Por: Alfredo Valdivieso
Jueves, 28 Noviembre 2013 01:49
Su incidencia en la ciencia política
actual
El próximo 10 de
diciembre se cumplen 500 años del día en que el pensador florentino terminó de
escribir su célebre obra, aunque solo años más tarde vio la imprenta.
En algo así como
diez meses y haciendo un alto en otro de sus libros esenciales, ‘Discursos
sobre las primeras décadas de Tito Livio’, fue terminada la “pequeña obra”
(XXVI capítulos en 101 páginas, en editorial Gredos de Madrid) destinada a
Lorenzo de Médicis, duque de Urbino, al que aunque Maquiavelo señala con el
cognomento de ‘El Magnífico’, nada tiene que ver con su abuelo, antiguo
gobernante de facto de la República de Florencia, muerto en 1492.
Ser dedicado a
un hipotético y futuro príncipe, muestra, en palabras de Antonio Gramsci, “el
carácter utópico que reside en el hecho de que un Príncipe tal no existía en la
realidad histórica, no se presentaba al pueblo italiano con caracteres de inmediatez
objetiva, sino que era una pura abstracción doctrinaria, el símbolo del jefe,
del condottiero ideal”. Y según el mismo Gramsci: “pero los elementos
pasionales, míticos, contenidos en el pequeño volumen y planteados con recursos
dramáticos de gran efecto, se resumen y convierten en elementos, vivos en la
conclusión, en la invocación de un príncipe "realmente existente".
“La investigación es llevada con rigor lógico y desapego científico”.
La obra, que ha
sido considerada desde diversos ángulos, puede señalarse como la pionera de la
ciencia política moderna, clara definidora del Estado: de la necesidad del
estado nacional, de la moderna nación; y como la obra de un antifilósofo de la
pragmática realpolitik.
Su interés es
abrir brecha y mostrar un camino para la reunificación de Italia, dividida en
muchos pequeños estados, que tras múltiples guerras intestinas, con la paz de
Lodi en 1454, lograron establecer un equilibrio y una concentración por medio
de cinco Estados no hegemónicos: la república de Florencia, el ducado de Milán,
la serenísima república de Venecia, los Estados pontificios y el reino de
Nápoles. Es la conclusión de la urgente necesidad de liquidar la dominación
extranjera y la dependencia de tropas mercenarias; de la construcción de un ejército
nacional; y es en esencia la obra política que establece en definitiva una
barrera entre la Edad Media y los albores del Renacimiento.
Muy antes de la
aparición de El Príncipe, la política, confundida entre el poder espiritual y
el poder temporal (papas y reyes) en toda Eurasia, se fundamentaba en la
‘Ciudad de Dios’ obra de Agustín de Hipona, escrita entre 413 y 426, cuya
finalidad era refutar la opinión generalizada de que la caída del imperio
romano a manos de Alarico en 410 fue por la aceptación del cristianismo y el
abandono de los antiguos dioses. Sus cinco primeros capítulos de los veintidós,
sustentan la defensa de la nueva religión, y sus doce últimos justifican las
dos ciudades: la de dios y la de los hombres y la concatenación de las mismas.
Es el inicio de la formulación de teorías políticas, tras mil años de abandono
de las tesis de los clásicos griegos y siglos después de los clásicos romanos
Séneca y Cicerón, aunque a diferencia de éstas, ligadas estrictamente al
supuesto poder delegado por dios al papado.
A la Ciudad de
Dios sucede un largo y profundo debate político, por las expectativas e intereses (sobre todo
económicos y las necesidades de mercados abiertos) de las clases aristocráticas
y el feudalismo, con el cuestionamiento del papel preponderante de la Iglesia
como directora hegemónica de la sociedad y la detentadora del poder político
con un solo Estado, inicialmente el sacro impero romano y luego el
romano-germánico. Varias obras justificadoras del origen divino del poder y su obvia
supeditación a la Iglesia fueron las únicas formulaciones políticas de toda
Europa (al menos las publicadas). El ‘Régimen monárquico’, iniciado por Tomás
de Aquino, y terminado por uno de sus discípulos. La obra de similar nombre (De
regimene principum) de Egidio Romano y otras continuadoras de la misma
ideología pretenden mantener, con pequeñas variaciones la agustiniana. La lucha
porque el emperador se sometiera al papa o porque el poder temporal quedara
liberado del papado, llevó al surgimiento de los que pudiéramos llamar proto
partidos en el conglomerado de Italia, que trascienden a otros varios países
europeos: los güelfos, partidarios del papa, del que fuera uno de sus líderes
Francisco de Asís; y los gibelinos, partidarios de la separación del poder, uno
de cuyos esenciales líderes fue Dante Alighieri.
