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Pandemia Bursátil: ¿acierto o error?
N0 ES LA CRISIS DEL VIRUS,
ES LA CRISIS DEL CAPITAL
Por Barbaria
09.MAY.20 | Posta Porteña 2110
Con
 más de un tercio de la población mundial en confinamiento y buena parte
 de la producción y circulación de mercancías detenida a nivel mundial, 
nos situamos en un contexto que
 pareciera completamente nuevo. Sin embargo, sería imposible tratar de 
explicar la situación actual sin comprender la crisis irresoluble en la 
que se encuentra el sistema capitalista. Crisis tras crisis este sistema
 ha dado salidas inmediatistas a los obstáculos
 a los que se ha ido enfrentando. Estas salidas van acumulando una serie
 de contradicciones en el seno del capitalismo que antes o después 
saltarán por los aires. Es imprescindible acercarnos al análisis del 
contexto actual desde una perspectiva que sitúe la
 crisis del coronavirus como otro hito histórico más que se amontona a 
todas las cuentas pendientes que se han ido dejando por el camino.
Barbaria 8 mayo, 2020
La fragilidad del capital
El
 coronavirus no solo ha detenido de forma repentina los procesos de 
valorización del capital a nivel internacional, sino que además ha 
revelado cuan frágil es la economía capitalista.
 Desde hace unas semanas asistimos a una crisis histórica de las bolsas 
de todo el mundo cuyo único causante a primera vista podría parecer este
 virus. Sin embargo, vivimos en un sistema que se caracteriza por su 
lógica abstracta e impersonal, y, por tanto,
 el análisis que hagamos no puede ser meramente fenomenológico, sino que
 tiene que ir más allá de lo concreto con el objetivo de entender la 
invarianza que determina a este sistema.
El
 objetivo de la circulación del capital es su propio crecimiento, no 
tiene límite ni final. Por tanto, lo que define al capitalismo es 
precisamente esta repetición imprescindible
 de los ciclos de acumulación. Por otro lado, la naturaleza competitiva 
del capitalismo le impulsa a innovar los procesos de producción, lo que 
provoca la expulsión de trabajo asalariado, reduciendo en la misma 
medida la capacidad de producir valor. Nos encontramos,
 así, en un contexto en el que la repetición de los ciclos de 
acumulación es indispensable para garantizar la supervivencia del 
sistema capitalista, pero a su vez, las dificultades que sufre el 
capital para valorizarse son cada vez mayores. En esta encrucijada
 en la que la riqueza social cada vez depende menos del trabajo 
asalariado, el capital ficticio será un elemento fundamental no solo para sustentar, sino para impulsar el ciclo de valorización del capital.
Aunque
 el capital ficticio en la época de Marx tenía una importancia menor, 
esta cuestión se trata en el libro III de El Capital, poniendo el foco 
en el carácter ficticio de los
 títulos de deuda pública, las acciones y los depósitos bancarios. En el
 caso de la deuda pública, es capital que nunca se invierte, puesto que 
el dinero que recoge el Estado no entra en ningún circuito de 
valorización, solo da derecho a una participación en
 los impuestos que recaude. Con respecto al capital accionario, son 
títulos de propiedad que dan derecho a participar en el plusvalor 
producido por el capital. Las acciones tienen un componente de capital 
real (el dinero recaudado en la emisión inicial que
 se invierte en forma de capital) y un componente de capital ficticio 
que se origina a través de la mercantilización de estos títulos, ya que 
adquieren autonomía, y su valor comercial se despega del valor nominal 
sin modificar la valorización del capital subyacente
Por último,
los depósitos de los bancos constituyen en su mayoría capital ficticio, ya que
los créditos concedidos por el banco no existen como depósitos.
De
 modo que el capital ficticio es aquel que está desconectado del proceso
 real de valorización de capital. Su sustento es la expectativa de una 
generación de plusvalía en el futuro,
 y cuando estas expectativas desaparecen, su naturaleza ilusoria queda 
al descubierto.
