miércoles, 18 de septiembre de 2019

PUERTO RICO ENAJENACIÓN COLONIAL Y LIBERACIÓN

Nuestra América Nativa. Puerto Rico (1-3)
 
PUERTO RICO
 
ENAJENACIÓN COLONIAL Y LIBERACIÓN
 
Nils Castro
13/09/2019
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Cuenta una Isla su historia
envuelta en olas de fuego,
todo el camino que le da su memoria
va cubierto de un velo de miedo.1
 
         La literatura sobre las izquierdas en América Latina generalmente omite el caso de Puerto Rico. Esta insolidaria ignorancia excluye de nuestra América a ese pueblo y nación, cediendo su territorio a una potencia colonial. Sin embargo, la experiencia puertorriqueña, aparte de ser relevante en sí misma, también lo es para comprender otros importantes aspectos de la cuestión latinoamericana, como la dialéctica entre lo nacional y lo clasista, las opciones de la liberación nacional, así como el papel que la alienación colonial y neocolonial cumple al conformar actitudes de sometimiento y subordinación en nuestras sociedades.
         Ahora suele mencionarse más a Puerto Rico, tras la catástrofe de los dos grandes huracanes ‑‑Irma y María‑‑ que abatieron ese país en 2017 y, en particular, por el desgano con que el gobierno de Donald Trump demoró en atender esa tragedia. No obstante, suele pasarse por alto la larguísima crisis económica puertorriqueña, y sus consecuencias sociales, demográficas, morales y políticas, que habían venido acumulándose por más de 12 años ‑‑desde antes de la debacle global que Wall Street inició en 2008‑‑. Fue esa larga crisis lo que hizo de Puerto Rico un país y una sociedad tan frágiles como estos ciclones lo revelaron, puesto que a más crisis previa, mayor vulnerabilidad y peores tragedias ante cualquier tipo de eventualidades.
         A semejanza de los demás países latinoamericanos, en Puerto Rico las izquierdas han evolucionado como un conjunto de movimientos constituidos por corrientes políticas e ideológicas que exploran caminos distintos no solo por discrepancia de sus concepciones estratégicas, sino también por elegir diversos referentes o inspiradores en ultramar, o diferencias entre sus liderazgos locales. Pero, en este caso nacional, lo que más largamente distinguió a las izquierdas puertorriqueñas de sus análogas del Continente han sido sus enfoques sobre el problema colonial. Mientras en la mayoría de las repúblicas latinoamericanas ello se zanjó ‑‑de mejor o peor manera‑‑ antes de que sus posibles opciones de revolución social entraran a discutirse. Y donde eso no se resolvió en el siglo XIX, ambas cuestiones se entrecruzaron en el siglo XX y en lo que sigue por venir.
         Disyuntivas de la independencia
         Como sabemos, las luchas por la autodeterminación, independencia y soberanía implican la cuestión de quiénes serán los actores ‑‑el sujeto social‑‑ y los procedimientos necesarios para conquistarlas. Así como el propósito de impulsar el desarrollo social y políticamente más avanzado, que igualmente demanda encontrar y/o formar sus propios sujetos y estrategia, que no necesariamente son los mismos. En Puerto Rico, nación permanentemente sometida a regímenes coloniales ‑‑el español y enseguida el estadunidense‑‑, las izquierdas evolucionaron bajo la exigencia de combinar, de uno u otro modo, la lucha por reivindicaciones anticoloniales con los reclamos para moverse en busca de justicia, equidad y solidaridad sociales para su pueblo.
         Tras la euforia proestadunidense suscitada en 1898, cuando en la Guerra Hispanoamericana las tropas norteamericanas expulsaron a las autoridades españolas, enseguida vino la decepción. Ignorando las aspiraciones del pueblo puertorriqueño a la independencia, los nuevos mandos extranjeros ‑‑allí como en Filipinas y demás territorios conquistados en el Pacífico‑‑, decidieron quedarse con el país. Y por añadidura les negaron a los nativos tanto la posibilidad de adoptar sus propias normas sobre como elegir sus autoridades y darse ciudadanía propia.
