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El Mundo Hoy
UNA EDUCACIÓN PARA REHACER NUESTRO MUNDO
Juan Alberto Sánchez Marín
Opinión
30/09/2019
        
En la transformación de la educación ganarán también, y aún más quizás, quienes ahora la obstaculizan con vehemencia.
        
Carta
 Maior, el prestigioso portal de izquierda brasileño, me invitó a 
compartir una reflexión sobre interrogantes relacionados con la 
educación en América Latina.
 Se trata del proyecto Sua voz na conjuntura que en su primera edición 
trató sobre la defensa de la educación pública. Atendí el llamado y 
compartí algunas ideas generales sobre el tema pensando en las difíciles
 circunstancias que afronta Brasil en la actualidad
 y con el respeto que me inspira la patria natal de Paulo Freire, sin 
duda, el más relevante pedagogo contemporáneo. De esa fuente proviene 
este texto.
        
¿Qué sociedad se desea construir para enfrentar los graves desequilibrios locales y globales del siglo XXI?
        
La
 sociedad deseable no es la imposible de las utopias renacentistas, pero
 está lejos de serlo la tangible de nuestra época, menos aún cualquiera 
de sus múltiples ficciones.
 La necesaria, a mi parecer, es aquella capaz de diferenciar los hechos 
de su simulacro, la interacción de la dependencia, el proceso de lo 
contingente, el auxilio del saqueo o la justicia de los caprichosos 
marcos legales. Mejor dicho, como en una prueba de
 escuela, la que esté capacitada para distinguir lo verdadero de lo 
falso, aunque le cueste el saldo en el banco o la vida. La sociedad a la
 altura de sus miembros marginados y desamparados, antes que solazada en
 la bajeza de las élites.
        
Hace
 falta una sociedad en condiciones de interpretar el mundo alrededor, en
 sus cualidades y sentidos, gritos y silencios, nexos e implicaciones, 
desde una perspectiva
 ética e integral, preparada para verse en el espejo de sus acciones, 
con la entereza suficiente para reconocerse en las armonías, pero 
también en su profunda inestabilidad.
        
Una
 sociedad que yace distante, y que a la vez está a la mano, porque la 
nación del futuro no es otra que la constituida y construida ahora 
mismo, día a día, con fortuna
 y errores, satisfacciones y desagrados. Lo mal hecho en este momento se
 pagará caro mañana, mas lo dejado de hacer costará el doble.
        
Hace
 dos o tres mil años, o varios siglos hacia acá, los pueblos se daban el
 lujo de proyectarse al porvenir en sus sagas y descendencias, y 
confines y territorios.
 Los mitos fundacionales eran perceptibles. El futuro, casi medible; los
 hados lo volvían destino y en no pocas oportunidades lo hacían cierto. O
 eso se figuraban los antepasados.
        
Cuando
 no era así, el mundo se llenaba de señales, códigos subrepticios, 
representaciones poéticas, claves alegóricas, milagros. Hoy en día, en 
cambio, lo venidero
 es débil y volátil, y las predicciones no cruzan el cierre de una bolsa
 o los trinos perturbadores de algún infeliz con ascendencia.
        
Cómo
 desciframos la sociedad que no cesa de hacerse y deshacerse ante 
nuestros ojos, de cuál modo aprehendemos cada una de sus entidades y 
relaciones. Cuestión esencial.
 Los ciudadanos que saben interpretarse en posibilidades, 
responsabilidades y derechos; en sus estructuras y nexos, intereses e 
interesados; autenticidades e invenciones, certidumbres y 
manipulaciones, son los cimientos de esa sociedad imprescindible. En 
otras
 palabras, los que saben dónde están, lo que hacen y para qué (mejor 
aún, para quién).
        
Una capacidad interpretativa que, entre otras cosas, es criterio,
 expresión y comunicación, participación, organización. Factores, desde 
luego, demasiado riesgosos para el establecimiento. De ahí que a la 
educación se la mantenga bajo el estricto control
 del poder con mecanismos nunca cuestionados y nombres instituidos, que 
estimamos favorables e, inclusive, liberadores.
        
