-0-
Constitución: verdadera (real), escrita (de papel)
¿QUÉ ES UNA CONSTITUCIÓN?
Autor: Ferdinand Lassalle
Berlín abril de 1862
-1-
Señores:
Se me ha invitado a pronunciar ante vosotros una conferencia, para la cual he elegido un tema cuya importancia no necesita encarecimiento, por su gran actualidad. Voy a hablaros de problemas constitucionales, de lo que es una Constitución.
Pero antes de nada, quiero advertiros que mi conferencia tendrá un carácter estrictamente científico. Y, sin embargo, o mejo dicho, precisamente por ello mismo, no habrá entre vosotros una sola persona que no sea capaz de seguir y comprender, desde el principio hasta el fin, lo que aquí se exponga.
Pues la verdadera ciencia, señores -nunca está de más recordarlo-, no es otra cosa que esa claridad de pensamiento que, sin arrancar de supuesto alguno preestablecido, va derivando de sí misma, paso a paso, todas sus consecuencias, imponiéndose con la fuerza coercitiva de la inteligencia a todo aquel que siga atentamente su desarrollo.
Esta claridad de pensamiento no reclama, pues, de quienes escuchan ningún género de premisas especiales. Antes al contrario, no consistiendo, como acabamos de decir, en otra cosa que en aquella ausencia de toda premisa sobre la que el pensamiento se edifica, para alumbrar de su propia entraña todos sus resultados, no sólo no necesita de ellas, sino que no las tolera. Sólo tolera y sólo exige una cosa, y es que quienes escuchan no traigan consigo supuestos previos de ningún género, ni prejuicios arraigados, sino que vengan dispuestos a colocarse frente al tema, por mucho que acerca de él hayan hablado o discurrido, como si lo investigasen por vez primera, como si aún no supiesen nada fijo de él, desnudándose, a lo menos por todo el tiempo que dure la nueva investigación, de cuanto respecto a él estuviesen acostumbrados a dar por sentado.
I. ¿QUÉ ES UNA CONSTITUCIÓN?
Comienzo, pues, mi conferencia con esta pregunta: ¿Qué es una Constitución? ¿En qué consiste la verdadera esencia de una Constitución? Por todas partes y a todas horas, tarde, mañana y noche, estamos oyendo hablar de Constitución y de problemas constitucionales. En los periódicos, en los círculos, en las tabernas y restaurantes, es éste el tema inagotable de todas las conversaciones.
Y sin embargo, formulada en términos precisos esta pregunta: ¿En qué está la verdadera esencia, el verdadero concepto de una constitución?, mucho me temo que, entre tantos y tantos como hablan de ello, no haya más que unos pocos, muy pocos, que puedan dar una contestación satisfactoria.
Muchos veríanse tentados, seguramente, a echar mano, para contestarnos, al volumen en que se guarda la legislación prusiana del año 1850, hasta dar en él con la Constitución del reino de Prusia.
Pero esto no sería, claro está, contestar a lo que yo pregunto. No basta presentar la materia concreta de una determinada Constitución, la de Prusia o la que sea, para dar por contestada la pregunta que yo formulo: ¿dónde reside la esencia, el concepto de una Constitución, cualquiera que ella fuere?
Si hiciese esta pregunta a un jurista, me contestaría seguramente en términos parecidos a éstos: “La Constitución es un pacto jurado entre el rey y el pueblo, que establece los principios básicos de la legislación y del gobierno dentro de un país”. O en términos un poco más generales, puesto que también ha habido y hay Constituciones republicanas: “La Constitución es la ley fundamental proclamada en el país, en la que se echan los cimientos para la organización del Derecho público de esa nación”.