         El gobierno yanqui se centró en implantar sus leyes, su idioma y costumbres, y particularmente en poner al territorio a disposición del capital norteamericano interesado en desarrollar a gran escala la industria del azúcar de caña. Al cañaveralizar masivamente casi toda la superficie agrícola (solo quedaron bosques en un 12 por ciento del territorio de la Isla2), los estadunidenses pusieron en vilo las fuentes tradicionales de riqueza de la élite local y la subsistencia alimentaria del resto de la población, lo que avivó un resentimiento nacionalista liderado por esa élite.
         A su vez, posesionándose para conservar sus privilegios y, por lo tanto, también para mantener a raya al independentismo popular, la oligarquía local ‑‑hasta entonces funcional mentora de los partidos anexionista y autonomista de la política colonial española‑‑ asumió ante las autoridades norteamericanas un comportamiento bífido. Combinó algunos reclamos específicos sobre la propiedad y explotación de la tierra, con las manifestaciones de sumisión que creyó más oportunas para acreditarse como los más serviciales administradores del nuevo poder imperial.
         La industrialización azucarera incrementó la masa de peones rurales y trabajadores de los ingenios. En las condiciones del nuevo género de dominación colonial, la iniciativa de organizar esa masa laboral se vinculó al sindicalismo norteamericano y, por esa vía, a la influencia que en ese entonces aún mantenía el Partido Obrero Socialista de Estados Unidos. En ese marco tomaron forma las concepciones y el lenguaje clasistas, junto a las reivindicaciones de la izquierda obrera norteamericana de esa época, asimilando a los trabajadores boricuas al movimiento obrero y socialista estadunidense, ajeno a los reclamos nacionales puertorriqueños.3
         Al desnacionalizarse así el movimiento obrero, los ideales de la independencia y del socialismo tomaron caminos separados. Con esto las reivindicaciones patrióticas pudieron verse estigmatizadas como señuelos de la oligarquía puertorriqueña, lo que le sustraía al independentismo su base clasista, y le restaba al movimiento obrero su naturaleza patriótica. Fractura que contribuiría a enajenar ambas corrientes, sustrayéndoles la posibilidad de fusionarse en un movimiento de liberación nacional.
         Esos reclamos borinqueños no eran menores, ni carecían de fuerza y madurez. Hacía más de un siglo, en noviembre de 1913, la Asamblea extraordinaria del Partido Unión de Puerto Rico4, generalmente conocido como el Partido Unionista ‑‑entonces el mayor de la Isla‑‑, repudió la Ley Orgánica o carta constitucional impuesta por las autoridades norteamericanas y adoptó, como primer artículo de su programa, la denuncia que dice:
         El pueblo de Puerto Rico se encuentra sometido a un régimen de gobierno decretado por el Congreso de Estados Unidos, a consecuencia de un tratado internacional y por la fuerza de una ley, donde el pueblo de Puerto Rico fue injustamente privado de toda intervención, en cuestiones que atañen a su vida, a su dignidad y a su libertad. Tal régimen, que impone al pueblo de Puerto Rico legisladores nombrados por el Presidente de los Estados Unidos, pone en manos de personas extrañas al país todos los departamentos ejecutivos, que excluye a los insulares del manejo de los fondos públicos y que atribuye a los dominadores un poder omnímodo en todas las ramas de la administración y el honor del pueblo puertorriqueño. La Unión de Puerto Rico consigna su más alta y vigorosa protesta contra el sistema imperante, y enérgicamente demanda remedio y justicia al pueblo de los Estados Unidos, para emanciparnos de una oligarquía que en su nombre se ejerce y que su espíritu rechaza.5
         Sin embargo, el segundo y tercer artículos del mismo programa se debatieron entre el ideal independentista, tenido por todos los asambleístas como la finalidad de ese partido, y una fórmula transitoria de autonomía, entendida como self government, que muchos de los asambleístas hallaban aceptable para luchar por algunos objetivos parciales hasta tanto las autoridades estadunidenses aceptasen dialogar sobre la independencia de la Isla6. Pero la sombra de esa disyuntiva se proyectaría hasta los partidos políticos puertorriqueños de finales del siglo XX: luego de 30 años de “americanización” del país, los oportunistas que en 1952 abogaron por el Estado Libre Asociado logaron convertir aquella opción “transitoria” de 1913 en la nueva forma de trasvestir y mantener el régimen colonial.
