Gustavo Pérez Hinojosa
– Supongo que usted conoce el Código Militar.
– Sí, mi general
– ¿Entonces, que significa cambiar una instrucción en el campo de batalla?
– Pena de muerte inminente e inapelable.
– ¿Es usted totalmente consciente de ello?
– Sí, mi General.
– Supongo que usted conoce el Código Militar.
– Sí, mi general
– ¿Entonces, que significa cambiar una instrucción en el campo de batalla?
– Pena de muerte inminente e inapelable.
– ¿Es usted totalmente consciente de ello?
– Sí, mi General.
Siendo las 4 de la tarde de hoy, 6 de agosto del año 1824, la batalla
ya está irremediablemente perdida para el ejército patriota, integrado
principalmente por fuerzas colombianas, peruanas, argentinas,
venezolanas y chilenas. Otra vez la victoria es para el arma de la
caballería española, hace centurias imbatible.
Pero aún se escucha el choque de sables, el galope y el piafar de los caballos, los gritos y quejidos de los heridos en el aire translúcido de la tarde. Es horrendo el acezar de los que caen atravesados por las lanzas, el bronco retumbar de los cuerpos antes ágiles que se desploman sobre la tierra. El agudo quejido de quienes son atravesados por las espadas, y otra vez el relincho de los caballos al escape. O de los que se doblegan descoyuntados, o abiertos por algún tajo, hecho al quitar el cuerpo el combatiente al cual iba dirigido el sablazo.
Los escuadrones independentistas en estos momentos siguen siendo diezmados por las armas punzocortantes realistas, aunque algunos ya se baten en retirada. El agrupamiento que comanda directamente el general Miller va amenguando desordenado, pese a la bravura con que siguen luchando.
En estas circunstancias es que el comandante Isidoro Suárez, de apenas 23 años y jefe de los dos escuadrones que no han sido tomados en cuenta para ingresar a batalla, pide a su ayudante de campo, el teniente José Andrés Rázuri, que solicite órdenes concretas al General José de La Mar, acerca de las acciones que deberían tomar.
Ya Bolívar ha emprendido veloz carrera montado en “Palomo” su alazán blanco, huyendo desde el altozano desde donde ha contemplado la batalla, a unirse con la infantería que avanza a dos leguas de distancia al mando del General Sucre.
José Andrés Rázuri se acerca apresurado al General La Mar y aun galopando le consulta:
– El coronel Isidoro Suárez pide órdenes e instrucciones para los dos escuadrones a su mando.
– ¡Que huyan! –Dice a gritos La Mar– ¡Que emprendan la fuga! ¡Sálvense! ¡Escapen como puedan!
Rázuri espolea su caballo de regreso, bordeando el escenario de la batalla.
Le conmueve el titubeo de nuestras banderas, que aún flamean inhiestas. Y presiente el holocausto de los sueños más acariciados de una patria libre.
– ¿Qué dice? –Insiste Suárez con ansiedad al verle llegar.
Las palabras parecen habérsele atascado en su boca.
Ya terminan de pasar los jinetes españoles persiguiendo a los grupos dispersos de patriotas americanos.
– ¡Cuál es la orden! –Amenaza Suárez haciendo cabriolear su caballo.
Rázuri, al divisar otra vez cómo se escarnece a los nuestros, consciente que arriesga la vida, cambia en su mente y después en su boca la orden. Y las palabras sin vacilar brotan inatajables:
– Dice: ¡Ataquen como puedan! ¡Esa es la orden!
Rázuri después de haber respondido otra vez ha vuelto los ojos al campo de batalla en el momento en que se acuchilla a varios jinetes patriotas
Al decirlo ha sido consciente, como ironía, que el cambio apenas distan dos sílabas, que ni siquiera modifica totalmente una palabra completa. Pero que de repente de ello depende la libertad de América e ineluctablemente ahora también su destino.
Es inminente que por ello será fusilado, sin atenuantes ni apelaciones al alterar una orden en pleno campo de batalla, cualquiera sea el resultado que se obtenga. El Código Militar en tal sentido es estricto.
