Nuestra América Nativa. Puerto Rico
(1-3)
PUERTO RICO
ENAJENACIÓN COLONIAL Y LIBERACIÓN
Nils Castro
13/09/2019
puerto_rico.jpg
Cuenta una Isla su historia
envuelta en olas de fuego,
todo el camino que le da su memoria
va cubierto de un velo de miedo.1
        
La literatura sobre las izquierdas en América Latina generalmente
 omite el caso de Puerto Rico. Esta insolidaria ignorancia excluye de 
nuestra América a ese pueblo y nación, cediendo su territorio a una 
potencia colonial. Sin embargo, la experiencia
 puertorriqueña, aparte de ser relevante en sí misma, también lo es para
 comprender otros importantes aspectos de la cuestión latinoamericana, 
como la dialéctica entre lo nacional y lo clasista, las opciones de la 
liberación nacional, así como el papel que
 la alienación colonial y neocolonial cumple al conformar actitudes de 
sometimiento y subordinación en nuestras sociedades.
        
Ahora
 suele mencionarse más a Puerto Rico, tras la catástrofe de los dos 
grandes huracanes ‑‑Irma y María‑‑ que abatieron ese país en 2017 y, en 
particular, por el
 desgano con que el gobierno de Donald Trump demoró en atender esa 
tragedia. No obstante, suele pasarse por alto la larguísima crisis 
económica puertorriqueña, y sus consecuencias sociales, demográficas, 
morales y políticas, que habían venido acumulándose por
 más de 12 años ‑‑desde antes de la debacle global que Wall Street 
inició en 2008‑‑. Fue esa larga crisis lo que hizo de Puerto Rico un 
país y una sociedad tan frágiles como estos ciclones lo revelaron, 
puesto que a más crisis previa, mayor vulnerabilidad y
 peores tragedias ante cualquier tipo de eventualidades.
        
A
 semejanza de los demás países latinoamericanos, en Puerto Rico las 
izquierdas han evolucionado como un conjunto de movimientos constituidos
 por corrientes políticas
 e ideológicas que exploran caminos distintos no solo por discrepancia 
de sus concepciones estratégicas, sino también por elegir diversos 
referentes o inspiradores en ultramar, o diferencias entre sus 
liderazgos locales. Pero, en este caso nacional, lo que
 más largamente distinguió a las izquierdas puertorriqueñas de sus 
análogas del Continente han sido sus enfoques sobre el problema 
colonial. Mientras en la mayoría de las repúblicas latinoamericanas ello
 se zanjó ‑‑de mejor o peor manera‑‑ antes de que sus
 posibles opciones de revolución social entraran a discutirse. Y donde 
eso no se resolvió en el siglo XIX, ambas cuestiones se entrecruzaron en
 el siglo XX y en lo que sigue por venir.
        
Disyuntivas de la independencia
        
Como
 sabemos, las luchas por la autodeterminación, independencia y soberanía
 implican la cuestión de quiénes serán los actores ‑‑el sujeto social‑‑ y
 los procedimientos
 necesarios para conquistarlas. Así como el propósito de impulsar el 
desarrollo social y políticamente más avanzado, que igualmente demanda 
encontrar y/o formar sus propios sujetos y estrategia, que no 
necesariamente son los mismos. En Puerto Rico, nación permanentemente
 sometida a regímenes coloniales ‑‑el español y enseguida el 
estadunidense‑‑, las izquierdas evolucionaron bajo la exigencia de 
combinar, de uno u otro modo, la lucha por reivindicaciones 
anticoloniales con los reclamos para moverse en busca de justicia, 
equidad
 y solidaridad sociales para su pueblo.
        
Tras
 la euforia proestadunidense suscitada en 1898, cuando en la Guerra 
Hispanoamericana las tropas norteamericanas expulsaron a las autoridades
 españolas, enseguida
 vino la decepción. Ignorando las aspiraciones del pueblo puertorriqueño
 a la independencia, los nuevos mandos extranjeros ‑‑allí como en 
Filipinas y demás territorios conquistados en el Pacífico‑‑, decidieron 
quedarse con el país. Y por añadidura les negaron
 a los nativos tanto la posibilidad de adoptar sus propias normas sobre 
como elegir sus autoridades y darse ciudadanía propia.
        