Antes
 de la segunda revolución industrial la producción de capital ficticio 
era pequeña respecto a la acumulación de capital total, y su papel 
consistía únicamente en expandir las
 fases de auge de los ciclos industriales. Sin embargo, a partir de la 
segunda mitad del siglo XIX, el enorme desarrollo de las industrias 
impone elevados costes fijos de financiación, y al mismo tiempo, el 
incremento de la productividad hace que estas inversiones
 se complementen con una menor cantidad de trabajo asalariado. Es decir,
 las necesidades de acumulación de capital son mayores, pero 
paralelamente, el proceso de valorización se encuentra también con 
mayores obstáculos para llevarse a cabo. El capital ficticio
 se convierte entonces en un sostén indispensable para garantizar la 
acumulación real de capital, es decir, se trata de un proceso que 
colabora positivamente con la producción real de valor.
Durante
 estos años, la creación de capital ficticio se complementa con 
distintos mecanismos de compensación que persiguen la ampliación del 
mercado.
 Hasta 1929, estos mecanismos de compensación que pretenden 
contrarrestar la decreciente producción de valor se basaban 
principalmente en la expansión estructural y espacial, por ejemplo, el 
colonialismo imperialista. Tras la década de los 30, la expansión
 se producirá de forma interna en las potencias capitalistas con mayor 
composición orgánica con la aparición del consumo de masas, lo cual 
permitirá vender una mayor cantidad de mercancías.
En
 los años 70, el proceso de valorización entra de nuevo en crisis y se 
produce un cambio de paradigma. Las necesidades de capital ficticio que 
produce esta crisis exigen un nuevo
 orden monetario que garantice la consecución del proceso de 
acumulación, y que no limite la capacidad de expansión del dinero 
crediticio.
De esta forma, en el año 1971, llega el fin de los Acuerdos de Bretton Woods,
 y culmina
 así, el proceso de desvinculación de la moneda y el oro. El abandono de
 estos acuerdos supone el establecimiento del dinero fiduciario, esto 
significa que el dinero ya no se basa en el valor de metales, como el 
oro, sino cada vez más en un respaldo de capital
 ficticio, es decir, de dinero sin valor. En este contexto de crisis se 
desvela que no es posible dinamizar el sistema económico a partir de 
producción real, ya que los mecanismos compensatorios que antes 
describíamos están agotados.
Esto
 significa que la única forma de dinamizar el sistema económico es a 
través de la producción de capital ficticio. El capital ficticio ya no 
funciona como un complemento, sino
 que es el responsable de iniciar el proceso de crecimiento. Se 
consolida así, una nueva dinámica de crecimiento a través de un fenómeno
 de sobra conocido en la actualidad:
las burbujas.
La
 finalidad de las burbujas consiste en crear capital ficticio 
masivamente con la esperanza de que dentro de unos años se efectúe en 
valor real. Este capital ficticio se acumula,
 hasta que llega un momento en el que se vuelve insostenible, la ilusión
 desaparece y se revela su naturaleza ficticia, provocando así el 
estallido de las burbujas.
Por
 tanto, el papel del capital ficticio se ha ido transformando a medida 
que el desarrollo capitalista ha avanzado. Si durante el siglo XIX su 
función era la de expandir las fases
 de auge, a partir de la revolución industrial se convierte en un sostén
 indispensable, para finalmente ser el motor del ciclo de acumulación. 
En otras palabras,
la consecuencia última de este proceso es que el capital ficticio se 
desvincula casi por completo de la producción real de valor.
En
 este sentido, es fundamental aclarar que no existe una división entre 
un capital saludable, el capital vinculado de la producción real de 
valor, y un capital nocivo, el capital
 ficticio o desvinculado de la producción real de valor. La 
proliferación del capital ficticio no constituye una abominación para el
 sistema capitalista. Todo lo contrario, obedece a un proceso natural 
que es absolutamente coherente con la lógica del sistema.
 Es más, sin la ayuda de éste, la economía capitalista no podría haberse
 desarrollado hasta tal extremo.