Pero todo sacrificio por el sueño de una patria libre vale la pena. Al final, la orden de ¡Escapen!, en el sonido, está tan cerca de: ¡Ataquen! ¡Apenas parece cambiada!
Para Isidoro Suárez la orden, tal y como ha sido anunciada, es lo que él esperaba. Y se regocija por ello. ¡Ahora es el momento de cargar!, piensa.
Por eso, sin demora levanta su espada, investido de un fuego sagrado, tres veces la blande en el aire, que relumbra ante sus más de cien hombres montados sobre mulas y caballos que hieren con sus belfos espumosos el aire de la tarde.
Antes de hincar los talones en los ijares de su corcel, se oye primero decir:
– ¡Soldados! ¡Desenvainen…! ¡Espadas!
Y luego prorrumpe en un grito:
– ¡Húsares del Perú! ¡Al ataque!
Cien voces resuenan como si temblara la tierra en un grito límpido y unánime:
– ¡Al ataque!
Pican espuelas y arremeten con tal furor que hacen trastrabillar a todo un ejército ya victorioso, a quien atacan por la retaguardia, y quienes ya sentían haber ganado la batalla.
El ímpetu es tal que no dejan jinete sobre caballo enemigo. Uno a uno va cayendo.
Ahora todo es un bosque tupido y trabado de lanzas y sables.
El rasguito de las espadas se oye como bordones graves, o a ratos agudos lamentos de guitarras.
O los gritos de quienes son cercenados o acuchillados con la espada, o atravesados por la lanza, se confunde con los clarines sonámbulos.
El rasguito a alas de moscas de los cuchillos entona con los tambores lejanos.
El vuelo cortante de las espadas, cuando surcan el aire, es el mismo sonido a cuerdas de mandolinas que se rasgan, se rompen y se callan para siempre.
Y en apenas veinte minutos están revirtiendo la contienda.
Necochea estaba herido y hecho prisionero y acaba de ser rescatado. Miller huía y ha vuelto. Y en estos momentos contraataca, encerrando a la caballería enemiga entre dos frentes.
Bolívar emprendió la fuga, se dice que para apurar a la infantería, y ver si con ella algo aún se puede salvar.
Pero, en estos momentos, más bien se persiguen a las escuadras realistas. Y Canterac deja el campo de batalla sin creer lo que sus ojos están viendo.
345 cuerpos de jinetes del ejército realista han quedado regados en el campo de batalla. 400 caballos ensillados con todos sus aparejos pasan a manos del ejército patriota. 17 jefes y oficiales del Ejército del Rey yacen muertos en la pampa. 80 prisioneros, entre jefes y soldados, restañan sus heridas.
No ha habido un solo disparo, ninguna explosión que produjera humo, ninguna detonación ha denigrado ni contaminado esta ara del sacrificio. Una ley sacrosanta ha querido que este sea un rito y una gesta heroica.
No lo ha mancillado el humo de ninguna detonación ni la pólvora de ninguna cobardía. Todo ha sido zumbido de espadas. Todo fuerza del músculo y del coraje.
Ya ha cesado el combate. Ya se detuvo la persecución.
La trabazón ha sido feroz, tanto que la mitad de muertos patriotas en esta contienda ha sido de los Húsares del Perú, que han quedado regados en el campo.
Algunos cuerpos aún yacen colgados del estribo de los caballos que relinchan y se sacuden impacientes.
Los jinetes del ejército realista del general Canterac sobrevivientes finalmente han emprendido la fuga más humillante durante largos siglos en que no habían sido abatidos.
La masa de bronce de la caballería del Regimiento Húsares del Perú, que se ha investido de gloria esta tarde, en su gran mayoría provienen de Trujillo, Chiclayo, Lambayeque y de la cuenca del Mantaro.
Los Húsares del Perú es un ejército de montoneros mestizos, la mayoría cetrinos, que han combatido en guerra de guerrillas al ejército colonial, que los teme como a nadie.
Para que no quepa dudas, todos visten de poncho, a ratos increíblemente colgado del hombro. Y todos tienen un lazo envuelto que cuelga de la silla de sus caballos.