Pero todas estas definiciones jurídicas formales, y otras parecidas que pudieran darse, distan mucho de dar satisfacción a la pregunta por mí formulada. Estas contestaciones, cualesquiera que ellas sean, se limitan a describir exteriormente cómo se forman las Constituciones y qué hacen, pero no nos dicen lo que una Constitución es. Nos dan criterios, notas calificativas para reconocer exterior y jurídicamente una Constitución. Pero no nos dicen, ni mucho menos, dónde está el concepto de toda Constitución, la esencia constitucional. No sirven, por tanto, para orientarnos acerca de si una determinada Constitución es, y por qué, buena o mala, factible o irrealizable, duradera o inconsistente, pues para ello sería menester que empezasen por definir el concepto de la Constitución. Lo primero es saber en qué consiste la verdadera esencia de una Constitución, y luego se verá si la carta constitucional determinada y concreta que examinamos se acomoda o no a esas exigencias sustanciales. Mas, para esto, no nos sirven de nada esas definiciones jurídicas y formalistas que se aplican por igual a toda suerte de papeles firmados por una nación o por ésta y su rey, para proclamarlas por Constituciones, cualquiera que sea su contenido, sin penetrar para nada en él. El concepto de la Constitución -como hemos de ver palpablemente cuando a él hayamos llegado- es la fuente primaria de que se derivan todo el arte y toda la sabiduría constitucionales; sentado aquel concepto, se desprenden de él espontáneamente y sin esfuerzo alguno.
Repito, pues, mi pregunta: ¿Qué es una Constitución? ¿Dónde está la verdadera esencia, el verdadero concepto de una Constitución?
Como todavía no lo sabemos, pues es aquí donde debemos indagarlo, todos juntos, aplicaremos un método que es conveniente poner en práctica siempre que se trata de esclarecer el concepto de una cosa. Este método, señores, es muy sencillo. Consiste simplemente en comparar la cosa cuyo concepto se investiga con otra semejante a ella, esforzándonos luego por penetrar clara y nítidamente en las diferencias que separan una de otra.
1. LEY Y CONSTITUCIÓN
Aplicando este método, yo me pregunto: ¿En qué se distinguen una Constitución y una Ley?
Ambas, la ley y la Constitución, tienen, evidentemente, una esencia genérica común. Una Constitución, para regir, necesita de la promulgación legislativa, es decir, que tiene que ser también ley. Pero no es una ley como otra cualquiera, una simple ley: es algo más. Entre los dos conceptos no hay sólo afinidad; hay también desemejanza. Esta desemejanza, que hace que la Constitución sea algo más que una simple ley, podría probarse con cientos de ejemplos.
El país, por ejemplo, no protesta de que a cada rato se estén promulgando leyes nuevas. Por el contrario, todos sabemos que es necesario que todos los años se promulguen un número más o menos grande de nuevas leyes. Sin embargo, no puede dictarse una sola ley nueva sin que se altere la situación legislativa vigente en el momento de promulgarse, pues si la ley nueva no introdujese cambio alguno en el estatuto legal vigente, sería absolutamente superflua y no habría para qué promulgarla. Mas no protestamos de que las leyes se reformen. Antes al contrario, vemos en estos cambios, en general, la misión normal de los cuerpos gobernantes. Pero, en cuanto nos tocan a la Constitución, alzamos voces de protesta y gritamos: ¡Dejad estar a la Constitución! ¿De dónde nace esta diferencia? Esta diferencia es tan innegable, que hay hasta Constituciones en que se dispone taxativamente que la Constitución no podrá alterarse en modo alguno; en otras, se prescribe que para su reforma no bastará la simple mayoría, sino que deberán reunirse las dos terceras partes de los votos del Parlamento; y hay algunas en que la reforma constitucional no es de a competencia de los cuerpos colegisladores, ni aun asociados al poder ejecutivo, sino que para acometerla deberá convocarse extra, ad hoc, expresa y exclusivamente para este fin, una nueva asamblea legislativa, que decida acerca de la oportunidad o conveniencia de la transformación.
En todos estos hechos se revela que, en el espíritu unánime de los pueblos, una Constitución debe ser algo mucho más sagrado todavía, más firme y más inconmovible que una ley ordinaria.
Vuelvo, pues, a mi pregunta de antes: ¿En qué se distingue una Constitución de una simple ley?
A esta pregunta se nos contestará, en la inmensa mayoría de los casos: La Constitución no es una ley como otra cualquiera, sino la ley fundamental del país. Es posible, señores, que en esta contestación vaya implícita, aunque de un modo oscuro, la verdad que se investiga. Pero la respuesta, así formulada, de una manera tan confusa, no puede satisfacernos. Pues inmediatamente surge, sustituyendo a la otra, esta interrogación: ¿Y en qué se distingue una ley de la ley fundamental? Como se ve, seguimos donde estábamos. No hemos hecho más que ganar un nombre, una palabra nueva, el término “ley fundamental”, que de nada nos sirve mientras no sepamos decir cuál es, repito, la diferencia entre una ley fundamental y otra ley cualquiera.