En
 consecuencia, afirmar que los males del sistema se encarnan en la 
“FINANCIARIZACIÓN” o la llamada “economía financiera” dejando de lado a 
la “economía productiva” resulta afirmar
 algo que, además de carecer de significado, es profundamente inexacto.
 Entender el carácter ficticio de la economía capitalista como el 
resultado de un proceso histórico
 es también fundamental, porque nos permite comprender el momento que 
vivimos no como algo estático, sino como una realidad que está en 
movimiento. De esta forma, se evidencia que, si bien existen 
acontecimientos inmediatos que precipitan las crisis que sufrimos,
 la raíz del problema es mucho más profunda, y solo si tiramos de ella, 
podemos conseguir una perspectiva clara.
El
 carácter crecientemente ficticio del capitalismo es fundamental para 
explicar la crisis de valor profunda e irresoluble que este sistema 
sufre, que no es una crisis coyuntural
 sino intrínseca al propio sistema. Poner el foco en el aspecto ficticio
 de este sistema no significa otra cosa que apuntar a la gran fragilidad
 que sufren los cimientos del sistema capitalista. Por un lado, porque 
el capital, como hemos explicado, cada vez
 se apoya menos en el trabajo asalariado y más sobre el capital ficticio
 y, por tanto, progresivamente va teniendo menos bases reales y se 
asemeja más a un castillo de naipes. Por otro lado, al ser las 
expectativas el sustento del capital ficticio, cualquier
 ataque a la economía, ya sea la causa un virus o una burbuja, pone en 
jaque al sistema, descubriendo ante el mundo su naturaleza enfermiza.
En
 este sentido, es especialmente significativo cómo ante la propagación 
del coronavirus, las consecuencias en los mercados financieros han 
precedido a los efectos en la producción
 real. Únicamente la posibilidad de que las ganancias disminuyan, sea 
esta real o no, tiene consecuencias sobre la economía capitalista.
Queda
 desvelada, por tanto, la esencia débil y frágil de este sistema, y 
cuanto más se intensifica, menos relevantes son los detonantes que nos 
llevan a procesos de crisis. Son las
 causas de esta fragilidad, y no los hitos que precipitan los cambios en
 las expectativas, los que nos permiten establecer una línea de 
continuidad entre el estado putrefacto que vivía el capitalismo en el 
año 2008, como consecuencia de una crisis que en realidad
 empezó en la década de los 70 del siglo XX, y el que vive ahora.
La huida hacia delante como salida histórica
Las
 consecuencias inmediatas de la propagación del coronavirus a nivel 
mundial son ya incuestionables. En marzo, la OIT estimó que se 
destruirían alrededor de 25 millones de empleos
 en todo el mundo debido a la pandemia. Solo un mes después, esta 
estimación ha aumentado hasta los 195 millones de personas que perderían
 su empleo entre abril y junio de este año. En contraposición, la crisis
 del año 2008 aumentó el desempleo mundial en 22
 millones de personas. Los estudios realizados por todo tipo de 
organizaciones internacionales financieras calculan que la destrucción 
del PIB mundial será de entre un 3% y un 7%, mientras que en la crisis 
del 2008 fue de un 0,1%. Al margen de estimaciones,
 si hay algo en lo que todas estas instituciones coinciden es que 
estamos viviendo un colapso de la actividad económica sin precedentes, y
 que la incertidumbre hace que sea muy probable que se estén 
infravalorando los costes que se deriven de la pandemia.
El
 caso del petróleo es tremendamente paradigmático de la singularidad de 
la situación. El 11 de abril la OPEP acordó una reducción histórica de 
la oferta del petróleo, disminuyendo
 la producción de petróleo cinco veces más que en la crisis del 2008, y,
 sin embargo, se tendría que haber recortado el doble para equilibrar la
 oferta con la demanda. El 20 de abril, el fantasma de la 
sobreproducción volvió a aparecer haciendo que el petróleo
 estadounidense rozase los -37 dólares por barril, alcanzando 
cotizaciones negativas, algo nunca visto en los mercados petrolíferos.