Pareciera
 que no se advierte el grande daño que sus exclusivos límites conllevan:
 caudal de conocimientos (indigestión mental), conjunto de reglas y 
comportamiento
 (sumisión), urbanidad y buenas maneras (capitulación), experiencia 
acumulada (manías), desarrollar o perfeccionar las facultades 
intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos, 
ejercicios, ejemplos (¡una verdadera broma!).
        
Nada
 tan alejado del concepto de educación como las cuatro significaciones 
que le asienta el diccionario de la RAE como una cachetada en los 
carrillos. Anacrónicas,
 utilitarias, definen con turbadora exactitud lo que no es ni debe ser. 
Un compendio de rudimentos que, justamente, altera cualquiera de los 
sentidos que sí debe tener: franca y emancipadora, indomable y punzante,
 conmovedora y sugerente, particular y colectiva,
 bidireccional y transversal. Sobran los calificativos.
        
Y
 el poder no es un gobierno, a lo sumo, ejecutor; por lo general, no más
 que mandadero. La fuerza que mueve los hilos está detrás de las 
fachadas democráticas de sainete,
 a buen recaudo dentro de los bastiones económicos y financieros del 
progreso. Pero se trasluce nítido en modas pedagógicas que se cumplen 
porque son la directriz, metodologías gastadas encajonadas en palabras 
relucientes, e innovaciones que resguardan las
 orientaciones.
        
La
 educación funge como el abastecedor de siervos debidamente adoctrinados
 del sistema. Un planteamiento que no por viejo pierde su aire de 
fehaciente. Las ciudades
 inteligentes (Smart cities) continúan educando al Emilio (Rousseau, 
1762) de hace dos siglos y medio, que apenas si accedía a la modernidad.
 De ese Emilio del cual procede un axioma eludido por el mundo en que 
vivimos: “Se debe adaptar al hombre la educación
 del hombre y no a lo que no es él”. Menos aún, digo yo, a lo que unos 
cuantos ambiciosos necesitan que él sea. En todo caso, fatal ese olvido 
de poquito parentesco con la amnesia.
        
La
 educación no es más que otro instrumento de dominio, al igual que las 
farsas y los señuelos sistémicos que nos hacen pensar que somos algo: la
 alcahuetería política,
 canjeando porvenires por zanahorias; la simulación mediática, 
persuadiéndonos de la realidad que no habitamos; los terrores sociales 
de las agendas gubernamentales, abriéndole paso a las legislaciones 
coactivas y otras represiones, o las potentes redes y los
 sistemas de información, gracias a los cuales las máquinas se conectan y
 los teclistas de teléfono o computadora que somos nos enfrentamos y 
disociamos.
        
La
 sociedad que hay que construir tiene que estar enterada, cuando menos, 
de la clase de mundo que habita. Saber bien la dimensión de las 
fragilidades locales y globales
 que la menoscaban a diario y entorpecen su genuino desarrollo; tener 
claros los vínculos envilecidos que priman en la interacción del 
presente, y filtrar los engaños que la desbordan.
        
-¿Qué tipo de proyecto de desarrollo –y de Estado- es necesario para alcanzarla?
        
Este
 sosiego insoportable, esta calma fastidiosa, son posibles por la 
ignorancia en la que las sociedades se hayan sumidas. Resulta 
inconcebible la tranquilidad cuando
 se comprende lo que ocurre a lo largo y ancho del planeta y se 
discierne la razón de los horrores acometidos en su nombre. La 
inconsciencia social, junto a la apatía, son tan oportunas para las 
oligarquías como la paz de los sepulcros que ellas mismas imponen.
        
El
 individuo se entera de algo y no sabe qué pasa. Una multitud cree saber
 lo que acontece y despliega su odio cerril contra el inocente y lo 
distinto, lejos de las
 verdaderas causas del desbarajuste. La manipulación hace lo suyo, por 
supuesto, pero menos en la acción episódica o a modo de operación 
particular, y sí más como algo intrínseco metido adentro al pisar la 
escuela inicial o atender el primer sonsonete mediático.
        
