta 
paradoja constituye una forma de amor que responde antes a la presencia 
que a la pasión, el placer o el deseo.
Las
 miradas, ese vector por excelencia en el cine, son en ¡Qué verde era mi
 valle! una afirmación más que un reto, una ligazón más que una 
distancia. No atacan ni se defienden: contemplan la presencia y la 
asumen. Hay una impotencia brutal y un desprendimiento libre en todas 
ellas. Al dejarse maravillar por lo que tienen delante antes que 
constituirse como signo de una dirección, las miradas de los personajes 
revelan su ser como un cúmulo de soledad: para deleitarse y dejarse 
afectar por la presencia del mundo, antes hay que guardar una 
separación, la cual, una vez establecida, quizá no pueda salvarse nunca.
La
 mirada más notoria es la del propio Huw, quien posee un par de ojos 
enormes, siempre absortos y cuya fijeza reafirma que va descubriendo el 
mundo. En los momentos más intensos, abre la boca sin ser consciente de 
ello (gesto que su madre en algún momento le reprende). Su presencia es 
tangencial, pues muchas veces mira algo que no le corresponde, de manera
 que no lo miran de vuelta. Así sucede cuando mira a Agharad mirar al 
pastor en la boda de su hermano o en un momento fundamental: cuando va 
con Gruffyd a dar un paseo en el campo y él lo ayuda a recuperar la 
movilidad de sus piernas paralizadas debido a un accidente. Después de 
que Huw logra dar unos pasos por sí mismo, ambos se sientan a la sombra 
de un árbol y el pastor le dice que ha sido afortunado por pasar tanto 
tiempo en cama, pues ello ha sido una oportunidad de fortalecer su 
espíritu. Cuando Huw le pregunta cómo se puede mantener la pureza del 
espíritu, Gruffyd deja de mirarlo y, con la vista fija en lo alto, le 
responde: «Rezando, Huw. Y por rezar no entiendo gritos, tartamudeos o 
revolcarse como cerdo en el sentimiento religioso. Rezar es otro nombre 
para referirse al pensamiento bueno, directo y claro. Cuando reces, 
piensa. Piensa bien en lo que dices. Convierte tus pensamientos en 
cuerpos sólidos de manera que tu rezo sea fuerte y que esa fuerza se 
haga tuya: de tu cuerpo, de tu mente y de tu espíritu». Huw lo mira con 
fascinación absoluta. Las palabras del pastor, que resumen buena parte 
del sentimiento con el que el Huw adulto revive con la memoria y la voz 
el espíritu de su infancia, y que además colapsan el conflicto entre la 
materia que se espiritualiza y el espíritu que adquiere la solidez de lo
 concreto, estas palabras, cuya actitud resume el misterio de la 
encarnación de lo divino y ofrece una justa dignificación de la 
importancia de no desgarrar absolutamente los cuerpos que caminan sobre 
la tierra y las almas que añoran el cielo, estas palabras, que Gruffyd 
pronuncia con la cadencia interiorizada del predicador y con la gravedad
 de la compasión sincera e idealista, estas palabras no miran de vuelta a
 Huw, pues quien las pronuncia contempla lo etéreo para darles la 
solidez que de ellas demanda. ¿Qué mira el pastor Gruffyd cuando lo dice
 todo? Algo que no vemos o que, en todo caso, no se puede mostrar. Su 
mirada es la de quien contempla lo que hay detrás de las cosas, lo que 
permanece fuera de campo: una eterna fuga hacia lo invisible. Siempre 
vuelve para dar el consejo acertado y resolver el dilema planteado, pero
 su corazón y su ser están en otra parte.