         Decantaciones y depuraciones
         El dilema que en aquel entonces extravió al antiguo Partido Socialista anticipó, en nuestras peculiares circunstancias latinoamericanas, la disyuntiva que años más tarde Rosa Luxemburgo le plantearía similarmente a la clase obrera polaca, al llamarla a militar con el movimiento proletario internacional ‑‑el ruso incluido‑‑, en vez de responder a los reclamos patrióticos de su nación, sojuzgada por el ejército zarista, reclamos que, desde el punto de vista europeo Rosa consideró “reaccionarios”. Como, mutatis mutandis, esa cuestión después tampoco sería ajena al browderismo, como versión extrema del frenteamplismo de la Tercera Internacional, que en las condiciones de la Segunda Guerra Mundial llamó a los revolucionarios latinoamericanos a deponer sus reclamos ante los abusos de las oligarquías locales y el intervencionismo norteamericano para, en su lugar, apoyar al esfuerzo antifascista global.7
         Pero, como la experiencia no ha dejado de repetirlo, hacer optar entre las aspiraciones patrióticas y las revolucionarias, en vez de darles un desarrollo común, a la postre lleva a cederle las reivindicaciones nacionales a la derecha en beneficio del interés oligárquico y neocolonial, no del interés popular.
         Al cabo, las sociedades nacionales son las estructuras concretas donde la lucha de clases y la historia se concentran y materializan. En el caso puertorriqueño, cuando unos años después las grandes centrales obreras norteamericanas abandonaron su orientación socialista, el sindicalismo boricua quedó uncido a la burocracia sindical estadunidense, con lo cual perdió esa proyección cuando ya había extraviado la identificación patriótica con su propio país.
         Solo más tarde surgiría el Partido Nacionalista de Puerto Rico (PNPR) que, a partir de los años 30, con el vehemente liderazgo de Pedro Albizu Campos, reagrupó a quienes privilegiaban la cuestión nacional ‑‑la lucha por la independencia, la autodeterminación y soberanía‑‑ como el campo social donde correspondía desarrollar las demás reivindicaciones populares. Albizu, patriota católico expresivo de la clase media, impulsó un abarcador movimiento independentista con sentido antimperialista ‑‑aunque no socialista‑‑, que proponía una república liberal de propietarios criollos, orientada a la solidaridad patriótica propia de un desarrollo capitalista equilibrado, guiada por un Estado interventor.
         Ese nacionalismo popular pronto enardeció a la Isla como expresión política mayoritaria y, asimismo, amplió simpatías entre las capas medias y la intelectualidad, a la vez que con significativas personalidades políticas del Caribe hispanohablante y América Latina. Pero su rápida expansión alarmó a las élites anexionistas y autonomistas, y a las autoridades estadunidenses, que no demoraron en desencadenar una áspera represión que persiguió y encarceló a la mayor parte de la dirigencia nacionalista para desarticular su movimiento.
         A su vez, desde los años 30 la izquierda y el progresismo boricuas originaron dos vertientes políticas. El ala independentista más moderada, encabezada por Luis Muñoz Marín, formó el Partido Popular Democrático (PPD), orientado a buscar paso a paso un incremento gradual de la soberanía nacional. Contra el latifundismo azucarero predicó la reforma agraria y la industrialización, y en los años de Franklin D. Roosevelt respaldó las políticas norteamericanas del New Deal.8
         Y poco más tarde se fundó un pequeño Partido Comunista (PC) que proponía luchar por la independencia y la revolución social, entendida según la óptica radical que en aquel momento sostenía la III Internacional. Visión que, sin embargo, ante la ofensiva del nazi‑fascismo en Europa, en los años 40 esa Internacional remplazó por una estrategia frenteamplista de alianzas antifascistas con los diversos sectores democráticos. Con lo cual en Puerto Rico no pocos cuadros del PC migraron al PPD, con la esperanza de que un diálogo con Washington permitiría alcanzar por ese medio un proceso de independencia para la Isla.9
         No obstante, recién pasada la Segunda Guerra Mundial las condiciones y perspectivas tomaron otro giro. Desaparecidos Roosevelt, el New Deal y su política regional de Buena Vecindad, con el viraje norteamericano hacia el hegemonismo, la Guerra Fría y el macartismo, en Puerto Rico los términos de la dominación colonial estadunidense volvieron a endurecerse. Con el ascenso del belicismo, el valor estratégico atribuido a la ubicación geográfica de la Isla retomó características más intolerantes.