Intentemos, pues, ahondar un poco más en el asunto, indagando qué ideas o qué nociones son las que van asociadas a ese nombre de “ley fundamental”, o, dicho en otros términos, cómo habría que distinguir entre sí una ley fundamental y otra ley cualquiera para que la primera pueda justificar el nombre que se asigna.
Para ello será necesario:
1º Que la ley fundamental sea una ley que ahonde más que las leyes corrientes, como ya su predicado de “fundamental” indica.
2º Que constituya -pues de otro modo no merecería llamarse fundamental- el verdadero fundamento de las otras leyes; es decir, que la ley fundamental, si realmente pretende ser acreedora de ese nombre, deberá informar y engendrar las demás leyes ordinarias basadas sobre ella. Le ley fundamental, para serlo, habrá, pues, de actuar e irradiar a través de las leyes ordinarias del país.
3º Pero las cosas que tienen un fundamento no son como son por antojo, pudiendo se también de otra manera, sino que son así porque necesariamente tienen que ser. El fundamento a que responden no les permite ser de otro modo. Sólo las cosas carentes de un fundamento, que son las cosas casuales y fortuitas, pueden ser como son o de otro modo cualquiera. Lo que tiene un fundamento no, pues aquí obra la ley de la necesidad. Los planetas, por ejemplo, se mueven dentro de un determinado modo.¿Este desplazamiento responde a causas, a fundamentos que los rijan, o no? Si no hubiera tales fundamentos, su desplazamiento sería casual y podría variar en cualquier instante, estaría variando siempre. Pero si realmente responde a un fundamento, si responde, como pretenden los investigadores, a la fuerza de la atracción del sol, basta esto para que el movimiento de los planetas esté regido y gobernado de tal modo por ese fundamento, por la fuerza de la atracción del sol, que no puede ser de otro modo, sino tal y como es. La idea del fundamento lleva, pues, implícita la noción de una necesidad activa, de una fuerza eficaz que hace, por ley de necesidad, que lo que sobre ella se funda sea así y no de otro modo.
Si, pues, la Constitución es la ley fundamental de un país, será -y aquí empezamos ya, señores, a entrever un poco más de luz-, un algo que pronto hemos de definir y deslindar, o, como provisionalmente hemos visto, una fuerza activa que hace, por un imperio de necesidad, que todas las demás leyes e instituciones jurídicas vigentes en el país sean lo que realmente son, de tal modo que, a partir de ese instante, no puedan promulgarse, en ese país, aunque se quisiese, otras cualesquiera.
Ahora bien, señores, ¿es que existe en un país -y al preguntar esto, empieza ya a alborear la luz tras de la que andamos- algo, alguna fuerza activa e informadora, que influya de tal modo en todas las leyes promulgadas en ese país, que las obligue a ser necesariamente, hasta cierto punto, lo que son y como son, sin permitirles der de otro modo?
-2-
2. LOS FACTORES REALES DEL PODER
Sí, señores; existe, sin duda, y este algo que investigamos reside, sencillamente, en los factores reales de poder que rigen en una sociedad determinada.
Los factores reales de poder que rigen en el seno de cada sociedad son esa fuerza activa y eficaz que informa todas las leyes e instituciones jurídicas de la sociedad en cuestión, haciendo que no puedan ser, en sustancia, más que tal y como son.
Me apresuraré a poner esto en claro con un ejemplo plástico. Cierto es que este ejemplo, al menos en la forma en que voy a ponerlo, no puede llegar as darse nunca en la realidad. Pero, aparte de que en seguida veremos, probablemente, que este mismo ejemplo se puede dar muy bien bajo otra forma, no se trata de saber si el ejemplo puede o no darse, sino de lo que de él podamos aprender respecto a lo que sucedería, si llegara a ser realidad.
Saben ustedes, señores, que en Prusia sólo tienen fuerza de ley los textos publicados en la colección legislativa. Esta colección legislativa se imprime en una tipografía concesionaria situada en Berlín. Los originales de las leyes se custodian en los archivos del Estado, y en otros archivos, bibliotecas y depósitos se guardan las colecciones legislativas impresas.