El
 gobierno yanqui se centró en implantar sus leyes, su idioma y 
costumbres, y particularmente en poner al territorio a disposición del 
capital norteamericano interesado
 en desarrollar a gran escala la industria del azúcar de caña. Al 
cañaveralizar masivamente casi toda la superficie agrícola (solo 
quedaron bosques en un 12 por ciento del territorio de la Isla2), los 
estadunidenses pusieron en vilo las fuentes tradicionales
 de riqueza de la élite local y la subsistencia alimentaria del resto de
 la población, lo que avivó un resentimiento nacionalista liderado por 
esa élite.
        
A
 su vez, posesionándose para conservar sus privilegios y, por lo tanto, 
también para mantener a raya al independentismo popular, la oligarquía 
local ‑‑hasta entonces
 funcional mentora de los partidos anexionista y autonomista de la 
política colonial española‑‑ asumió ante las autoridades norteamericanas
 un comportamiento bífido. Combinó algunos reclamos específicos sobre la
 propiedad y explotación de la tierra, con las
 manifestaciones de sumisión que creyó más oportunas para acreditarse 
como los más serviciales administradores del nuevo poder imperial.
        
La
 industrialización azucarera incrementó la masa de peones rurales y 
trabajadores de los ingenios. En las condiciones del nuevo género de 
dominación colonial, la iniciativa
 de organizar esa masa laboral se vinculó al sindicalismo norteamericano
 y, por esa vía, a la influencia que en ese entonces aún mantenía el 
Partido Obrero Socialista de Estados Unidos. En ese marco tomaron forma 
las concepciones y el lenguaje clasistas, junto
 a las reivindicaciones de la izquierda obrera norteamericana de esa 
época, asimilando a los trabajadores boricuas al movimiento obrero y 
socialista estadunidense, ajeno a los reclamos nacionales 
puertorriqueños.3
        
Al
 desnacionalizarse así el movimiento obrero, los ideales de la 
independencia y del socialismo tomaron caminos separados. Con esto las 
reivindicaciones patrióticas
 pudieron verse estigmatizadas como señuelos de la oligarquía 
puertorriqueña, lo que le sustraía al independentismo su base clasista, y
 le restaba al movimiento obrero su naturaleza patriótica. Fractura que 
contribuiría a enajenar ambas corrientes, sustrayéndoles
 la posibilidad de fusionarse en un movimiento de liberación nacional.
        
Esos
 reclamos borinqueños no eran menores, ni carecían de fuerza y madurez. 
Hacía más de un siglo, en noviembre de 1913, la Asamblea extraordinaria 
del Partido Unión
 de Puerto Rico4, generalmente conocido como el Partido Unionista 
‑‑entonces el mayor de la Isla‑‑, repudió la Ley Orgánica o carta 
constitucional impuesta por las autoridades norteamericanas y adoptó, 
como primer artículo de su programa, la denuncia que dice:
        
El
 pueblo de Puerto Rico se encuentra sometido a un régimen de gobierno 
decretado por el Congreso de Estados Unidos, a consecuencia de un 
tratado internacional y por
 la fuerza de una ley, donde el pueblo de Puerto Rico fue injustamente 
privado de toda intervención, en cuestiones que atañen a su vida, a su 
dignidad y a su libertad. Tal régimen, que impone al pueblo de Puerto 
Rico legisladores nombrados por el Presidente
 de los Estados Unidos, pone en manos de personas extrañas al país todos
 los departamentos ejecutivos, que excluye a los insulares del manejo de
 los fondos públicos y que atribuye a los dominadores un poder omnímodo 
en todas las ramas de la administración y
 el honor del pueblo puertorriqueño. La Unión de Puerto Rico consigna su
 más alta y vigorosa protesta contra el sistema imperante, y 
enérgicamente demanda remedio y justicia al pueblo de los Estados 
Unidos, para emanciparnos de una oligarquía que en su nombre
 se ejerce y que su espíritu rechaza.5
        