         Anticipándose a un previsible endurecimiento represivo del autoritarismo norteamericano, la cúpula dominante del PPD prefirió abandonar su anterior retórica independentista y saltar al autonomismo, alegando que este sería más provechoso para procurarle prosperidad material al país, en remplazo de sus pasados ideales patrióticos. A su vez, como parte de un nuevo arreglo político, en 1948 el gobierno de Washington aceptaría que el gobernador de Puerto Rico pudiera ser un nativo electo por votación directa de los ciudadanos residentes en la Isla, si el candidato provenía de ese partido.
         Eso implicó cerrarle esa opción a cualquier otra fuerza representativa. Mediante la represiva Ley 600, en julio de 1950 se le eliminó toda posibilidad de participación política legal al Partido Nacionalista, y en octubre este protagonizó en varias ciudades puertorriqueñas un heroico intento insurreccional, que fue brutalmente reprimido. Lo que de inmediato fue pretexto para que el régimen colonial desplegase una ola represiva que asimismo barrió de las calles tanto a los dirigentes del Partido Comunista como a la mayor parte del liderazgo independentista.
 
En rechazo al oportunismo neocolonial de Muñoz Marín, el sector del PPD que permaneció leal a sus propósitos originarios rompió con la estructura muñocista y constituyó el Partido Independentista Puertorriqueño (PIP). Este asumió un proyecto de desarrollo protegido de la economía nacional, contrario a someter al país al interés de las corporaciones estadunidenses. En sus inicios, abanderó la intención de fundar una república democrática, con una visión más cercana a la tradición liberal puertorriqueña que a las ideas socialistas, estigmatizadas y perseguidas por el régimen imperial. Pero desde 1970, con el liderazgo de Rubén Berríos, se identificó con la socialdemocracia, con los métodos de lucha de la desobediencia civil y la necesidad de fundir en un mismo proyecto al nacionalismo y el socialismo.
         A la sombra de la Guerra Fría
         Tras aquellas recolocaciones políticas, el progreso material y la independencia nacional pasaron a ser presentadas por el oficialismo como opciones contrapuestas. El régimen difundió abrumadoramente el supuesto dilema según la cual toda posible forma de independencia del país condenaría a los puertorriqueños a relegarse en el atraso y subdesarrollo.
         Antes de la crisis que Puerto Rico hoy padece desde los años 90, la gestión colonialista cultivó masivamente el argumento de subvaloración según el cual “si no fuera por los americanos nos moriríamos de hambre”, y la cantinela racista de que “si fuéramos independientes estaríamos como en Santo Domingo”, estribillos hoy silenciados, luego de que hace una década las cifras económicas y migratorias puertorriqueñas son peores que las dominicanas. Lo que destaca que el colonialismo no solo genera alienación, sino que necesita impregnarla en la población para asentarse como colonialismo aceptado, ya sea por resignación o por seducción. Lo cual exige erosionar la autoestima del pueblo colonizado, y poner en duda ‑‑y hasta negar‑‑ su capacidad de autogobernarse de modo honesto y eficiente10. Sobre un ejemplo concreto volveremos más adelante.
         En las condiciones entronizadas por la Guerra Fría y el paroxismo contrarrevolucionario desatado, todas las expresiones locales y latinoamericanas a favor del derecho del pueblo puertorriqueño a su soberanía pasaron a ser presentadas como producto de las maquinaciones soviéticas contra Estados Unidos. El anticomunismo se convirtió en instrumento para amedrentar y desmovilizar no solo a los diferentes sectores cívicos, culturales y políticos de la Isla, sino también para desacreditar las simpatías que desde tiempos de Simón Bolívar y José Martí la independencia de Puerto Rico despertaba en Hispanoamérica.