Después
 de asistir a la fiesta de despedida de los hermanos Morgan, quienes 
deciden viajar a América, el pastor fuma una pipa en la cocina y 
contempla el infinito por la ventana, inundada de luz, cuando entra 
Angharad y llama su atención. Ella le agradece por haber ayudado a 
resolver unos conflictos familiares y se dispone a continuar su trabajo 
doméstico. Él ofrece su ayuda y coloca algo en la estufa. Angharad ve 
que se ha manchado las manos de carbón y lo lamenta. Las acaricia y 
siente la piel rugosa de las palmas. Ambos se miran. Ella rompe el lazo 
cuando va a buscar jabón al lavabo. Vuelven a mirarse cuando ella 
regresa frente a él. El pastor pronuncia un desliz y da a entender que 
corresponde los sentimientos de Angharad, cuyo amor no puede ser más 
evidente. Ella parece no creerlo, su mirada y su voz desean una 
declaración más explícita. Gruffyd coloca las manos en sus hombros y se 
disculpa diciendo que no tiene derecho a hablarle de esa manera. Su 
mirada, que hasta este momento caía tranquilamente sobre Angharad y sus 
movimientos, se dirige hacia la puerta. Entonces sale de la cocina y, 
antes de desaparecer por el patio, ella, que lo ha seguido, le dice: «Si
 mío es el derecho de darlo, usted lo tiene». Gruffyd, realmente 
confundido, no por el sentido de las palabras, sino por su efecto, 
recibe la frase con pasmo, gira a la izquierda y se aleja en esa 
dirección rápidamente. Angharad cierra la puerta y por un instante mira 
de un lado a otro. Luego corre a la ventana pequeña que está encima del 
lavabo y por ella contempla, suponemos, a Gruffyd alejándose.
En
 esta escena, la mirada del pastor se debate entre Angharad y ese 
horizonte invisible que le extravía la mirada y cuyo objeto queda fuera 
de campo. El segundo le da la serenidad suficiente para ver a Angharad 
claramente, despacio y con una naturalidad que el embeleso de ella 
distiende en momentos de concentrada intensidad y otros de alejamiento. 
Mientras que la mirada de Gruffyd reposa serena en la presencia entera 
de Angharad, esta parece que lo palpa con los ojos, que lo recorre por 
partes: primero el rostro, luego las manos, luego la espalda. Su mirada 
busca mientras la de él encuentra. Y, en su interacción, los papeles se 
invierten. Al verla claramente, Gruffyd se percata del desdoblamiento de
 su deseo: no puede mirar a la vez a Angharad y a su horizonte 
imposible. Su interior pierde transparencia y fuerza. Cuando ella 
encuentra lo que busca (una expresión de que su sentir es 
correspondido), su mirada adquiere la claridad que la de Gruffyd perdió.
 Este contrapunto ofrece una danza bellísima y augura su imposible 
reconciliación: mientras que él se debate entre dos realidades 
distintas, lo espiritual y lo cotidiano no son una contradicción para 
Angharad. Gruffyd antepone el amor por el ideal a la satisfacción de los
 deseos terrenales. De ahí nace la fuerza de su fidelidad moral y la 
fatalidad última de su prédica. Las palabras de sabiduría que la fe le 
permite formular son de una justicia irrefutable a la vez que precipitan
 otro tipo de miseria: no la del cuerpo, sino la del espíritu.
¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley), John Ford, 1941.
Una
 tarde, la casa de los Morgan recibe la visita del dueño de la mina, el 
señor Evans, quien pide al padre de Huw, Gwilym, el permiso para que su 
hijo Iestyn corteje a Angharad. El padre accede. La madre, Beth, está 
encantada. Los hermanos se muestran menos entusiastas: han luchado 
contra el señor Evans para que mejoren las condiciones laborales. 
Angharad, por su parte, padece la ocasión: desde la ventana de su 
habitación contempla a Gruffyd pasar por la calle. Cuando, por la noche,
 el pastor regresa a su casa, encuentra a Angharad sentada en el hogar. 
Esta le pregunta por qué su actitud hacia ella es distinta. Ahora 
Angharad puede concentrar su mirada fijamente en él sin ser dura ni 
ansiosa. Él, en cambio, ya no la mira con tranquilidad: no contesta, 
rompe la mutua contemplación y, derrotado, fija sus ojos en el suelo, 
pierde su horizonte. Le dice que sabe que Iestyn la corteja y no quiere 
interponerse, pues reconoce en él a un gran prospecto matrimonial. 