Sin
 embargo, el segundo y tercer artículos del mismo programa se debatieron
 entre el ideal independentista, tenido por todos los asambleístas como 
la finalidad de ese
 partido, y una fórmula transitoria de autonomía, entendida como self 
government, que muchos de los asambleístas hallaban aceptable para 
luchar por algunos objetivos parciales hasta tanto las autoridades 
estadunidenses aceptasen dialogar sobre la independencia
 de la Isla6. Pero la sombra de esa disyuntiva se proyectaría hasta los 
partidos políticos puertorriqueños de finales del siglo XX: luego de 30 
años de “americanización” del país, los oportunistas que en 1952 
abogaron por el Estado Libre Asociado logaron convertir
 aquella opción “transitoria” de 1913 en la nueva forma de trasvestir y 
mantener el régimen colonial.
        
Decantaciones y depuraciones
        
El
 dilema que en aquel entonces extravió al antiguo Partido Socialista 
anticipó, en nuestras peculiares circunstancias latinoamericanas, la 
disyuntiva que años más
 tarde Rosa Luxemburgo le plantearía similarmente a la clase obrera 
polaca, al llamarla a militar con el movimiento proletario internacional
 ‑‑el ruso incluido‑‑, en vez de responder a los reclamos patrióticos de
 su nación, sojuzgada por el ejército zarista,
 reclamos que, desde el punto de vista europeo Rosa consideró 
“reaccionarios”. Como, mutatis mutandis, esa cuestión después tampoco 
sería ajena al browderismo, como versión extrema del frenteamplismo de 
la Tercera Internacional, que en las condiciones de la
 Segunda Guerra Mundial llamó a los revolucionarios latinoamericanos a 
deponer sus reclamos ante los abusos de las oligarquías locales y el 
intervencionismo norteamericano para, en su lugar, apoyar al esfuerzo 
antifascista global.7
        
Pero,
 como la experiencia no ha dejado de repetirlo, hacer optar entre las 
aspiraciones patrióticas y las revolucionarias, en vez de darles un 
desarrollo común, a la
 postre lleva a cederle las reivindicaciones nacionales a la derecha en 
beneficio del interés oligárquico y neocolonial, no del interés popular.
        
Al
 cabo, las sociedades nacionales son las estructuras concretas donde la 
lucha de clases y la historia se concentran y materializan. En el caso 
puertorriqueño, cuando
 unos años después las grandes centrales obreras norteamericanas 
abandonaron su orientación socialista, el sindicalismo boricua quedó 
uncido a la burocracia sindical estadunidense, con lo cual perdió esa 
proyección cuando ya había extraviado la identificación
 patriótica con su propio país.
        
Solo
 más tarde surgiría el Partido Nacionalista de Puerto Rico (PNPR) que, a
 partir de los años 30, con el vehemente liderazgo de Pedro Albizu 
Campos, reagrupó a quienes
 privilegiaban la cuestión nacional ‑‑la lucha por la independencia, la 
autodeterminación y soberanía‑‑ como el campo social donde correspondía 
desarrollar las demás reivindicaciones populares. Albizu, patriota 
católico expresivo de la clase media, impulsó
 un abarcador movimiento independentista con sentido antimperialista 
‑‑aunque no socialista‑‑, que proponía una república liberal de 
propietarios criollos, orientada a la solidaridad patriótica propia de 
un desarrollo capitalista equilibrado, guiada por un
 Estado interventor.
        