Y es justamente
Dante quien en ‘De Monarchia’ (escrita en 1313) propugna la separación de los
poderes, aunque no concibe todavía las nacionalidades, que insurgirán con la
plenitud del Renacimiento y la ascensión de la incipiente burguesía como clase
esencial de la sociedad. Es Dante el último escritor del Medioevo y el primero
del Renacimiento, y sobre el desarrollo de sus tesis se abonará un fértil
terreno en materia política. El cura, teólogo y médico Marsilio de Padua
formula poco después una especie de monarquía-república, representativa, con
legislativo ejercido por el pueblo en su obra ‘Defensor Pacis’ (Defensor de la
paz, 1324) y prevé tímidamente la creación de gobiernos y estados nacionales.
Tras ellos (y otros de menor trascendencia) y sobre la experiencia y la
observación aguda y perspicaz, Maquiavelo inaugura entonces el rudimento de la
moderna ciencia política.
Pero ésta no
surge de la nada. Aunque en el siglo XV se desvanece la ciencia política de la
Edad Media, la práctica con la aparición de las repúblicas en Italia y otros
lugares de Europa, que se transforman en tiranías y devienen principados,
impone la necesidad histórica de intentar justificar y teorizar sobre esos
hechos. Girolamo Savonarola, por ejemplo, a su paso como jefe de la República
de Florencia con el derrocamiento de los Médici, escribe su opúsculo –casi
olvidado hoy– ‘El régimen de gobierno de la ciudad de Florencia’.
La literatura
humanista formó, conjuntamente con los ejemplos de la antigüedad, el concepto
intelectual e ideológico de que los asuntos sociales, entre ellos los
políticos, son meramente humanos y naturales. No obstante los nuevos conceptos
políticos no aparecen sistematizados en obras claras y precisas, sino
especialmente en cartas y correspondencia diplomática, más observadoras, que
abandonan el latín como lengua oficial y establecen una especie de método. F.
Guicciardini y N. Maquiavelo son los principales compiladores, o mejor
tratadistas, de las experiencias y observaciones en Italia. El análisis
juicioso y riguroso, fijado hasta en el detalle lleva a Nicolás Maquiavelo a
escribir (en el retiro forzoso de su actividad política) sus tres obras que son
enlace entre sí: El príncipe, el Discurso sobre las primeras décadas de Tito
Livio y El arte de la guerra, ninguna de las cuales puede entenderse separada.
La primera acabada de la trilogía, El Príncipe, circula de mano en mano, y solo
es dada a la imprenta y publicada en 1532 con ‘gracia y privilegio’ del papa
Celemente VII; aunque sin embargo, producto de la Contrarreforma de Trento, es
incluido dentro de los libros prohibidos, en 1559. Las décadas (de Tito Livio) fue
publicada en 1531.
No es que
Maquiavelo haya ideado nada amoral en la política; simplemente puso a la luz
del día lo que era la práctica de gobierno tanto de repúblicas como de
monarquías. Pero lo más impugnado es que aconsejara la doblez, la apariencia,
la utilización de cualquier método con tal de poner por encima de todo la razón
de Estado. “Todos ven lo que aparentas, pocos comprenden lo que eres” es una
máxima que era ya común, aunque velada en su época. Pone de manifiesto una
particularidad de la naciente sociedad burguesa, y el individualismo de ella
emanado, acrecentado cada día, y recomienda al gobernante un trato que no
afecte los intereses económicos de sus súbditos, ni aun sus enemigos: “Los
hombres olvidan más fácilmente la muerte de su padre que la pérdida de su
patrimonio”. A lo que liga el consejo de usar de golpe lo más impopular y
administrar a cuentagotas los supuestos beneficios: “El mal se hace todo junto
y el bien se administra de a poco”.