Angharad responde que no quiere a Iestyn sino a él e, indignada, va 
hacia la puerta. Gruffyd la detiene y le dice, habiendo recuperado su 
imposible horizonte, que cuando adoptó la vida pastoral se comprometió a
 sacrificarlo todo por seguirla. Angharad mira el suelo mientras escucha
 estas palabras. Se vuelven a contemplar mutuamente cuando Gruffyd dice 
que no soportaría verla sobrellevar las penurias materiales que su 
vocación exige. Entonces el ímpetu del pastor se recupera, pero, bajo su
 renovada serenidad, se asoma la amargura, mientras que la mirada de 
ella se fractura por completo. Recorre su rostro de un lado a otro con 
las pupilas, sus labios tiemblan. Su mirada es la de quien se regocija 
en lo visto y desespera porque comprende que la visión no es suficiente 
para asir el objeto de su amor, pues este no la ve como ella a él. La 
mirada de Gruffyd penetra las superficies y desentierra la luz desde el 
fondo de los cuerpos: trasplanta los rayos del sol a las presencias 
humanas para convertirlas en fantasmas del deber que su misión sagrada 
constituye. Aunque la melancolía que sus ojos rezuman desmiente la 
pureza de su compromiso. Entre un impulso y otro, asume el hieratismo: 
cuando Angharad lo besa, sellando su renuncia a la libertad de asumir su
 amor por elección y no por designio, su cuerpo está rígido. La mano, 
sin embargo, se rebela, acaricia la de Angharad, quien abre la puerta, 
acongojada, y se retira. Las manos se toman con la naturalidad que sus 
cuerpos repelen y que sus rostros lamentan. Sus presencias son un 
amasijo de contradicciones que intentan permanecer fieles a la 
intensidad de ser aquello que sus miradas depuran: en el caso de 
Angharad, la ansiedad de palpar lo real y descubrir en ello el gozo y la
 belleza, en el caso de Gruffyd, la fidelidad a una idea del bien que 
guía lo real hacia su fin espiritual e invisible.
Angharad
 se casa con Iestyn, un tipejo burgués cuya indolencia, levedad, 
indiferencia y altivez se constituyen en una mirada complaciente y 
grosera, que filtra lo que no le resulta conveniente y se contenta con 
lo previsible. Para entonces, Angharad transmuta la suya completamente: 
en vez de esa curiosidad casi volátil, ahora su mirada se ha extraviado y
 permanece distante o, cuando se concentra en lo que tiene delante de 
sí, impostada y contenida, un poco confusa. Su destino se consume en el 
aislamiento de la grande y elegante casa de su marido, donde la etiqueta
 ahoga su vitalidad.
En
 los personajes de Gruffyd y Angharad se despliega el destino cruel de 
quienes, hechos de distintos influjos, pueden verse y enamorarse. Su 
soledad es eterna porque la posibilidad de su coincidencia siempre se 
desplaza. Una mirada pregunta. La otra responde en otro idioma. 
Encerradas en las contradicciones propias, contemplan la absoluta 
realidad del otro y saben que nunca se corresponderán adecuadamente 
porque es una promesa de afinidad imposible, su mutua contemplación es 
un silencio absoluto en cuyo seno sobran las palabras: la prédica de sí 
mismos cede a la presencia del amado. El rezo se interrumpe cuando lo 
sensible encarna el milagro. Solo cuando ambos se ven y callan, 
constituyen lo que son. Y eso no sucede sino hasta la última vez que se 
miran, en la antesala de la tragedia, antes de la muerte definitiva del 
hogar de Huw, cuando Gruffyd está por descender al infierno.