No
 llegamos a ser los pobres de espíritu a los que se refiere el Sermón de
 la Montaña de Jesús de Nazaret (Mt 5, 1; 7). No reconocemos siquiera 
las tremendas flaquezas
 propias, ni tenemos la bienaventuranza ni será nuestro el reino de los 
cielos. La pobreza espiritual de nuestras sociedades no se constituye 
por la percepción de los límites, sino que se alza del oscurantismo 
dominante. Y la educación cercena más quizás que
 las demás piezas mohosas de la castración.
        
El
 que estudia hasta el empacho más desdeña y desecha; el docto termina 
siendo otro pobre cretino. Abunda la ignorancia consentida, claro está, 
la barbarie por conveniencia,
 que se busca y cultiva porque con ella se cree lograr cierta 
aquiescencia moral o conseguir alguna clase de amnistía ética. Nada más 
errátil. Proliferan, de otra parte, los ignorantes infiltrados, 
resbaladizos, traidores; quienes convencen al iletrado (deslustrado)
 de su erudición y tino. O sociedades enteras, que sabiendo cuánto 
mienten sus dirigentes y cuán criminales son, siempre están dispuestas a
 avalarlos con el voto.
        
Por
 ejemplo, en Colombia, país en el cual la derecha y la ultraderecha 
eligen y reeligen a un líder como Álvaro Uribe Vélez o a su escogido, 
con plena consciencia de
 las ataduras delincuenciales de su estructura política. O en España, a 
cuya población José María Aznar le mintió de frente con sus fidedignos 
informes de que Sadam Hussein contaba con armas de destrucción masiva. 
Nunca hallaron tales armas en Iraq. “No sólo
 no las había, sino que siempre se supo que no las había. (…) Pese a 
todo, a los votantes del PP no les pareció motivo suficiente para 
cambiar su elección” (Fernández Liria, 2007). No les importaron entonces
 ni habrían de importarles después los dos millones
 cuatrocientos mil muertos (Davies, 2010), y que un país hubiera sido 
destruido por completo.
        
En
 el mismo Brasil, digamos, casi cincuenta y ocho millones de personas 
votaron por Jair Bolsonaro en la segunda vuelta, quien en la campaña 
dejó patente el talante
 homófobo, misógino y racista. Algo añadió clarísimo: “Hay que expurgar a
 Paulo Freire”. Y esa afluencia de pueblo que votó por Bolsonaro no votó
 contra Freire (o Lula da Silva o Dilma Rousseff), sino contra la 
educación popular que la tuvo en cuenta. Es decir,
 la emprendió en contra de sí misma. Los electores lo sabían y lo 
votaron, y el excapitán retribuye del modo que la genética le manda: con
 la militarización escolar.
        
O
 en los propios Estados Unidos, cuyos políticos se ufanan tanto del 
sistema que todavía creen que inventaron y al que sólo le prendieron las
 arandelas que los ingleses
 no alcanzaron a incluirle, y que no deja de ser una más de las tóxicas 
democracias occidentales, donde 65 853 516 de personas votaron por la 
señora Clinton a sabiendas de las crueldades de que fue capaz y 62 984 
825 votaron por el señor Trump teniendo claridad
 acerca de las que no tardaría en perpetrar. Donde, además, otra vez y 
gracias a esas tretas anexas, la cifra inferior de votantes resultó 
superior a la más elevada. Y he ahí a Trump gobernando.
        
En
 todos estos casos, así como en muchos otros, una ignorancia 
comprometida y egoísta que tampoco exculpa a una sociedad, o a una parte
 considerable de ella.
        
Unos
 desequilibrios que son factibles y no dejan de crecer porque quienes 
forjan las estructuras políticas, económicas y sociales lo han hecho a 
su manera y conveniencia
 a lo largo de los años. O de los siglos, porque se trata de una 
práctica que viene de la remota antigüedad.
        
Pero
 en los sustentos de la opresión están, también, las potencialidades 
para la liberación. Habremos de hallarlas en los mecanismos de la 
participación, ahora establecidos
 para todo lo contrario; en la educación, la gran utilitaria del 
sistema, y, desde los albores del siglo XIX, la guarda principal y 
cínica del statu quo; en los medios dominantes, actualmente, con la 
irremplazable función de acomodar los acontecimientos a la
 narrativa dispuesta. Y así.
        