Supongamos ahora, por un momento, que se produjera un gran incendio, por el estilo de aquel magno incendio de Hamburgo, y que en él quedasen reducidos a escombros todos los archivos del Estado, todas las bibliotecas públicas, que entre las llamas pereciese también la imprenta concesionaria de la colección legislativa, y que lo mismo, por una singular coincidencia, ocurriese en las demás ciudades de la monarquía, arrasando incluso las bibliotecas particulares en que figurase esa colección, de tal modo que en toda Prusia no quedase ni una sola ley, ni un solo texto legislativo acreditado en forma auténtica.
Supongamos esto. Supongamos que el país, por este siniestro, quedase despojado de todas sus leyes, y que no tuviese más remedio que darse otras nuevas.
¿Creen ustedes, señores, que en este caso el legislador, limpio el solar, podría ponerse a trabajar a su antojo, hacer las leyes que mejor le pareciesen, a su libre albedrío? Vamos a verlo.
a) La monarquía.
Supongamos que ustedes dijesen: Ya que las leyes han perecido y vamos a construir otras totalmente nuevas, desde los cimientos hasta el remate, en ellas no respetaremos a la monarquía las prerrogativas de que hasta ahora gozaba, al amparo de las leyes destruidas; más aún, no le respetaremos prerrogativas ni atribución alguna; no queremos monarquía.
El rey les diría, lisa y llanamente: Podrán estar destruidas las leyes, pero la realidad es que el ejército me obedece, que obedece mis órdenes; la realidad es que los comandantes de los arsenales y los cuarteles sacan a la calle los cañones cuando yo lo mando, y, apoyado en este poder efectivo, en los cañones y las bayonetas, no toleraré que me asignéis más posición ni otras prerrogativas que las que yo quiera.
Como ven ustedes, señores, un rey a quien obedecen el Ejército y los cañones… es un fragmento de la Constitución.
b) La aristocracia
Supongamos ahora que ustedes dijesen: Somos dieciocho millones de prusianos, entre los cuales sólo se cuentan un puñado cada vez más exiguo de grandes terratenientes de la nobleza. No vemos por qué este puñado cada vez más reducido, de grandes terratenientes ha de tener tanta influencia en los destinos del país como todos los los dieciocho millones de habitantes justos, formando de por sí una cámara alta que sopesa los acuerdos de la cámara de diputados elegida por la nación entera, para rechazar sistemáticamente todos aquellos que son de alguna utilidad. Supongamos que hablases ustedes así y dijesen: Ahora, destruidas las leyes del pasado, somos todos “señores” y no necesitamos para nada de una cámara señorial.
Reconozco, señores, que no es fácil que estos grandes propietarios de la nobleza pudiesen lanzar contra el pueblo que así hablase a sus ejércitos de campesinos. Lejos de eso, es muy probable que tuviesen bastante que hacer con quitárselos de encima.
Pero lo grave del caso es que los grandes terratenientes de la nobleza han tenido siempre una gran influencia cerca del rey y de la corte, y esta influencia les permite sacar a la calle el ejército y los cañones para sus fines propios, como si este aparato de fuerza estuviera directamente a su disposición.
He aquí, pues, cómo una nobleza influyente y bien relacionada con el rey y su corte, es también un fragmento de l Constitución.
c) La gran burguesía
Y ahora se me ocurre sentar un supuesto inverso, el supuesto de que el rey y la nobleza se aliasen entre sí para restablecer la organización medieval en los gremios, pero no circunscribiendo la medida al pequeño artesanado, como en parte se intentó hacer efectivamente hace unos cuantos años, sino tal y como regía en la Edad Media; es decir, aplicada a toda la producción social, sin excluir la gran industria, las fábricas y la producción mecanizada. No ignoran ustedes, señores, que el gran capital no podría en modo alguno producir bajo el sistema medieval de los gremios, que la verdadera industria y la industria fabril, la producción por medio de máquinas, no podría en modo alguno desenvolverse bajo el régimen de los gremios medievales. Entre otras razones, porque en este régimen se alzarían, por ejemplo, toda una serie de fronteras legales entre las diversas amas de la producción, por muy afines entre sí que estas fuesen, y ningún industrial podría unir dos o más en su mano. Así, el enjabelgador no tendría competencia para tapar un solo agujero; entre los fabricantes de clavos y los cerrajeros se estarían ventilando constantemente procesos para deslindar las jurisdicciones de ambas industrias; el estampador de lienzos no podría emplear en sus fábricas a un solo tintorero, etc. Además, bajo el sistema gremial estaban tasadas por la ley estrictamente las cantidades que cada industrial podía producir, ya que dentro de cada localidad y de cada rama de industria sólo se autorizaba a cada maestro para dar ocupación a un número igual y legalmente establecido de operarios.