En su mayoría usan un sombrero gacho de lana de vicuña en la cabeza.
Como armas tienen espadas, cuchillos, lanzas o picas que manejan con increíble destreza.
Ellos ya se han enfrentado en cientos de escaramuzas al ejército español.
Ellos mismos se han organizado y no reciben pago alguno de nadie.
700 peruanos se han incorporado en Rancas al ejército libertador el día 3 de agosto, es decir hace tres días. Y ellos son los que han dado la victoria.
Cuando los primeros mensajeros han llegado hasta el refugio de Bolívar y le han dado la noticia de la victoria este no podía creerla.
– ¡Imposible! –Ha sido la palabra más frecuente que ha salido de su boca.
Sin embargo, el General La Mar, jefe de la división peruana ha mandado llamar al teniente José Andrés Rázuri, natural de San Pedro de Lloc, población muy cerca de Trujillo, sobre quien pende orden de fusilamiento, y a quien interroga.
Tras amonestarle severamente con gesto adusto por su intolerable indisciplina, le dice de manera tajante:
– Supongo que usted conoce el Código Militar.
– Sí, mi general
– ¿Entonces, que significa cambiar una instrucción en el campo de batalla?
– Pena de muerte inminente e inapelable.
– ¿Es usted totalmente consciente de ello?
– Sí, mi General.
– Quiero decirle primero que soy consciente, y todo el ejército patriota lo sabe, que a usted se debe la victoria de esta tarde, pero ya sabe que en este tipo de decisiones los resultados no cuentan, cualesquiera que hayan sido.
– Sí, mi General.
– ¿Entonces? Dígame una razón.
– Si me permite, le diré dos: La primera: Decidí arriesgar mi vida porque continúa el complot en contra del Ejército del Perú, que se nos dejó fuera de la batalla en nuestro propio suelo. Aludía a que esos dos escuadrones Bolívar los había desestimado completamente. Ni los tomó en cuenta. Los dejó en la retaguardia por olvido o por desprecio.
– Esta aseveración agrava su situación. ¿Y la segunda?
– Vi la huella de nuestros sueños entre la yerba y la escarcha en la pampa de Junín. Y consideré que nuestro ejército debía seguir esas huellas.
La Mar se queda largo rato mirándolo:
Y levantándose de su asiento lo abrazó efusivamente.
Fragmento de “La épica victoria de Junín. Las huellas de nuestros sueños” de Danilo Sanchez Lihón
Pero aún se escucha el choque de sables, el galope y el piafar de los caballos, los gritos y quejidos de los heridos en el aire translúcido de la tarde. Es horrendo el acezar de los que caen atravesados por las lanzas, el bronco retumbar de los cuerpos antes ágiles que se desploman sobre la tierra. El agudo quejido de quienes son atravesados por las espadas, y otra vez el relincho de los caballos al escape. O de los que se doblegan descoyuntados, o abiertos por algún tajo, hecho al quitar el cuerpo el combatiente al cual iba dirigido el sablazo.
Los escuadrones independentistas en estos momentos siguen siendo diezmados por las armas punzocortantes realistas, aunque algunos ya se baten en retirada. El agrupamiento que comanda directamente el general Miller va amenguando desordenado, pese a la bravura con que siguen luchando.
En estas circunstancias es que el comandante Isidoro Suárez, de apenas 23 años y jefe de los dos escuadrones que no han sido tomados en cuenta para ingresar a batalla, pide a su ayudante de campo, el teniente José Andrés Rázuri, que solicite órdenes concretas al General José de La Mar, acerca de las acciones que deberían tomar.
Ya Bolívar ha emprendido veloz carrera montado en “Palomo” su alazán blanco, huyendo desde el altozano desde donde ha contemplado la batalla, a unirse con la infantería que avanza a dos leguas de distancia al mando del General Sucre.
José Andrés Rázuri se acerca apresurado al General La Mar y aun galopando le consulta:
– El coronel Isidoro Suárez pide órdenes e instrucciones para los dos escuadrones a su mando.
– ¡Que huyan! –Dice a gritos La Mar– ¡Que emprendan la fuga! ¡Sálvense! ¡Escapen como puedan!