Los
 entornos de autonomía son incómodos para el poder, que advierte en 
ellos los escenarios más desafiantes. Por eso, los planes de las 
instituciones educativas permanecen
 bajo rigurosa inspección. Por lo mismo, son promulgadas leyes que 
socavan la educación pública.
        
Los
 presupuestos de las instituciones educativas públicas son reducidos; a 
las universidades se las conduce a la ruina para facilitar su 
privatización, o, lo que es
 igual, se involucra a la empresa privada en la adecuación de los 
currículos, es decir, se efectúa una modernización educativa que lleva 
de cabeza a los tiempos de la Revolución Industrial, cuando el sistema 
educativo le manufacturaba obreros a la fábrica.
        
No se conquistará una sociedad distinta mediante esquemas 
supeditados a finalidades particulares, de clase social o sectoriales. 
Mucho menos, partiendo de la actual situación de carencia de soberanía, 
ausencia de fines comunes y perspectivas humanas
 (humanitarias y humanistas).
        
La
 naturaleza del plan educativo corresponde a un cálculo económico y 
político. El currículo no es la concreción de determinada cultura ni el 
sitio excepcional donde
 confluyen nociones epistemológicas con saberes ancestrales, el barniz 
sociológico con los vuelos de la praxis, la conjetura antropológica con 
las fisonomías específicas del educador y el educando. No puede suceder 
de otro modo toda vez que la intencionalidad
 del sistema educativo, corrompida en el fondo, no luce diferente en la 
forma.
        
El
 estado que apunte a encarar los desequilibrios, no queda otra, deberá 
comenzar por confrontar su armazón y el propio carácter. El primer paso 
no es saber quienes
 son los ciudadanos, lo que sin duda es útil para la coacción y las 
cargas impositivas, sino allanar el camino para que los propios 
ciudadanos se conozcan a sí mismos: que sepan dónde habitan y de dónde 
vienen, por qué están como están, para qué son buenos.
 Fértiles sembradíos de la educación.
        
Y
 donde comienza la entereza de un pueblo. Sólo los ciudadanos que tienen
 idea de dónde están parados le otorgan la cualidad de digna a una 
sociedad. La conversión
 que se plantee en términos distintos, o la propuesta bajo los estados 
hostiles que imperan hoy en día, ha de ser fraudulenta y han de ser 
endebles, si no aleves, los objetivos.
        
-¿Qué es lo que se espera de la Universidad en esta travesía?
        
Ya
 es hora de que las universidades en nuestras sociedades no sean los 
centros de moldeo de sujetos fragmentados y portadores del virus del 
conocimiento por segmentos.
 Mientras la universidad siga siendo un centro de la instrucción, ese 
eufemismo que abarca la exhumación lenta y pertinaz de la sabiduría, 
será difícil la conquista de condiciones de vida distintas. Y la 
concreción de otro mundo difícilmente será posible.
        
El
 impacto de una renovación educativa trascendente se tomará su tiempo, 
seguramente, y puede ser un proceso de años. Pero la modificación de un 
currículo y de un pénsum,
 los primeros pasos, sería algo breve, inmediato, si existiera la 
voluntad política para hacerlo. Algo elemental que no hay ni habrá en 
sociedades regidas por las lógicas perversas y utilitarias del capital.
        
En
 la universidad, la escuela, el colegio, yacen los soportes de la 
transformación auténtica. El centro educativo tendrá que ser un centro 
de cuestionamientos; en esa
 articulación, la universidad no puede ser otra cosa que el generador 
mayor de pensamiento crítico, que no es solamente el desmonte o la 
digestión de una realidad, sino, ante todo, la puerta abierta para la 
proposición y la construcción sociales.
        
La
 potencia y vigencia de datos, retentivas e hipótesis jamás está en las 
letras muertas que los consignan o formulan, sino en la capacidad que 
tengamos para desglosar
 sus sentidos y verlos moverse a través de la ventana. La sociedad 
requiere de seres suspicaces, esquivos frente a lo que oyen y ven, y 
recelosos a profundidad del conocimiento enlatado, de las estupendas 
ideas empacadas al vacío y de los artificios de manual
 para triunfar. No hay tales.
        
