
En la aurora del 7 de noviembre de 1917 amaneció un
nuevo mundo de luchas y esperanzas. En la pluma de Trotsky aparece ese
parto inaudito:
“Trotsky comunica: desde el frente mandan fuerzas contra Petrogrado;
es necesario enviar inmediatamente comisarios del Soviet al frente, y a
todo el país, para dar cuenta de la revolución efectuada. Del escaso
sector de la derecha surgen algunas voces: ‘¡Está usted adelantándose a
la voluntad del Congreso de los soviets!’. El ponente contesta: ‘La
voluntad del Congreso está predeterminada por el inmenso hecho de la
insurrección de los obreros y soldados de Petrogrado. Ahora, lo único
que debemos hacer es desarrollar nuestra victoria’. El autor del
presente libro escribe en su autobiografía: ‘Cuando di cuenta del cambio
de régimen llevado a cabo durante la noche, reinó por espacio de
algunos segundos un silencio tenso… Al entusiasmo irrazonable sucedió la
reflexión inquieta. En esto se puso asimismo de manifiesto el certero
instinto histórico de los reunidos. Todavía podían esperarnos la
resistencia encarnizada del viejo mundo, la lucha, el hambre, el frío,
la ruina, la sangre, la muerte. ¿Venceremos?, se preguntaban muchos
mentalmente. De ahí el minuto de reflexión inquieta. ¡Venceremos!,
contestaban todos. Los nuevos peligros aparecían en una lejana
perspectiva. Pero en aquel instante teníamos la sensación de una gran
victoria, y esta sensación, que hervía en la sangre, se expansionó en la
tempestuosa ovación que se tributó a Lenin cuando, al cabo de casi
cuatro meses de ausencia, apareció por primera vez en esta asamblea”.
“En su discurso, Lenin trazó brevemente el programa de la revolución:
destruir el viejo aparato estatal; crear un nuevo sistema
administrativo a través de los soviets; tomar medidas para la
terminación inmediata de la guerra, apoyándose en el movimiento
revolucionario de los demás países; abolir la gran propiedad agraria y
conquistar con ello la confianza de los campesinos; instituir el control
obrero de la producción. ‘La tercera revolución rusa debe conducir, en
fin de cuentas, a la victoria del socialismo’”.
Lenin había retornado a Rusia tras superar un episodio que parece de
novela. El 21 de marzo de 1917, en la frontera entre Suecia y Finlandia,
en el tren que lo conducía a Rusia, un agente británico, Harold Gruner,
interrogó durante seis horas al personaje que se declaraba periodista.
Gruner sabía quién era ese señor -Lenin-, pero no tenía orden del
gobierno provincial ruso de Kerenshi para apresarlo, y tuvo que dejarlo
partir.
Después, triunfante la revolución, las potencias que luchaban contra
Alemania en la primera guerra mundial, temían al líder revolucionario
que reclamaba paz, pan y tierra. Si los bolcheviques tomaban el poder,
Rusia ya no sería la aliada de ese bloque.
En realidad, esas potencias soñaban con apoderarse de las riquezas de
Rusia. En diciembre de ese mismo año 1917, en una reunión del Consejo
Inter Aliado, se acordó que Inglaterra, interesada en el petróleo, se
adueñaría del Cáucaso, mientras que Francia se apoderaría de Rumania y
Besarabia. Los Estados Unidos codiciaban Siberia, por su enorme
potencial minero. Winston Churchill, furibundo anticomunista, era
ministro de guerra de Inglaterra y soñaba con destruir el régimen
soviético.
Los generales zaristas aliados con invasores extranjeros se
estrellaron contra el poder de la nueva Rusia. De entre las ruinas y el
atraso, surgió ahí una gran potencia industrial, que con el tiempo iba a
asombrar con su ciencia, incluida la espacial.
La revolución resolvió los problemas dejados por el zarismo y la nobleza y los capitalistas retrógrados.
No sólo en lo material soplaron nuevos vientos. En la poesía sonó,
junto con la voz del gigante Vladimir Maiakovski, las de Aleksander
Blok, Sergio Essenin, Ana Ajmátova, quienes, entre tragedias y
polémicas, enriquecieron la lírica y la épica del siglo. En el teatro,
nacieron nuevos métodos y técnicas: a comienzos de los años 20, Vsévolov
Meyerhold montó obras con miles de actores (pareció inspirado en el
prólogo del Fausto del poeta alemán Goethe: a las masas de espectadores
hay que oponerles las masas de actores). Sergio Eisenstein inventó el
montaje en el cine, para provecho no solo de cineastas, sino también de
escritores. En la pintura nacieron ahí algunos de los artistas plásticos
más revolucionarios del siglo, entre ellos Marc Chagall, el que pintó
novios volando en el espacio (¿quién que ha estado enamorado no sabe que
eso es realismo: sentir el vuelo del ensueño?).
Los planes económicos quinquenales inspiraron cambios en la economía
capitalista. Sin ellos, Rusia no habría podido, entre otras cosas,
ayudar a la revolución china y apoyar la resistencia contra el fascismo y
el imperialismo. En su Historia del siglo XX, Hobsbawm señala que sin
el ejército rojo soviético hubiera sido imposible derrotar a Hitler.
La Rusia soviética ha desaparecido gracias a una guerra que libraba
para proteger a su aliado en Afganistán. Mucho dinero y muchos muertos
costó eso a Moscú. El imperialismo yanqui apoyaba a los guerrilleros
islámicos con armas cortas. En una entrevista, Henry Kissinger expresó
que las muertes de esa contienda habían valido la pena porque el
malestar del pueblo soviético había causado la crisis y la caída del
régimen.
Pero el ejemplo, la posibilidad y la esperanza en el socialismo están al acecho en el mundo entero. Es un anhelo sin tiempo.
Hoy, más que nunca, el dilema es: SOCIALISMO O BARBARIE.
No hay comentarios:
Publicar un comentario