Ese
 nacionalismo popular pronto enardeció a la Isla como expresión política
 mayoritaria y, asimismo, amplió simpatías entre las capas medias y la 
intelectualidad, a
 la vez que con significativas personalidades políticas del Caribe 
hispanohablante y América Latina. Pero su rápida expansión alarmó a las 
élites anexionistas y autonomistas, y a las autoridades estadunidenses, 
que no demoraron en desencadenar una áspera represión
 que persiguió y encarceló a la mayor parte de la dirigencia 
nacionalista para desarticular su movimiento.
        
A
 su vez, desde los años 30 la izquierda y el progresismo boricuas 
originaron dos vertientes políticas. El ala independentista más 
moderada, encabezada por Luis Muñoz
 Marín, formó el Partido Popular Democrático (PPD), orientado a buscar 
paso a paso un incremento gradual de la soberanía nacional. Contra el 
latifundismo azucarero predicó la reforma agraria y la 
industrialización, y en los años de Franklin D. Roosevelt respaldó
 las políticas norteamericanas del New Deal.8
        
Y
 poco más tarde se fundó un pequeño Partido Comunista (PC) que proponía 
luchar por la independencia y la revolución social, entendida según la 
óptica radical que en
 aquel momento sostenía la III Internacional. Visión que, sin embargo, 
ante la ofensiva del nazi‑fascismo en Europa, en los años 40 esa 
Internacional remplazó por una estrategia frenteamplista de alianzas 
antifascistas con los diversos sectores democráticos.
 Con lo cual en Puerto Rico no pocos cuadros del PC migraron al PPD, con
 la esperanza de que un diálogo con Washington permitiría alcanzar por 
ese medio un proceso de independencia para la Isla.9
        
No
 obstante, recién pasada la Segunda Guerra Mundial las condiciones y 
perspectivas tomaron otro giro. Desaparecidos Roosevelt, el New Deal y 
su política regional de
 Buena Vecindad, con el viraje norteamericano hacia el hegemonismo, la 
Guerra Fría y el macartismo, en Puerto Rico los términos de la 
dominación colonial estadunidense volvieron a endurecerse. Con el 
ascenso del belicismo, el valor estratégico atribuido a la
 ubicación geográfica de la Isla retomó características más 
intolerantes.
        
Anticipándose
 a un previsible endurecimiento represivo del autoritarismo 
norteamericano, la cúpula dominante del PPD prefirió abandonar su 
anterior retórica independentista
 y saltar al autonomismo, alegando que este sería más provechoso para 
procurarle prosperidad material al país, en remplazo de sus pasados 
ideales patrióticos. A su vez, como parte de un nuevo arreglo político, 
en 1948 el gobierno de Washington aceptaría que
 el gobernador de Puerto Rico pudiera ser un nativo electo por votación 
directa de los ciudadanos residentes en la Isla, si el candidato 
provenía de ese partido.
        
Eso
 implicó cerrarle esa opción a cualquier otra fuerza representativa. 
Mediante la represiva Ley 600, en julio de 1950 se le eliminó toda 
posibilidad de participación
 política legal al Partido Nacionalista, y en octubre este protagonizó 
en varias ciudades puertorriqueñas un heroico intento insurreccional, 
que fue brutalmente reprimido. Lo que de inmediato fue pretexto para que
 el régimen colonial desplegase una ola represiva
 que asimismo barrió de las calles tanto a los dirigentes del Partido 
Comunista como a la mayor parte del liderazgo independentista.
En
 rechazo al oportunismo neocolonial de Muñoz Marín, el sector del PPD 
que permaneció leal a sus propósitos originarios rompió con la 
estructura muñocista y constituyó el Partido
 Independentista Puertorriqueño (PIP). Este asumió un proyecto de 
desarrollo protegido de la economía nacional, contrario a someter al 
país al interés de las corporaciones estadunidenses. En sus inicios, 
abanderó la intención de fundar una república democrática,
 con una visión más cercana a la tradición liberal puertorriqueña que a 
las ideas socialistas, estigmatizadas y perseguidas por el régimen 
imperial. Pero desde 1970, con el liderazgo de Rubén Berríos, se 
identificó con la socialdemocracia, con los métodos de
 lucha de la desobediencia civil y la necesidad de fundir en un mismo 
proyecto al nacionalismo y el socialismo.
        