         Aun así, los ideales antifascistas y democráticos movilizados por la guerra mundial, en los años 50 y 60 también alentarían al anticolonialismo y otras importantes causas sociales en la mayor parte del mundo. En la ONU, el auge del movimiento anticolonial no solo respaldó el proceso descolonizador, sino que impuso a las potencias coloniales la obligación de informar anualmente sobre su avance. Para soslayar reconocerse como tal y evadir el deber de informar del progreso de sus acciones para implementar la independencia de la Isla, en 1952 el gobierno norteamericano apeló al recurso de declarar a Puerto Rico “Estado Libre Asociado” (ELA), ficción gatopardista a la que sirvió ideológica y políticamente el entonces recién electo gobernador local, Luis Muñoz Marín.11
         La proclamación del ELA, sin embargo, no cambió el carácter colonial de la relación de la Isla con la metrópoli, sino la forma de ejercerla. La elección del gobernador y de un parlamento para atender asuntos de la administración local no equiparan a Puerto Rico con los estados que sí integran la Unión, ni hacen de la Isla un estado semiindependiente o en camino de serlo. En su lugar, el status de Puerto Rico está determinado por la llamada “cláusula territorial” de la Constitución norteamericana, según la cual la Isla es uno de los 14 “territorios no incorporados” que “pertenecen a” Estados Unidos pero “no son parte de” de ese país.12
         En esas circunstancias, no extraña que poco después, en los años 60 en Borinquen surgiese un movimiento independentista animado por una amplia participación estudiantil, a tono con el espíritu renovador que caracterizó a esa década, nutrida por los movimientos afroasiáticos de liberación, la Revolución Cubana y las grandes manifestaciones populares norteamericanas por los derechos civiles y contra la guerra en Vietnam ‑‑a la cual miles de puertorriqueños eran enviados por el servicio militar estadunidense‑‑, y tanto en Europa como en América por las revoluciones del 68. En la Isla, todo ello contribuyó a vincular de nueva cuenta al independentismo con una renovada visión democrática del socialismo.
         Luego, en 1971 surgiría el Partido Socialista Puertorriqueño (PSP), liderado por Juan Mari Bras. Con cuadros provenientes del antiguo Partido Comunista que asumían un perfil más pluralista, el PSP se diferenció de otros grupos más radicales invocando el ejemplo de la Unidad Popular chilena y escogiendo la política democrática como modo de influir en la evolución del país. Mientras el PIP proponía una alternativa de progreso social compatible con el capitalismo, identificando como su sujeto político al pueblo en general, el PSP mantuvo una concepción basada en el protagonismo del proletariado y en la Revolución cubana como su propósito ideal.
         No obstante, en los siguientes años esas organizaciones no lograron superar los efetos de la intensa campaña de “americanización” instrumentada por el régimen colonial. El asistencialismo entronizado por el Estado Libre Asociado y su modelo “modernizador”, pese a marchar al fracaso en el plano económico, en el campo de la cultura política consiguió mantener a los sectores populares alejados del proyecto de liberación nacional, enajenándolos como clientelas electorales de las opciones propias del sistema colonial: el autonomismo o el anexionismo.
         Además de socavar la confianza del pueblo boricua en sí mismo, y negar su capacidad intelectual y moral para gestionar una república viable, la crisis del modelo colonial no movió a la mayoría social hacia los ideales y azares del independentismo ni la revolución, sino que la redujo al conformismo de solicitar para la Isla algunas de las ventajas legales y económicas exclusivas ‑‑y excluyentes‑‑ de los Estados que sí son parte de la Unión Americana. Desvío por el cual, en su época, un pasado Partido Socialista ya se había extraviado.
         Al efecto, cabe recordar que la existencia misma del grueso de la clase trabajadora puertorriqueña dependía de la permanencia de las empresas norteamericanas en el país. La esperanza de disfrutar beneficios de la ciudadanía estadunidense ‑‑y de los correspondientes subsidios federales‑‑, contrarrestó la posibilidad de traducir la crisis económica y sus efectos sociales en nuevos desarrollos de la moral y la conciencia patrióticas. A la propuesta independentista se le achacó implicar una doble amenaza: para la prosperidad económica de la Isla y para la seguridad del régimen colonial. Con lo cual la paranoia anticomunista de los funcionarios norteamericanos de la Guerra Fría se complementó con la cultura reaccionaria de la oligarquía local, para justificar represión sistemática contra las ideas y las organizaciones independentistas y de izquierda. Lo que así remató en la disolución del PSP y el arrinconamiento del PIP, que debió luchar más por conservar a sus electores que por incrementar su votación.