Basta esto para comprender que la gran producción, la producción mecánica y el sistema del maquinismo, no podrán prosperar ni un solo día con una Constitución de tipo gremial. La gran producción exige ante todo, la necesita como el aire que respira, la fusión de las más diversas ramas de trabajo en manos del mismo capitalista , y necesita, en segundo lugar, de la producción en masa y de la libre concurrencia; es decir, de la posibilidad de dar empleo a cuantos quiera, sin restricción alguna.
¿Qué sucedería, pues, si, en estas condiciones y a despecho de todo, nos obstináramos en implantar, hoy, la Constitución gremial?
Pues sucedería que los señores Borsig, Egels, etcétera, que los grandes fabricantes de tejidos estampados, los grandes fabricantes de seda, etc. cerrarían sus fábricas y pondrían en la calle a sus obreros, y hasta las compañías de ferrocarriles tendrían que hacer otro tanto; el comercio y la industria se paralizarían, gran número de maestros artesanos veríanse obligados a despedir a sus operarios, o lo harían de grado, y esta muchedumbre interminable de hombres despedidos se lanzaría a la calle pidiendo pan y trabajo; detrás de ella, espoleándola con su influencia, animándola con su prestigio, sosteniéndola y alentándola con su dinero, la gran burguesía, y entablaríase una lucha en que el triunfo no seria en modo alguno el de las armas.
Vean ustedes cómo y por dónde aquellos caballeros, los señores Borsig y Egels, los grandes industriales todos, son también un fragmento de la Constitución.
d) Los banqueros
Supongamos ahora que al gobierno se le ocurriera implantar una de esas medidas excepcionales abiertamente lesivas para los intereses de los grandes banqueros. Que al gobierno se le ocurriese, por ejemplo, decir que el banco de la nación no se le había creado para la función que hoy cumple, que es la de abaratar más aún el crédito a los grandes banqueros y capitalistas, que ya de suyo disponen de todo el crédito y todo el dinero del país y que son los únicos que pueden descontar sus firmas, es decir, obtener crédito en aquel establecimiento bancario, sino para hacer accesible el crédito a la gente humilde y a la clase media; supongamos esto, y supongamos también que al banco de la nación se le pretendiera dar la organización adecuada para conseguir este resultado. Podría esto, señores, prevalecer?
Yo no diré que esto desencadenase una insurrección, pero el gobierno actual no podría imponer tampoco semejante medida. Veamos por qué.
De cuando en cundo, el gobierno se ve acosado por la necesidad de invertir grandes cantidades de dinero, que no se atreve a sacar del país por medio de contribuciones. En esos casos, acude al recurso de devorar el dinero del mañana, o lo que es lo mismo, emite empréstitos, entregando a cambio el dinero que se le adelanta papel de la deuda pública. Para esto, necesita de los banqueros. Cierto es que, a la larga, primero o más tarde, la mayor parte de los títulos de la deuda vuelven a repartirse entre la clase rica y los pequeños rentistas de la nación. Mas esto requiere tiempo, a veces mucho tiempo, y el gobierno necesita el dinero pronto y de una sola vez, o en plazos breves. Para ello, tiene que servirse de particulares, de mediadores que le adelanten las cantidades que necesita, corriendo luego de su cuenta el ir colocando poco a poco entre sus clientes el papel de la deuda que a cambio reciben, y lucrándose, además, con el alza de cotización que a estos títulos se imprime artificialmente en la Bolsa. Estos intermediarios son los grandes banqueros; por eso a ningún gobierno le conviene, hoy en día, estar a mal con estos personajes.
Vean ustedes, pues, señores, cómo los grandes banqueros, cómo los Mendelssohn, los Schickler, la Bolsa en general, son también un fragmento de la Constitución.