Las consecuencias de esta crisis se materializan también a través de la agudización de los conflictos
entre los capitales nacionales. Las relaciones entre las principales potencias que ya eran tensas debido a las distintas guerras comerciales no harán más que
agravarse ante el progresivo repliegue de los Estados. En este 
sentido, el cierre de las fronteras y la militarización de las mismas 
está siendo la tónica generalizada en todo el mundo.
Conforme
 estas tensiones se intensifican, más débiles se muestran organizaciones
 internacionales como la Unión Europea, que en estas últimas semanas ha 
puesto de manifiesto cuáles
 son las contradicciones inherentes a ella que le hacen ser tan frágil. 
La Unión Europea es una asociación enormemente artificial porque agrupa a
 distintos Estados con desarrollos desiguales y necesidades diferentes 
bajo una misma organización política y una
 misma moneda. Establece una ilusoria persecución de idénticos 
propósitos, mientras que el choque de intereses entre naciones es una 
cuestión plenamente irrenunciable para el capitalismo. Por un lado, 
el propósito de la Unión es perseguir el desarrollo
 económico de todos los países que lo componen, pero, por otro lado, las
 limitaciones de sus propios mecanismos imposibilitan dicho desarrollo.
A
 pesar de la excepcionalidad y la gravedad que comprende la situación 
que vivimos, las soluciones que se proponen alrededor de todo el mundo 
son irremediablemente estériles. La
 principal arma de la que disponen los Bancos Centrales para determinar 
la política monetaria de cualquier país es la fijación de los tipos de 
interés oficiales, es decir, el precio del dinero. Cuando, por ejemplo, 
el BCE necesita estimular la economía, reduce
 los tipos de interés de referencia para que el dinero sea más barato, 
esto provoca que sea más asequible pedir préstamos y aumente la 
inversión y el consumo. Sin embargo, conforme estos intereses se van 
acercando a cero, su capacidad de maniobra se va agotando.
 De modo que cuando los Bancos Centrales pierden una de sus herramientas
 más potentes, como lo es el precio del dinero, solo les queda hacer 
arreglos con la cantidad del dinero que circula en la economía.
En
 este sentido, la Expansión Cuantitativa (Quantitative Easing) es una de
 las estrategias que más se han utilizado durante estos últimos años 
para tratar de estimular la economía.
 El objetivo de la EC es inyectar liquidez, es decir, aumentar la oferta monetaria a través del incremento de las reservas del sistema bancario
mediante la compra de activos financieros, principalmente bonos, 
tanto públicos como privados. La compra masiva de bonos provoca un 
aumento de la demanda de los mismos, que se traduce en un incremento del
 precio, e inversamente la rentabilidad disminuye.
 Es decir, su finalidad es estimular la economía inyectando dinero en el
 sistema financiero para bajar los tipos de interés de los activos que 
compra. Los tipos de interés representan el riesgo que comportan estos 
activos. Por tanto, a través de su bajada,
 la EC pretende influir en la percepción del riesgo con el objetivo de 
alentar a los inversores a que sigan invirtiendo.
Este proceso que puede resultar algo complejo se entiende más fácilmente si se dice que consiste en
crear dinero de la nada, cuya única base es el aire para influir en las expectativas de la economía.
 La primera vez que se puso en práctica la EC fue en el año 2001 en 
Japón, con la crisis del año 2008 ganó relevancia en Estados Unidos, y 
el BCE comenzó
 a usar este mecanismo en el año 2015 y no lo abandonó hasta 2019, para 
finalmente, reactivarlo nueve meses después. Si bien esta política se 
define como “no convencional”, lo cierto es que su uso cada vez se 
prolonga más en el tiempo y está más generalizado.