A la sombra de la Guerra Fría
        
Tras
 aquellas recolocaciones políticas, el progreso material y la 
independencia nacional pasaron a ser presentadas por el oficialismo como
 opciones contrapuestas. El
 régimen difundió abrumadoramente el supuesto dilema según la cual toda 
posible forma de independencia del país condenaría a los puertorriqueños
 a relegarse en el atraso y subdesarrollo.
        
Antes
 de la crisis que Puerto Rico hoy padece desde los años 90, la gestión 
colonialista cultivó masivamente el argumento de subvaloración según el 
cual “si no fuera
 por los americanos nos moriríamos de hambre”, y la cantinela racista de
 que “si fuéramos independientes estaríamos como en Santo Domingo”, 
estribillos hoy silenciados, luego de que hace una década las cifras 
económicas y migratorias puertorriqueñas son peores
 que las dominicanas. Lo que destaca que el colonialismo no solo genera 
alienación, sino que necesita impregnarla en la población para asentarse
 como colonialismo aceptado, ya sea por resignación o por seducción. Lo 
cual exige erosionar la autoestima del pueblo
 colonizado, y poner en duda ‑‑y hasta negar‑‑ su capacidad de 
autogobernarse de modo honesto y eficiente10. Sobre un ejemplo concreto 
volveremos más adelante.
        
En
 las condiciones entronizadas por la Guerra Fría y el paroxismo 
contrarrevolucionario desatado, todas las expresiones locales y 
latinoamericanas a favor del derecho
 del pueblo puertorriqueño a su soberanía pasaron a ser presentadas como
 producto de las maquinaciones soviéticas contra Estados Unidos. El 
anticomunismo se convirtió en instrumento para amedrentar y desmovilizar
 no solo a los diferentes sectores cívicos, culturales
 y políticos de la Isla, sino también para desacreditar las simpatías 
que desde tiempos de Simón Bolívar y José Martí la independencia de 
Puerto Rico despertaba en Hispanoamérica.
        
Aun
 así, los ideales antifascistas y democráticos movilizados por la guerra
 mundial, en los años 50 y 60 también alentarían al anticolonialismo y 
otras importantes
 causas sociales en la mayor parte del mundo. En la ONU, el auge del 
movimiento anticolonial no solo respaldó el proceso descolonizador, sino
 que impuso a las potencias coloniales la obligación de informar 
anualmente sobre su avance. Para soslayar reconocerse
 como tal y evadir el deber de informar del progreso de sus acciones 
para implementar la independencia de la Isla, en 1952 el gobierno 
norteamericano apeló al recurso de declarar a Puerto Rico “Estado Libre 
Asociado” (ELA), ficción gatopardista a la que sirvió
 ideológica y políticamente el entonces recién electo gobernador local, 
Luis Muñoz Marín.11
        
La
 proclamación del ELA, sin embargo, no cambió el carácter colonial de la
 relación de la Isla con la metrópoli, sino la forma de ejercerla. La 
elección del gobernador
 y de un parlamento para atender asuntos de la administración local no 
equiparan a Puerto Rico con los estados que sí integran la Unión, ni 
hacen de la Isla un estado semiindependiente o en camino de serlo. En su
 lugar, el status de Puerto Rico está determinado
 por la llamada “cláusula territorial” de la Constitución 
norteamericana, según la cual la Isla es uno de los 14 “territorios no 
incorporados” que “pertenecen a” Estados Unidos pero “no son parte de” 
de ese país.12
        
En
 esas circunstancias, no extraña que poco después, en los años 60 en 
Borinquen surgiese un movimiento independentista animado por una amplia 
participación estudiantil,
 a tono con el espíritu renovador que caracterizó a esa década, nutrida 
por los movimientos afroasiáticos de liberación, la Revolución Cubana y 
las grandes manifestaciones populares norteamericanas por los derechos 
civiles y contra la guerra en Vietnam ‑‑a
 la cual miles de puertorriqueños eran enviados por el servicio militar 
estadunidense‑‑, y tanto en Europa como en América por las revoluciones 
del 68. En la Isla, todo ello contribuyó a vincular de nueva cuenta al 
independentismo con una renovada visión democrática
 del socialismo.
        