Supongamos ahora que al gobierno se le ocurriera promulgar una ley penal semejante a las que rigieron en algún tiempo en China, castigando en la persona de los padres los robos cometidos por los hijos. Esa ley no prevalecería, pues contra ella rebelaríase con demasiada fuerza la cultura colectiva y la conciencia social del país. Todos los funcionarios, burócratas y consejeros del Estado, se llevarían las manos a la cabeza, y hasta los honorables senadores tendrían algo que objetar contra el desatino. Y es que, dentro de ciertos límites, señores, también la conciencia colectiva y la cultura general del país son un fragmento de la Constitución.
e) La pequeña burguesía y la clase obrera
Imaginémonos ahora que el gobierno, inclinándose a proteger y dar plena satisfacción a los privilegios de la nobleza, de los banqueros, de los grandes industriales y de los grandes capitalistas, decidiese privar de sus libertades políticas a la pequeña burguesía y a la clase obrera. ¿Podría hacerlo? Desgraciadamente, señores, sí podría, aunque sólo fuese transitoriamente; la realidad nos tiene demostrado que podría, y más adelante tenderemos ocasión de volver sobre esto.
Pero, ¿y si se tratara de despojar a la pequeña burguesía y a la clase obrera, no ya de sus libertades políticas solamente, sino de su libertad personal; es decir, si se tendiera a declarar personalmente al obrero o al hombre humilde como esclavo, vasallo o siervo de la gleba, de volverle a la situación en que vivió en muchos países durante los siglos lejanos, remotos, de la Edad Media? ¿Prosperaría la pretensión? No, señores, esta vez no prosperaría, aunque para sacarla adelante se aliasen el rey, la nobleza y toda la gran burguesía. Sería inútil. Pues, llegadas las cosas a ese extremo, ustedes dirían: nos dejaremos matar antes que tolerarlo. Los obreros se echarían corriendo a la calle, sin necesidad de que sus patronos les cerrasen las fábricas; la pequeña burguesía correría en masa a solidarizarse con ellos, y la resistencia de ese bloque sería invencible, pues en ciertos casos extremos y desesperados, también ustedes señores, todos ustedes juntos, son un fragmento de Constitución
(Nota: Continúa en la siguiente entrega)
-3-
3. LOS FACTORES DE PODER Y LAS INSTITUCIONES JURÍDICAS. LA HOJA DE PAPEL
He ahí, pues, señores, lo que es, en esencia, la Constitución de un país: la suma de los factores reales de poder que rigen en ese país.
Pero, ¿qué relación guarda esto con lo que vulgarmente se llama Constitución; es decir, con la Constitución jurídica? No es difícil, señores, comprender la relación que ambos conceptos guardan entre sí.
Se cogen esos factores reales de poder, se extienden en una hoja de papel, se les da expresión escrita, y a partir de ese momento, incorporados a un papel, ya no son simples factores reales de poder, sino que se han erigido en derecho, en instituciones jurídicas, y quien atente contra ellos atenta contra la ley, y es castigado.
Tampoco desconocen ustedes, señores, el procedimiento que se sigue para extender, por escrito esos factores reales de poder, convirtiéndolos así en factores jurídicos.
Claro está que no se escribe, lisa y llanamente: el señor Borsig, fabricante, es un fragmento de la Constitución; el señor Mendelssohn, banquero, es otro trozo de la Constitución, y así sucesivamente; no, la cosa se expresa de un modo mucho más pulcro, mucho más fino.
a) El sistema electoral de las tres clases
Así, por ejemplo, si de lo que se trata es de proclamar que unos cuantos grandes industriales y grandes capitalistas disfrutarán en la monarquía de tanto poder, y aún más, como todos los burgueses modestos, obreros y campesinos juntos, el legislador se guardará muy bien de expresarlo de una manera tan clara y tan sincera. Lo que hará será dictar una ley por el estilo, supongamos, de aquella ley electoral de las tres clases que se dio en Prusia en el año 1849, y por la cual se dividía la nación en tres categorías electorales, a tenor de los impuestos pagados por los electores y que, naturalmente, se acomodan a su fortuna.
Según el censo oficial formado en aquel mismo año por el gobierno, a raíz de dictarse la mencionada ley, había entonces en toda Prusia 3.255.000 electores de primer grado, que se distribuían del modo siguiente:
Pertenecían a la |
Electores |
Primera |
…153.808 |
Segunda |
...409.945 |
Tercera |
2.691.950 |
Repito que estas cifras están tomadas de los censos oficiales.