Rázuri espolea su caballo de regreso, bordeando el escenario de la batalla.
Le conmueve el titubeo de nuestras banderas, que aún flamean inhiestas. Y presiente el holocausto de los sueños más acariciados de una patria libre.
– ¿Qué dice? –Insiste Suárez con ansiedad al verle llegar.
Las palabras parecen habérsele atascado en su boca.
Ya terminan de pasar los jinetes españoles persiguiendo a los grupos dispersos de patriotas americanos.
– ¡Cuál es la orden! –Amenaza Suárez haciendo cabriolear su caballo.
Rázuri, al divisar otra vez cómo se escarnece a los nuestros, consciente que arriesga la vida, cambia en su mente y después en su boca la orden. Y las palabras sin vacilar brotan inatajables:
– Dice: ¡Ataquen como puedan! ¡Esa es la orden!
Rázuri después de haber respondido otra vez ha vuelto los ojos al campo de batalla en el momento en que se acuchilla a varios jinetes patriotas
Al decirlo ha sido consciente, como ironía, que el cambio apenas distan dos sílabas, que ni siquiera modifica totalmente una palabra completa. Pero que de repente de ello depende la libertad de América e ineluctablemente ahora también su destino.
Es inminente que por ello será fusilado, sin atenuantes ni apelaciones al alterar una orden en pleno campo de batalla, cualquiera sea el resultado que se obtenga. El Código Militar en tal sentido es estricto.
Pero todo sacrificio por el sueño de una patria libre vale la pena. Al final, la orden de ¡Escapen!, en el sonido, está tan cerca de: ¡Ataquen! ¡Apenas parece cambiada!
Para Isidoro Suárez la orden, tal y como ha sido anunciada, es lo que él esperaba. Y se regocija por ello. ¡Ahora es el momento de cargar!, piensa.
Por eso, sin demora levanta su espada, investido de un fuego sagrado, tres veces la blande en el aire, que relumbra ante sus más de cien hombres montados sobre mulas y caballos que hieren con sus belfos espumosos el aire de la tarde.
Antes de hincar los talones en los ijares de su corcel, se oye primero decir:
– ¡Soldados! ¡Desenvainen…! ¡Espadas!
Y luego prorrumpe en un grito:
– ¡Húsares del Perú! ¡Al ataque!
Cien voces resuenan como si temblara la tierra en un grito límpido y unánime:
– ¡Al ataque!
Pican espuelas y arremeten con tal furor que hacen trastrabillar a todo un ejército ya victorioso, a quien atacan por la retaguardia, y quienes ya sentían haber ganado la batalla.
El ímpetu es tal que no dejan jinete sobre caballo enemigo. Uno a uno va cayendo.
Ahora todo es un bosque tupido y trabado de lanzas y sables.
El rasguito de las espadas se oye como bordones graves, o a ratos agudos lamentos de guitarras.
O los gritos de quienes son cercenados o acuchillados con la espada, o atravesados por la lanza, se confunde con los clarines sonámbulos.
El rasguito a alas de moscas de los cuchillos entona con los tambores lejanos.
El vuelo cortante de las espadas, cuando surcan el aire, es el mismo sonido a cuerdas de mandolinas que se rasgan, se rompen y se callan para siempre.
Y en apenas veinte minutos están revirtiendo la contienda.
Necochea estaba herido y hecho prisionero y acaba de ser rescatado. Miller huía y ha vuelto. Y en estos momentos contraataca, encerrando a la caballería enemiga entre dos frentes.
Bolívar emprendió la fuga, se dice que para apurar a la infantería, y ver si con ella algo aún se puede salvar.
Pero, en estos momentos, más bien se persiguen a las escuadras realistas. Y Canterac deja el campo de batalla sin creer lo que sus ojos están viendo.
345 cuerpos de jinetes del ejército realista han quedado regados en el campo de batalla. 400 caballos ensillados con todos sus aparejos pasan a manos del ejército patriota. 17 jefes y oficiales del Ejército del Rey yacen muertos en la pampa. 80 prisioneros, entre jefes y soldados, restañan sus heridas.