Luego,
 en 1971 surgiría el Partido Socialista Puertorriqueño (PSP), liderado 
por Juan Mari Bras. Con cuadros provenientes del antiguo Partido 
Comunista que asumían
 un perfil más pluralista, el PSP se diferenció de otros grupos más 
radicales invocando el ejemplo de la Unidad Popular chilena y escogiendo
 la política democrática como modo de influir en la evolución del país. 
Mientras el PIP proponía una alternativa de progreso
 social compatible con el capitalismo, identificando como su sujeto 
político al pueblo en general, el PSP mantuvo una concepción basada en 
el protagonismo del proletariado y en la Revolución cubana como su 
propósito ideal.
        
No
 obstante, en los siguientes años esas organizaciones no lograron 
superar los efetos de la intensa campaña de “americanización” 
instrumentada por el régimen colonial.
 El asistencialismo entronizado por el Estado Libre Asociado y su modelo
 “modernizador”, pese a marchar al fracaso en el plano económico, en el 
campo de la cultura política consiguió mantener a los sectores populares
 alejados del proyecto de liberación nacional,
 enajenándolos como clientelas electorales de las opciones propias del 
sistema colonial: el autonomismo o el anexionismo.
        
Además
 de socavar la confianza del pueblo boricua en sí mismo, y negar su 
capacidad intelectual y moral para gestionar una república viable, la 
crisis del modelo colonial
 no movió a la mayoría social hacia los ideales y azares del 
independentismo ni la revolución, sino que la redujo al conformismo de 
solicitar para la Isla algunas de las ventajas legales y económicas 
exclusivas ‑‑y excluyentes‑‑ de los Estados que sí son parte
 de la Unión Americana. Desvío por el cual, en su época, un pasado 
Partido Socialista ya se había extraviado.
        
Al
 efecto, cabe recordar que la existencia misma del grueso de la clase 
trabajadora puertorriqueña dependía de la permanencia de las empresas 
norteamericanas en el
 país. La esperanza de disfrutar beneficios de la ciudadanía 
estadunidense ‑‑y de los correspondientes subsidios federales‑‑, 
contrarrestó la posibilidad de traducir la crisis económica y sus 
efectos sociales en nuevos desarrollos de la moral y la conciencia
 patrióticas. A la propuesta independentista se le achacó implicar una 
doble amenaza: para la prosperidad económica de la Isla y para la 
seguridad del régimen colonial. Con lo cual la paranoia anticomunista de
 los funcionarios norteamericanos de la Guerra Fría
 se complementó con la cultura reaccionaria de la oligarquía local, para
 justificar represión sistemática contra las ideas y las organizaciones 
independentistas y de izquierda. Lo que así remató en la disolución del 
PSP y el arrinconamiento del PIP, que debió
 luchar más por conservar a sus electores que por incrementar su 
votación.
        
En
 las circunstancias de la decadencia del sistema colonial, el PIP 
permaneció activo en el campo político‑cultural, sosteniendo el debate 
sobre la realidad y las alternativas
 del país. Su defensa de la ética política y el éxito de sus luchas por 
el retiro de las bases militares de la Armada estadunidense ampliaron su
 influencia moral y cívica13. Estas luchas costaron el encarcelamiento 
de sus dirigentes, pero pudieron despertar
 significativas movilizaciones de la sociedad puertorriqueña 
‑‑secundadas por los sindicatos, universidades e iglesias, y por los 
borinqueños emigrados a Estados Unidos‑‑, otorgándole al PIP una 
relevancia nacional bastante mayor que la de su peso electoral.
        