La
 duda es una herramienta útil para ser arte y parte de la realidad que 
tenemos por nuestra, en unas ocasiones, escurridiza, en otras, 
efectista. En esos reparos angustiantes
 puede radicar el secreto para que no seamos simples recitadores de sus 
bocadillos teatrales. En la universidad se construyen los interrogantes,
 y, cuanto antes, se desarman las geniales respuestas alcanzadas.
        
-¿Cómo deben actuar los intelectuales y las fuerzas democráticas en la construcción de este reordenamiento?
        
El
 papel de los intelectuales y de las fuerzas democráticas, en ese 
reordenamiento, tiene mucho que ver con proyectar los énfasis debidos y 
fomentar la reflexión en
 torno al único asidero efectivo que tiene lo trascendental en la 
tierra: lo cotidiano. Cada quien desde su perspectiva, ámbitos y 
competencias.
        
Ahí yacen las claves, las metafóricas, las alegóricas o las 
simbólicas, las que se quieran y a la vista, como La carta robada (Allan
 Poe, 1844), en “un tarjetero de cartón con filigrana de baratija, 
colgado por una cinta azul sucia de una anilla…” El
 quid para entender mejor lo que somos y lograr el inequívoco compromiso
 con lo que hacemos.
        
La
 actitud del intelectual no es conformidad porque sí ni discrepancia 
porque no. Más bien le corresponde la disputa sin tregua contra las 
iniquidades; resistencia
 contra las injusticias y rabia con la sinrazón del día a día.
        
De
 su expresión deberían despuntar las alarmas, los desasosiegos, la 
desesperanza y la esperanza en una sola frase. La conmoción de los 
intelectuales debería ser el
 lastre a cuestas de las sociedades, y, en especial, de la academia. 
Pero escasas veces es así.
        
Muchos
 intelectuales, escritores, pensadores, cuentan con gran capacidad de 
convocatoria, y sus reflexiones podrían avivar aquel impulso sin el cual
 es inviable cualquier
 transformación auténtica: la motivación. Y en este mundo de 
inseguridades, exclusión, fascismo, racismo, supremacías y todos los 
desajustes concebibles, las transformaciones sociales son cada vez más 
ineludibles y urgentes, comenzando por la cultural.
        
Pareciera
 que la integración es propugnada y alabada en innumerables textos por 
escritores recluidos e incomunicados. No es tan tarde como para no 
darnos cuenta que
 se están yendo las horas y los años.
        
La
 pugna por la transformación de la educación, sea como sea, como 
determinante para el futuro que le espera al ser humano, no dejará de 
ser una batalla de aquella
 categoría definida con acierto por Flaubert (1911): “Siempre 
sangrienta” y siempre con dos vencedores, “el que ganó y el que perdió”.
 Porque en esa consecución ganarán también, y aún más quizás, quienes 
ahora la obstaculizan con vehemencia.
*Juan Alberto Sánchez Marín.
Periodista,
 escritor y director de televisión colombiano. Analista en medios 
internacionales. Colaborador del Centro Latinoamericano de Análisis 
Estratégico (CLAE). Fue consultor
 ONU en medios. Productor en Señal Colombia, Telesur, RT e Hispantv.
BIBLIOGRAFÍA
-Davies, Nicolas J.S. (2010).
Blood on our Hands: the American Invasion and Destruction of Iraq. 440 págs.
Nimble Books LLC.
-Fernández Liria, Carlos; Fernández Liria, Pedro y Zahonero, Luis Alegre. (2007). Educación
 para la Ciudadanía. Apple Books.
-Flaubert, Gustave. (1911). “Diccionario de los lugares comunes”. (2019). Titivillus. Apple
 Books.
-Poe, Edgar Allan. (1844). Cuentos completos. (2016). Penguin Clásicos. Apple Books.
-Rousseau, Jean-Jacques. (1762). Emilio o De la educación. (2017). Edu Robsy: Menorca.
-AA. VV. (2012). Sagrada Biblia. “Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos
 es el reino de los cielos” (Mt 5, 3). Biblioteca Autores Cristianos: Madrid.
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9 de octubre de 2019
 
 
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