Contra sus
‘consejos’ se desata toda una oleada de críticos acerbos, comenzando, entre los
más notables, con la reina Cristina de Suecia (siglo XVII) en sus comentarios;
siguiendo por Federico de Prusia, quien escribió y publicó su Antimaquiavelo en
1740, con prefacio de Voltaire; y continuando con Napoleón Bonaparte. Los dos
primeros (Cristina y Federico) se sabe con certeza que además de tener El
Príncipe como libro de cabecera practicaban como de actualidad las enseñanzas,
o mejor los desvelamientos de la obra. De Napoleón se sabe que en junio de
1815, tras la batalla de Waterloo, en su carroza se hallaron los manuscritos de
los comentarios (hoy se consigue incluso en la red con el título ‘dos obras en
una’: El príncipe de Nicolás Maquiavelo comentado por Napoleón Bonaparte). Es
justamente el corso quien en uno de sus apuntes o comentarios de pie de página
en su libro de lectura anota: “¿Qué importan los fines con tal que se llegue? Y
en los manuscritos de la carroza había
apuntado: “el éxito (no el fin) justifica los medios”. Hay quienes afirman que
los manuscritos fueron propaganda negra de los ingleses y sus aliados contra el
corso.
Pensadores
posteriores como Antonio Gramsci –ya comentado– fundador del Partido Comunista
de Italia y muerto en las cárceles fascistas, escribió un pequeño opúsculo ‘El moderno
príncipe’ que se ha insertado en muchas ediciones como prólogo a la obra de
Maquiavelo. “El moderno príncipe, el mito-príncipe, no puede ser una persona
real, un individuo concreto; sólo puede ser un organismo, un elemento de
sociedad complejo en el cual comience a concretarse una voluntad colectiva
reconocida y afirmada parcialmente en la acción. Este organismo ya ha sido dado
por el desarrollo histórico y es el partido político: la primera célula en la
que se resumen los gérmenes de voluntad colectiva que tienden a devenir
universales y totales”.
El marxismo ha
considerado El Príncipe como una de las obras fundantes de la ciencia política.
Maquiavelo sintetizó lo que había aprendido de los hombres, sobre todo de los
detentadores del poder; no buscó enseñar a los hombres cosas que desconocieran.
Las puso en negro sobre blanco; manifestó expresamente sus pensamientos y si
recomendó la apariencia fue lo sistematizado de la experiencia política en sus
largos años al servicio del poder. Para los comunistas, lejanos a la imputación
que se nos hace de seguir solo a los fundadores del socialismo científico,
Maquiavelo es uno de los maestros de la política universal y como tal hay que
conmemorar, así sea de forma sencilla, el quincentenario de uno de sus
escritos.
Sus máximas
tienen hoy aplicación en todos los Estados. Véase nada más la apariencia de
respeto a las libertades y garantías públicas en EE.UU. y la práctica impuesta
en especial con el espantajo de la lucha contra el terrorismo: conculcación de
todas las libertades, por razones de Estado: “Las armas se deben reservar para
el último lugar, donde y cuando los otros medios no basten”. Véase a Juan
Manuel Santos, solo como ejemplo: “Es central saber disfrazar bien las cosas y
ser maestro en el fingimiento”. Es recomendación que siguen al pie de la letra
todos los políticos burgueses del mundo: “Los hombres son tan simples, y se
someten hasta tal punto a las necesidades presentes, que quien engaña
encontrará siempre quien se deje engañar”.
Con exactitud no
se sabe de qué murió Nicolás Maquiavelo. Uno de sus hijos informa al profesor
de la universidad de Pisa, F. Nelli: “Con lágrimas en los ojos os digo que el
22 de este mes (junio de 1527) nuestro padre Nicolás ha muerto de dolores de
entrañas causados por un medicamento que tomó el día 20”. De todas formas su
obra sigue viva más que nunca a 500 años de haberse terminado una de las
principales, y ese hecho debería al menos recordarse.
Alfredo Valdivieso
Secretario General PCC Santander.
-.o0o.-
No hay comentarios:
Publicar un comentario