De la Promesa a la Junta
        
Sin embargo, para entender la tragedia, las decepciones, luchas y
 alternativas del siglo XXI puertorriqueño, el tema insoslayable es el 
de las causas y las consecuencias de la crisis económica y financiera 
que ‑‑desde antes del crash global que Wall
 Street desencadenó en 2008‑‑ azota a Puerto Rico y volvió a colocar a 
la Isla en los encabezados de la prensa internacional. Comprenderlo 
supone discernir dos fases: la del remate de la situación acumulada a lo
 largo de los diez años anteriores a los grandes
 huracanes de 2017, y la desatada tras estos meteoros.
        
La
 suma de ambas fases arroja un doble vacío: por una parte, los mitos 
coloniales sobre las presumidas bondades del ELA (y la supuesta 
disposición estadunidense de
 auxiliar a los isleños) se derrumbaron. Volver a lo anterior no es 
deseable, como tampoco es posible. Y, además, el desastre de la 
situación creada y la incertidumbre de que lo podrá sobrevenir arrojan 
dificultades adicionales que difieren la oportunidad de
 debatir nuevas opciones confiables. El apremio de atender la 
supervivencia resta ocasión y energías para ocuparse del porvenir.
        
Así,
 antes del impacto de los ciclones de 2017 ya el régimen colonial se 
había anticipado a crear condiciones que obstruyen cualquier proyecto de
 reconstrucción del
 país. En junio de 2016 ‑‑a más de un año de Irma y María‑‑, bajo el 
gobierno de Barak Obama la crisis fiscal puertorriqueña llegó al extremo
 de promulgar la llamada Ley Promesa14, que instauró la antidemocrática 
Junta de Supervisión y Administración Financiera.
 Creada en el Congreso de Washington DC, a esta Junta ‑‑la Junta‑‑ se la
 facultó para “balancear” ‑‑censurar y enmendar‑‑ al presupuesto de 
Puerto Rico, imponiendo medidas de austeridad (reducir servicios 
sociales, eliminar derechos laborales, recortar las
 pensiones de los jubilados, privatizar recursos energéticos, vender 
bienes públicos), con el fin de “reordenar” la administración de la 
economía y reestructurar la enorme deuda, con el objetivo de pagarla 
enseguida, para que la Isla regrese a los mercados
 de valores y pueda volver a endeudarse.
        
El
 Congreso estableció que los integrantes de la Junta sean nombrados por 
la Casa Blanca entre quienes el mismo Congreso proponga15, con el fin de
 asegurar el pago
 de la deuda a los bonistas de Wall Street, aplicando los recortes que 
hagan falta. Al efecto, la Junta tiene el poder de aprobar o improbar el
 presupuesto, emitir leyes y disponer inversiones en infraestructura, 
desconociendo los órganos y autoridades electos
 y a la opinión pública borinqueña. Esto incluye acciones tan 
específicas como suspender el pago del bono de navidad a los empleados 
públicos, y derogar conquistas sociales como la que ilegalizaba los 
despidos injustificados.
        
En
 realidad, la Junta encarna la intervención directa de Washington en la 
decisión de las actuaciones del gobierno puertorriqueño y suprime su 
supuesta autonomía16.
 Con ello, invalida la estructura gubernamental del Estado Libre 
Asociado y esfuma la escasa autonomía política y fiscal presuntamente 
concedida a la Isla por el estatuto del ELA en 1952. Esto es, la Junta, 
instituida antes de los huracanes para asegurar que
 Puerto Rico pague la deuda ‑‑no para superar la crisis‑‑, reconfirma su
 propósito, y su condición de autoridad superior impuesta a la del 
gobierno local, que antes bien debía centrarse en reconstruir al país.
        