         En las circunstancias de la decadencia del sistema colonial, el PIP permaneció activo en el campo político‑cultural, sosteniendo el debate sobre la realidad y las alternativas del país. Su defensa de la ética política y el éxito de sus luchas por el retiro de las bases militares de la Armada estadunidense ampliaron su influencia moral y cívica13. Estas luchas costaron el encarcelamiento de sus dirigentes, pero pudieron despertar significativas movilizaciones de la sociedad puertorriqueña ‑‑secundadas por los sindicatos, universidades e iglesias, y por los borinqueños emigrados a Estados Unidos‑‑, otorgándole al PIP una relevancia nacional bastante mayor que la de su peso electoral.
         De la Promesa a la Junta
         Sin embargo, para entender la tragedia, las decepciones, luchas y alternativas del siglo XXI puertorriqueño, el tema insoslayable es el de las causas y las consecuencias de la crisis económica y financiera que ‑‑desde antes del crash global que Wall Street desencadenó en 2008‑‑ azota a Puerto Rico y volvió a colocar a la Isla en los encabezados de la prensa internacional. Comprenderlo supone discernir dos fases: la del remate de la situación acumulada a lo largo de los diez años anteriores a los grandes huracanes de 2017, y la desatada tras estos meteoros.
         La suma de ambas fases arroja un doble vacío: por una parte, los mitos coloniales sobre las presumidas bondades del ELA (y la supuesta disposición estadunidense de auxiliar a los isleños) se derrumbaron. Volver a lo anterior no es deseable, como tampoco es posible. Y, además, el desastre de la situación creada y la incertidumbre de que lo podrá sobrevenir arrojan dificultades adicionales que difieren la oportunidad de debatir nuevas opciones confiables. El apremio de atender la supervivencia resta ocasión y energías para ocuparse del porvenir.
         Así, antes del impacto de los ciclones de 2017 ya el régimen colonial se había anticipado a crear condiciones que obstruyen cualquier proyecto de reconstrucción del país. En junio de 2016 ‑‑a más de un año de Irma y María‑‑, bajo el gobierno de Barak Obama la crisis fiscal puertorriqueña llegó al extremo de promulgar la llamada Ley Promesa14, que instauró la antidemocrática Junta de Supervisión y Administración Financiera. Creada en el Congreso de Washington DC, a esta Junta ‑‑la Junta‑‑ se la facultó para “balancear” ‑‑censurar y enmendar‑‑ al presupuesto de Puerto Rico, imponiendo medidas de austeridad (reducir servicios sociales, eliminar derechos laborales, recortar las pensiones de los jubilados, privatizar recursos energéticos, vender bienes públicos), con el fin de “reordenar” la administración de la economía y reestructurar la enorme deuda, con el objetivo de pagarla enseguida, para que la Isla regrese a los mercados de valores y pueda volver a endeudarse.
         El Congreso estableció que los integrantes de la Junta sean nombrados por la Casa Blanca entre quienes el mismo Congreso proponga15, con el fin de asegurar el pago de la deuda a los bonistas de Wall Street, aplicando los recortes que hagan falta. Al efecto, la Junta tiene el poder de aprobar o improbar el presupuesto, emitir leyes y disponer inversiones en infraestructura, desconociendo los órganos y autoridades electos y a la opinión pública borinqueña. Esto incluye acciones tan específicas como suspender el pago del bono de navidad a los empleados públicos, y derogar conquistas sociales como la que ilegalizaba los despidos injustificados.