La llegada de la crisis producida por la pandemia ha significado el
reforzamiento de esta política en Europa, Estados Unidos y Japón,
 pero también ha provocado la introducción de programas de compras de 
activos en países como Canadá, Sudáfrica, Filipinas, Colombia o Chile, 
entre otros. A esto, hay que sumarle que, por
 primera vez, tanto la Reserva Federal como el BCE han incluido dentro 
de estos programas de compra de activos, la adquisición de bonos basura e
 incluso han abierto la puerta a comprar deuda de empresas con 
calificaciones más bajas.
La
 compra masiva de deuda por parte de los Bancos Centrales (EC) es la 
principal solución que ofrecen los distintos Estados en un momento en el
 que el nivel de deuda en todo el mundo
 alcanza el 322% del PIB de todo el planeta. Asimismo, el FMI prevé que 
los Estados de todo el mundo se enfrenten a un incremento de la deuda 
pública que estima en un 23%. En resumidas cuentas, lo que los distintos
 gobiernos de alrededor de todo el mundo nos
 intentan decir es que, por un lado, van a emitir más deuda pública, y, por otro lado, los Bancos Centrales van a crear dinero para fomentar su compra.
Si
 algo tiene en común todas estas soluciones es que son las mismas que se
 proponen a lo largo de todo el arco político de derecha a izquierda. 
Desde los gobiernos más liberales
 hasta los más socialdemócratas están de acuerdo en una cuestión 
determinante para nuestro futuro:
más deuda.
En
 este sentido, es paradigmática la discusión que se ha dado en el seno 
de la Unión Europea entre los países del sur y el norte. Mientras que el
 sur pide mutualizar la deuda y compartir
 el riesgo para financiarse a un menor coste, el norte opta por 
facilitar ayuda en forma de préstamos. Por tanto, la discusión gira en 
torno al riesgo que comporta la deuda, al interés que debemos de pagar 
por ella, asumiendo que la deuda es tan necesaria para
 la vida como el agua. Esta pandemia nos descubre de nuevo que el 
capitalismo es incapaz de resolver las crisis que surgen porque solo 
puede posponerlas, que
es irrelevante la ideología política del gobierno de turno porque no pueden sino ofrecernos miseria una vez más.
Asumir
 como soluciones a esta crisis la deuda pública y el dinero sin valor 
conlleva a que se refuerce irremediablemente el carácter ficticio de la 
economía.
 Este capital ficticio disfrazado de nuevo remedio está muy lejos de ser
 nuevo, como revela el desarrollo histórico del capitalismo. El castillo
 de naipes que ha ido construyéndose gracias al capital ficticio 
prosigue su levantamiento cada vez a un ritmo mayor,
 incapaz de reconocer que cuanto más alto, más frágil es.
Y
 es que, además de no ser nuevo, tampoco es un remedio, ya que su única 
utilidad es la de posponer y acrecentar el conflicto hasta que este sea 
insostenible. En palabras de Marx,
 el capitalismo nunca resuelve sus contradicciones, sino que las eleva a
 una escala superior y las reproduce a una escala ampliada.
de: Info Posta <vamosquevamos@infoposta.com.ar>
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fecha: 9 may. 2020 22:30
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Importante según el criterio de Google.
(Nota: resaltados del original)
Nota del C-PI:
“En
 países en que el crédito no está desarrollado, como en China, el papel 
moneda de curso forzoso se encuentra desde muy temprano*
*Sir
 John Mandeville, Voyages and Travels. Londres, de. 1705, pág. 105. Este
 emperador (de Catay o China) puede gastar tanto como quiera sin 
calcular porque no gasta ni fabrica moneda,
 sino cuero o papel impreso Y cuando esta moneda ha circulado tanto que 
comienza a gastarse, la llevan a la Tesorería del emperador y reciben 
moneda nueva por la vieja. Y esta moneda circula por todo el país y por 
todas las provincias…, no fabrican moneda ni
 de oro ni de plata y por eso, opina Mandeville, pueden gastar 
escandalosamente’”
Carlos Marx, Contribución a la crítica de la economía política,
c. La moneda. El signo de valor. 1859
COLECTIVO PERÚ INTEGRAL
12 de mayo 2020
 
 
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