La
 manera en que el idealismo del pastor es relativizado por el amor 
imposible con Angharad y convertido a la vez en un absoluto por el 
fervor con el cual Huw dota a la palabra de una presencia sólida cuando 
revive su infancia remarca una ambivalencia profunda en la dialéctica 
entre la presencia de lo material y el llamado de lo espiritual. Estas 
contradicciones producen menos oposición que matices. El interés de Ford
 es encontrar todos esos instantes, gestos y movimientos aislados que 
dan lugar a la vida de un ser en el mundo y que constituyen su destino 
inalienable. Al conservar todas sus contradicciones sin anularse, los 
personajes de Ford guardan su soledad para enfrentarse al destino triste
 de asumir lo que son incluso cuando el mundo se les opone o les es 
ajeno. Serán derrotados, pero habrán vivido. Desaparecerán, pero los 
escenarios de su pasión evocaran su destino trágico y dispondrán, para 
quien sepa leer en ellos, un relevo más puro de su presencia, donde el 
consuelo de la memoria sabrá ahogar sus penas.
Eso
 sucede a Beth, la madre de la familia Morgan, cuando Huw traza en un 
mapa una figura cuyas puntas son los sitios a donde han emigrado todos 
los hijos mayores de la familia: Canadá, Sudáfrica, Estados Unidos, 
Nueva Zelanda, y le dice a su madre que ella es como una estrella que 
los alcanza con su luz desde su casa en Gales, atravesando mares y 
continentes. Beth le responde: «¿Qué tan lejos puedo resplandecer si 
todo cabe en un pequeño pedazo de papel?». Asumiendo que no entiende lo 
que es un mapa, Gwilym le dice que lo que ve es una imagen del mundo 
donde se muestra la locación de sus hijos. Beth alega: «Yo sé dónde 
están sin recurrir a viejos mapas o trazos o figuras o lápices. Están en
 la casa». La distancia abstracta de la representación visual se 
derrumba frente al peso de los objetos: la mesa donde transcurrían las 
comidas familiares, la silla donde el padre les leyó la Biblia antes de 
partir, los tarros que llenaban de cerveza en las celebraciones.
¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley), John Ford, 1941.
La
 casa de los Morgan es una dimensión propia, casi independiente del 
resto de la comunidad. Sus ventanas no delinean retratos del pueblo. Por
 ellas se cuela una luz que proyecta laberintos de sombras en todas 
direcciones. Su iluminación es prodigiosa: la oscuridad de algunos 
rincones convive con superficies relumbrantes y, entre ambos polos, un 
abanico de figuras abstrae los contornos de las cosas y multiplica el 
decorado. La luz que entra por puertas y ventanas proviene de todas 
direcciones: igual están iluminadas las ventanas del lado izquierdo de 
la casa que las del derecho o las del fondo, como si el sol brillara a 
la vez en oriente y en poniente; por la puerta de la cocina, en la 
escena donde Gruffydd y Angharad se insinúan sus sentimientos, la luz 
forma un polígono de claridad en el suelo (según sería lo natural 
proviniendo la luz del ángulo donde suele estar el sol cuando su 
intensidad es así de elevada) y en el techo de forma simétrica (lo cual 
es imposible con luz natural). Cuando Bronwyn se reúne con Ivor antes 
del casamiento, en la sala, la luz que entra por la ventana detrás de 
ellos proyecta en el techo las sombras de un matorral que se le 
interpone. Más adelante, los hijos discuten con su padre porque ellos 
quieren formar un sindicato para defender sus derechos, lo cual a él le 
parece una idea socialista detestable. Los hijos deciden mudarse 
temporalmente de la casa y se van. Quedan sentados a la mesa únicamente 
Huw y su padre. Llueve. A la izquierda de Huw hay una ventana por donde 
caen las gotas de agua. La luz, a diferencia de lo que se esperaría en 
una día de lluvia, no amilana. Al contrario, brilla con la fuerza 
suficiente para proyectar las sombras del agua en la pared.