Por ellas, vemos que en el reino de Prusia hay 153.808 personas riquísimas que disfrutan por sí solas de tanto poder político como 2.691.950 ciudadanos modestos, obreros y campesinos juntos, y que aquellos 153.808 hombres de máxima riqueza, sumados a las 409.945 personas regularmente ricas que integran la segunda categoría electoral, tienen tanto poder político como el resto de la nación entera; más aún, que los 153.808 hombres riquísimos y la mitad nada más de los 409.945 electores de la segunda categoría, gozan ya, por sí solos, de más poder político que la mitad restante de la segunda clase sumada a los 2.691.950 de la tercera.
Vean ustedes, señores, cómo por este procedimiento, se llega exactamente al mismo resultado que si la Constitución, hablando sinceramente, dijese: el rico tendrá el mismo poder político que diecisiete ciudadanos corrientes, o, si se prefiere la fórmula, pesará en los destinos políticos del país diecisiete veces tanto como un simple ciudadano. (2.691.950 : 153.808 = 17.5)
Antes de que esta ley electoral de las tres clases fuese promulgada, regía ya legalmente, desde la ley del 8 de abril de 1.848, el sufragio universal, que asignaba a todo ciudadano, fuese rico o pobre, el mismo derecho de sufragio, es decir, el mismo poder político, el mismo derecho a contribuir a trazar los derroteros del Estado, su voluntad y sus fines. He aquí, pues, confirmada y documentada, señores, aquella afirmación que antes hacía de que, desgraciadamente, era bastante fácil despojarles a ustedes, despojar al pequeño burgués y al obrero, de sus libertades políticas, aunque no se les arrancasen de un modo inmediato y radical sus bienes personales, el derecho a la integridad física ya la propiedad. Los gobernantes no tuvieron que hacer grandes esfuerzos para privarles a ustedes de los derechos electorales, y hasta hoy, no sé de ninguna agitación, de ninguna campaña promovida para recobrarlos.
b) El senado o cámara señorial
Si en la Constitución se quiere proclamar que un puñado de grandes terratenientes aristócratas reunirá en sus manos tanto poder como los ricos, la gente acomodada y los desheredados de la fortuna, como los electores de las tres clases juntas, es decir, como el resto de la nación entera, el legislador se cuidará también de no decirlo de un modo tan grosero -no olviden ustedes, señores, dicho sea incidentalmente, que la claridad en la expresión es grosería-, sino que le bastará con poner en la carta constitucional lo siguiente: los representantes de la gran propiedad sobre el suelo, que lo vengan siendo por tradición, con algunos otros elementos secundarios, formarán una cámara señorial, un senado, cuya aprobación será necesaria para que adquieran fuerza de ley los acuerdos de la cámara de diputados, en que está representada la nación; de este modo, se pone en manos de un puñado de viejos terratenientes una prerrogativa política de primera fuerza, que les permite contrapesar la voluntad de la nación y de todas sus clases, por unánime que ella sea.
c) El rey y el ejército
Y si, siguiendo por esta escala, se aspira a que el rey por sí solo tenga tanto poder político, y mucho más aún, como las tres clases de electores juntas, como la nación entera, incluyendo a los grandes terratenientes de la clase noble, no hay más que hacer esto:
Se pone en la Constitución un artículo 47, diciendo: “El rey proveerá todos los cargos del ejército y la marina”, añadiendo, en el artículo 108: “Al ejército y a la marina no se les tomará juramento de guardar la Constitución”. Y si esto no basta, se construye además la teoría, que no deja de tener, a la verdad, su fundamento sustancial en este artículo, de que el rey ocupa frente al ejército una posición muy diferente a la que le corresponde respecto a las demás instituciones del Estado, la teoría de que el rey, como jefe de las fuerzas militares del país, no es sólo rey, sino que es además algo muy distinto, algo especial, misterioso y desconocido, para lo que se ha inventado el termino jefe supremo de las fuerzas de mar y tierra, razón por la cual ni la cámara de diputados ni la nación tienen por qué preocuparse del ejercito, ni inmiscuirse en sus asuntos y organización, reduciéndose su papel a votar los créditos de que necesite. Y no puede negarse, señores -la verdad ante todo, ya lo hemos dicho- que esta teoría tiene cierto punto de apoyo en el citado artículo 108 de la Constitución. Pues si ésta dispone que el ejercito no necesita prestar juramento de acatamiento a la Constitución, como es deber de todos los ciudadanos del Estado y del propio rey, ello equivale, en principio, a reconocer que el ejército queda al margen de la Constitución y fuera de su imperio, que no tiene nada que ver con ella, que no tiene que rendir cuentas más que a la persona del rey, sin mantener relación alguna con el país.