         En realidad, la Junta encarna la intervención directa de Washington en la decisión de las actuaciones del gobierno puertorriqueño y suprime su supuesta autonomía16. Con ello, invalida la estructura gubernamental del Estado Libre Asociado y esfuma la escasa autonomía política y fiscal presuntamente concedida a la Isla por el estatuto del ELA en 1952. Esto es, la Junta, instituida antes de los huracanes para asegurar que Puerto Rico pague la deuda ‑‑no para superar la crisis‑‑, reconfirma su propósito, y su condición de autoridad superior impuesta a la del gobierno local, que antes bien debía centrarse en reconstruir al país.
         En consecuencia, rechazar la Junta pasaría a ser la primera prioridad del pueblo borinqueño, de sus independentistas, de sus demócratas y de todos los interesados en reconstruir la nación, devastada por los incompetentes y corruptos operadores del sistema colonial, antes que por los huracanes. Lo que conlleva arrancar la cáscara de pretextos, simulaciones y retórica que por tantos años han servido para realimentar la ficción ‑‑esto es, la alienación‑‑ que encubre la realidad colonial.
         Por el esplendor de la vitrina
         En los 10 años previos a Irma y María, la expansión de la crisis económica ya había desgastado al Estado Libre Asociado como modelo político, y desacreditado el bipartidismo propio del sistema. Aunque ese bipartidismo repetidas veces favoreció al partido anexionista (PNP) en detrimento del autonomista (PPD), esto a la par fue haciendo más ostensible el rechazo de Estados Unidos a admitir a Puerto Rico como posible parte de la Unión americana. Como también evidenció la depreciación de la Isla, que hace mucho le reporta más costos que beneficios a la potencia colonial.
         Para el imperio norteamericano, el valor de la Isla y la utilidad de poseerla ha oscilado por diferentes motivos, ninguno vinculado a la opinión ni al querer de los borinqueños. Desde el inicio de la Guerra Fría, para Estados Unidos poseer a Puerto Rico recicló el antiguo valor estratégico de la Isla como “llave” para controlar la Cuenca del Caribe y el acceso atlántico al Canal de Panamá. Devastada la superficie agrícola de Borinquen por la cañaveralización, otro 13 por ciento de su territorio pasó a ser ocupado por bases militares, mayormente de la Armada. Aparte de que la hegemonía norteamericana implantó un modelo de economía y de urbanización que arrasó los usos del suelo que antes sostuvieron al país, la explotación militar de la ubicación geográfica de la Isla justificó asignarle a eso los recursos que esto le costase al gobierno de Washington.
         Al propio tiempo, el régimen colonial se afanó en hacer de Puerto Rico una vitrina dedicada a exhibirle a Latinoamérica ‑‑y en particular a los propios borinqueños‑‑ las seductoras “ventajas” del nuevo modelo colonial. Con ese propósito, las inversiones turísticas, junto a las militares, remplazaron a la economía productiva en el sostenimiento del país.
         No obstante, en el curso de los años 80 el desarrollo de la tecnología militar y aeroespacial, así como los cambios del balance y despliegue de fuerzas, y de influencias geopolíticas, en la evolución de la Guerra Fría, provocarían que el valor militar de la Isla tendiera a decaer, al tiempo que aumentaba el malestar puertorriqueño por la excesiva incidencia de las bases militares y otras secuelas del sistema.17
         Con todo, la importancia de invertir en el esplendor de la vitrina como medio de fascinación ideológica, prosiguió. Dado que la ocupación estadunidense había vuelto insostenible la economía puertorriqueña, a inicios del siglo XXI el Tesoro Federal ya erogaba más de US$ 6,000 millones anuales en asistencia a los pobladores de la Isla en los rubros de nutrición, vivienda, salud y educación. Según el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, en el año 2012 el 37 por ciento de los puertorriqueños residentes en el archipiélago borinqueño recibió asistencia alimentaria por US$ 2,000 millones. Sin contar con que, a resultas del status colonial, los boricuas pueden emigrar libremente a la metrópoli, lo que enmascara y en apariencia mitiga las cifras, tanto de los subsidios federales como del número de las víctimas de la crisis que venía afligiendo a la población.
 
         Nota. Primera de tres entregas de este importante documento, para conocer la realidad de los países de Nuestra América Nativa. La (2-3) y la (3-3) se difundirán martes y miércoles próximos.
 
 
COLECTIVO PERÚ INTEGRAL
 
16 de septiembre de 2019

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