La
 omnipresencia de los haces roza lo sublime: no responde a los designios
 de la naturaleza, sino a la expresión de la luz de lo sagrado 
adentrándose en los enseres domésticos inertes y en la densidad inmóvil 
de las habitaciones para animar la vacuidad de su aire con formas y 
emanaciones fantasmales. La casa de los Morgan es una manifestación de 
la encarnación que remite a una espiritualidad cuya energía pesa más que
 la ausencia física de los seres queridos. Ellos reviven en ella. Nada 
permanece muerto. No hay objetos planos, líneas domeñadas ni 
homogeneidad en las superficies o en las texturas. Todo palpita en la 
conflagración de sombras superpuestas y fulgores repentinos. La casa es 
el corazón de la película: situada entre la mina y la iglesia, justo 
donde la calle principal del pueblo da vuelta y desciende, frente a la 
explanada que aglomera a los mineros en los eventos comunales, su 
ubicación es central y su temple constituye el medio propicio donde los 
personajes trazan el signo de su presencia con sus pasos, sus rostros y 
sus cuerpos.
Hay
 lugares inhóspitos, como la casa de la familia Evans, infernales, como 
el interior de la mina, amenazantes, como la escuela. Su confección es 
mucho más natural y correcta. Su aire típico tiene un dejo siniestro. 
Son lugares más bien impersonales que no acogen a sus ocupantes. En 
ellos, la mirada se pierde o se pervierte. En su primer día de clases, 
Huw llega tarde y, cuando entra al salón, todos lo siguen fijamente 
mientras el profesor se burla de él y lo amenaza. Los pasos de Huw 
sienten el peso de las miradas y sus pupilas brillan con desconcierto. 
Se debate entre el azoro y el miedo. El sadismo del profesor se refleja 
en las punzantes oleadas con las que su mirada acompaña cada burla que 
hace a Huw y uno de los alumnos, que lo golpeará a la salida, también 
escupe un par de miradas salvajes. La transformación de Angharad se hace
 patente con cabalidad cuando, después de regresar de Sudáfrica, a donde
 viajó con su esposo, Huw la visita. Ahí su mirada ya no es la que 
palpaba con asombro y certeza sino la de quien intenta sujetar lo que 
tiene delante para, cuando pone las manos sobre ello, verlo convertirse 
en humo. Pero la mina es donde la visión encuentra su final más 
doloroso. Una tarde, suena un silbato desde lo alto de una de las torres
 de la mina, señal de que hubo algún percance. Los mineros se agolpan en
 las inmediaciones del elevador, que sube con los sobrevivientes. Las 
mujeres ascienden desde el pueblo para asegurarse de que sus hijos y 
esposos están bien. El pastor se abre paso entre la multitud y llega a 
la entrada del elevador justo antes de que llegue el vagón donde Gwilym 
abraza el cadáver de su hijo Ivor, fallecido en el accidente. El pastor 
se inclina sobre ellos. Gwilym mira hacia ningún lugar, sobrecogido por 
el pesar, pero aferrado a su templanza. Con una mano, cubre los ojos y 
la frente de Ivor, con la otra lo abraza. Gruffyd pone su mano sobre la 
suya para servir de consuelo y lo mira. Gwilym le devuelve la mirada con
 una actitud que, en un instante, concentra un abismal hundimiento en la
 tristeza y un atisbo de esperanza, luego resignación. Ninguna mirada, 
ni la del pastor, le devolverá la de su hijo, guardada bajo su mano como
 si no quisiera que escapase.