No ha habido un solo disparo, ninguna explosión que produjera humo, ninguna detonación ha denigrado ni contaminado esta ara del sacrificio. Una ley sacrosanta ha querido que este sea un rito y una gesta heroica.
No lo ha mancillado el humo de ninguna detonación ni la pólvora de ninguna cobardía. Todo ha sido zumbido de espadas. Todo fuerza del músculo y del coraje.
Ya ha cesado el combate. Ya se detuvo la persecución.
La trabazón ha sido feroz, tanto que la mitad de muertos patriotas en esta contienda ha sido de los Húsares del Perú, que han quedado regados en el campo.
Algunos cuerpos aún yacen colgados del estribo de los caballos que relinchan y se sacuden impacientes.
Los jinetes del ejército realista del general Canterac sobrevivientes finalmente han emprendido la fuga más humillante durante largos siglos en que no habían sido abatidos.
La masa de bronce de la caballería del Regimiento Húsares del Perú, que se ha investido de gloria esta tarde, en su gran mayoría provienen de Trujillo, Chiclayo, Lambayeque y de la cuenca del Mantaro.
Los Húsares del Perú es un ejército de montoneros mestizos, la mayoría cetrinos, que han combatido en guerra de guerrillas al ejército colonial, que los teme como a nadie.
Para que no quepa dudas, todos visten de poncho, a ratos increíblemente colgado del hombro. Y todos tienen un lazo envuelto que cuelga de la silla de sus caballos.
En su mayoría usan un sombrero gacho de lana de vicuña en la cabeza.
Como armas tienen espadas, cuchillos, lanzas o picas que manejan con increíble destreza.
Ellos ya se han enfrentado en cientos de escaramuzas al ejército español.
Ellos mismos se han organizado y no reciben pago alguno de nadie.
700 peruanos se han incorporado en Rancas al ejército libertador el día 3 de agosto, es decir hace tres días. Y ellos son los que han dado la victoria.
Cuando los primeros mensajeros han llegado hasta el refugio de Bolívar y le han dado la noticia de la victoria este no podía creerla.
– ¡Imposible! –Ha sido la palabra más frecuente que ha salido de su boca.
Sin embargo, el General La Mar, jefe de la división peruana ha mandado llamar al teniente José Andrés Rázuri, natural de San Pedro de Lloc, población muy cerca de Trujillo, sobre quien pende orden de fusilamiento, y a quien interroga.
Tras amonestarle severamente con gesto adusto por su intolerable indisciplina, le dice de manera tajante:
– Supongo que usted conoce el Código Militar.
– Sí, mi general
– ¿Entonces, que significa cambiar una instrucción en el campo de batalla?
– Pena de muerte inminente e inapelable.
– ¿Es usted totalmente consciente de ello?
– Sí, mi General.
– Quiero decirle primero que soy consciente, y todo el ejército patriota lo sabe, que a usted se debe la victoria de esta tarde, pero ya sabe que en este tipo de decisiones los resultados no cuentan, cualesquiera que hayan sido.
– Sí, mi General.
– ¿Entonces? Dígame una razón.
– Si me permite, le diré dos: La primera: Decidí arriesgar mi vida porque continúa el complot en contra del Ejército del Perú, que se nos dejó fuera de la batalla en nuestro propio suelo. Aludía a que esos dos escuadrones Bolívar los había desestimado completamente. Ni los tomó en cuenta. Los dejó en la retaguardia por olvido o por desprecio.
– Esta aseveración agrava su situación. ¿Y la segunda?
– Vi la huella de nuestros sueños entre la yerba y la escarcha en la pampa de Junín. Y consideré que nuestro ejército debía seguir esas huellas.
La Mar se queda largo rato mirándolo:
Y levantándose de su asiento lo abrazó efusivamente.
Fragmento de “La épica victoria de Junín. Las huellas de nuestros sueños” de Danilo Sanchez Lihón
buena ,,, parte de nuestra historia,,
ResponderEliminaresa parte no sabia que dicho general estaba huyendo
y asi lo konsideran como libertados,,,
eso se llmaria covardia,,,