En
 consecuencia, rechazar la Junta pasaría a ser la primera prioridad del 
pueblo borinqueño, de sus independentistas, de sus demócratas y de todos
 los interesados en
 reconstruir la nación, devastada por los incompetentes y corruptos 
operadores del sistema colonial, antes que por los huracanes. Lo que 
conlleva arrancar la cáscara de pretextos, simulaciones y retórica que 
por tantos años han servido para realimentar la ficción
 ‑‑esto es, la alienación‑‑ que encubre la realidad colonial.
        
Por el esplendor de la vitrina
        
En
 los 10 años previos a Irma y María, la expansión de la crisis económica
 ya había desgastado al Estado Libre Asociado como modelo político, y 
desacreditado el bipartidismo
 propio del sistema. Aunque ese bipartidismo repetidas veces favoreció 
al partido anexionista (PNP) en detrimento del autonomista (PPD), esto a
 la par fue haciendo más ostensible el rechazo de Estados Unidos a 
admitir a Puerto Rico como posible parte de la
 Unión americana. Como también evidenció la depreciación de la Isla, que
 hace mucho le reporta más costos que beneficios a la potencia colonial.
        
Para
 el imperio norteamericano, el valor de la Isla y la utilidad de 
poseerla ha oscilado por diferentes motivos, ninguno vinculado a la 
opinión ni al querer de los
 borinqueños. Desde el inicio de la Guerra Fría, para Estados Unidos 
poseer a Puerto Rico recicló el antiguo valor estratégico de la Isla 
como “llave” para controlar la Cuenca del Caribe y el acceso atlántico 
al Canal de Panamá. Devastada la superficie agrícola
 de Borinquen por la cañaveralización, otro 13 por ciento de su 
territorio pasó a ser ocupado por bases militares, mayormente de la 
Armada. Aparte de que la hegemonía norteamericana implantó un modelo de 
economía y de urbanización que arrasó los usos del suelo
 que antes sostuvieron al país, la explotación militar de la ubicación 
geográfica de la Isla justificó asignarle a eso los recursos que esto le
 costase al gobierno de Washington.
        
Al
 propio tiempo, el régimen colonial se afanó en hacer de Puerto Rico una
 vitrina dedicada a exhibirle a Latinoamérica ‑‑y en particular a los 
propios borinqueños‑‑
 las seductoras “ventajas” del nuevo modelo colonial. Con ese propósito,
 las inversiones turísticas, junto a las militares, remplazaron a la 
economía productiva en el sostenimiento del país.
        
No
 obstante, en el curso de los años 80 el desarrollo de la tecnología 
militar y aeroespacial, así como los cambios del balance y despliegue de
 fuerzas, y de influencias
 geopolíticas, en la evolución de la Guerra Fría, provocarían que el 
valor militar de la Isla tendiera a decaer, al tiempo que aumentaba el 
malestar puertorriqueño por la excesiva incidencia de las bases 
militares y otras secuelas del sistema.17
        
Con
 todo, la importancia de invertir en el esplendor de la vitrina como 
medio de fascinación ideológica, prosiguió. Dado que la ocupación 
estadunidense había vuelto
 insostenible la economía puertorriqueña, a inicios del siglo XXI el 
Tesoro Federal ya erogaba más de US$ 6,000 millones anuales en 
asistencia a los pobladores de la Isla en los rubros de nutrición, 
vivienda, salud y educación. Según el Departamento de Agricultura
 de Estados Unidos, en el año 2012 el 37 por ciento de los 
puertorriqueños residentes en el archipiélago borinqueño recibió 
asistencia alimentaria por US$ 2,000 millones. Sin contar con que, a 
resultas del status colonial, los boricuas pueden emigrar libremente
 a la metrópoli, lo que enmascara y en apariencia mitiga las cifras, 
tanto de los subsidios federales como del número de las víctimas de la 
crisis que venía afligiendo a la población.
        
Nota. Primera de tres entregas de este importante 
documento, para conocer la realidad de los países de Nuestra América 
Nativa. La (2-3) y la (3-3) se difundirán martes y miércoles próximos.
COLECTIVO PERÚ INTEGRAL
16 de septiembre de 2019
 
 
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