La
 película de Ford ancla la visión en cada escenario. Sus personajes ven 
el mundo para ser vistos y dejarse afectar por la presencia de los otros
 y del entorno o incluso por otras partes de sí mismos: su postura, sus 
manos, sus bocas. El magnetismo de sus imágenes nace de esta 
exterioridad. La gran flexibilidad de sus mutaciones responde a esta 
animación conjunta de la totalidad del plano. Debido a que las 
diferencias de los elementos no quiebran la armonía del conjunto ni 
viceversa, el tono vira con suma facilidad y pasa del duelo a la alegría
 en una serie de ciclos impredecibles. Al comienzo, el drama se dirige 
al aspecto económico y político del conflicto entre los mineros y su 
patrón. De pronto, después del accidente de Huw, se abre una dimensión 
más bien íntima y emocional de la pena. Luego viene el regocijo de su 
recuperación. En un instante, cuando el resto del pueblo visita la casa 
de los Morgan y los hijos regresan a vivir a ella a pesar de las 
desavenencias con el padre, Beth pasa de la congoja al festejo en un 
parpadeo. El relato es un ciclo de variaciones anímicas que, al igual 
que sucede con las escaleras de la iglesia, pero en un grado más amplio,
 acumulan sentimiento en cada escenario y lo asocian con los dramas 
individuales de cada personaje que pasa por ellos.
El
 pueblo minero es un alma, la de Huw que recuerda. Al hacerlo, aunque 
dude de la eternidad del objeto de su amor, cuya presencia la deslava el
 tiempo, encuentra lo que busca: un escenario hecho a la medida de su 
espíritu. Al final, después de la muerte de Gwilym en otro accidente 
dentro de la mina, Huw recuerda escenas cotidianas de su pasado, que son
 momentos anteriores de la película que se repiten: una comida familiar,
 Bronwyn bajando las escaleras, Huw paseando con Gruffydd por el campo, 
Angharad saludándolos. Pero los dos últimos planos son momentos y 
lugares que no habían aparecido, que no son parte de su pasado y cuyo 
desprendimiento del tiempo, sin embargo, no es decididamente fantástico.
 Huw, de niño, camina junto a su padre. A su lado hay una cerca de 
piedra y un árbol sacudido por el viento. El cielo, hasta ahora tan 
lejano, por primera vez se siente próximo. De pronto, frente a ellos, en
 contracampo, atravesando un pastizal, todos los hermanos Morgan se 
dirigen hacia ellos. Se reconocen. Huw y Gwilym van a su encuentro y la 
película acaba. No los vemos alcanzarse. Hay una reconciliación 
aparentemente sustraída pero innecesaria. La música y el fervor idílico 
de los escenarios en estos planos dan a entender que, a pesar de los 
conflictos y las separaciones, el espíritu de los Morgan se conservará 
íntegro, quizá no en el tiempo concreto y decadente, pero sí en otro más
 puro: la imagen vital y devocional que Huw solidifica con su fervor. 
Que Ford no muestre en el plano final una reunión que desmienta la 
desintegración es a la vez un signo de pesimismo y de sensatez. 
Mostrarlo hubiera sido someter el deseo a la imaginación. Al no hacerlo,
 lo real, aquello frágil que muere, adquiere el valor que su propia 
transitoriedad implica. Cada momento en que los Morgan y la comunidad 
minera lograron sobrellevar las penurias de la vida potencia su 
presencia concreta y alimenta el encanto con el que Huw recuerda su 
infancia, edén perdido, patria que ya solo a él le pertenece y en cuya 
soledad interior revive un mundo.
Al
 final, Ford deja sus contradicciones intactas: la materia potencia al 
espíritu, pero no se le somete. El espíritu anima la materia, pero no la
 hace eterna. La subjetividad se nutre de su idealismo y en él contempla
 su destino finito, reviviendo las pasiones cuya mortalidad las hace 
intensas. Las contradicciones se intensifican a sí mismas y marcan un 
escenario con el signo de una mirada irrefutable. Nada fundamental ha 
cambiado, el mundo sigue, las miradas se pierden y se encuentran en 
abrazos confundidos y despedidas silenciosas. Vemos un lugar, un camino,
 individuos que llegan y se van. Y, entre la entrada y la salida, cuando
 una presencia heroica anima el paisaje con el designio trágico de 
recuperar lo que ya está perdido de antemano o de cometer su propio 
sacrificio, el cine encarna los misterios del espíritu.
 
 
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