Conseguido esto, reconocida al rey la atribución de proveer todos los cargos del ejército y colocado éste en una actitud de sujeción personal al rey, éste ha conseguido reunir por sí solo, no ya tanto poder, sino diez veces más poder político que la nación entera, supremacía que no resultaría menoscabada aunque el poder efectivo fuese en realidad diez, veinte y hasta cincuenta veces tan grande como el del ejército. La razón de este aparente contrasentido es muy sencilla.
4. PODER ORGANIZADO E INORGÁNICO
El instrumento de poder político del rey, el ejército, está organizado, puede reunirse a cualquier hora del día o de la noche, funciona con una magnífica disciplina y se puede utilizar en el momento en que se desee; en cambio, el poder que descansa en la nación, señores, aunque sea, como lo es en realidad, infinitamente mayor, no está organizado; la voluntad de la nación, y sobre todo su grado de acometividad o de abatimiento, no siempre son fáciles de pulsar para quienes la forman; ante la inminencia de una acción, ninguno de los combatientes sabe cuántos se van a sumar a el para darla. Además, la nación carece de esos instrumentos del poder organizado, de esos fundamentos tan importantes de una Constitución, a que más arriba nos referíamos: los cañones. Cierto es que los cañones se compran con dinero del pueblo; cierto también que se construyen y perfeccionan gracias a las ciencias que se desarrollan en el seno de la sociedad civil, gracias a la física, a la técnica, etc. Ya el solo hecho de su existencia prueba, pues, cuán grande es el poder de la sociedad civil, hasta dónde han llegado los progresos de las ciencias, de las artes técnicas, los métodos de fabricación y el trabajo humano. Pero aquí, viene a cuento aquel verso de Virgilio: Sic vos, non vobis! ¡Tú, pueblo, los haces y los pagas, pero no para ti! Como los cañones se fabrican siempre para el poder organizado y sólo para él, la nación sabe que esos artefactos, vivos testigos de todo lo que ella puede, se enfilarán sobre ella, indefectiblemente, en cuanto se quiera rebelar. Estas razones son las que explican que un poder mucho menos fuerte, pero organizado, se sostenga a veces, muchas veces, años y años, sofocando el poder,mucho más fuerte, pero desorganizado, de la nación; hasta que ésta un día, a fuerza de ver cómo los asuntos nacionales se rigen y administran tercamente contra la voluntad y los intereses del país, se decide a alzar frente al poder organizado su supremacía desorganizada.
Hemos visto, señores, qué relación guardan entre sí las dos Constituciones de un país, esa Constitución real y efectiva, formada por la suma de factores reales y efectivos que rigen en la sociedad, y esa otra Constitución escrita, a la que, para distinguirla de la primera, daremos el nombre de hoja de papel.
(Nota: Continúa en la siguiente entrega)
-4-
II. ALGO DE HISTORIA CONSTITUCIONAL
Una Constitución real y efectiva la tienen y han tenido siempre todos los países, como, a poco que paren mientes en ello, ustedes por sí mismos comprenderán, y no hay nada más equivocado ni que conduzca a deducciones más descaminadas, que esa idea tan extendida de que las Constituciones son una característica peculiar de los tiempos modernos. No hay tal cosa. Del mismo modo y por la misma ley de la necesidad que todo cuerpo tiene una constitución, su propia constitución, buena o mala, estructurada de un modo o de otro, todo país tiene, necesariamente, una Constitución real y efectiva, pues no se concibe país alguno en que no imperen determinados factores reales de poder, cualesquiera que ellos sean.
Cuando, mucho antes de estallar la gran revolución francesa, bajo la monarquía legítima y absoluta de Luis XVI, el poder imperante abolió en Francia, por decreto del 3 de febrero de 1776, las prestaciones personales de construcción de vías públicas por las que los labriegos venían a trabajar gratuitamente en la apertura de caminos y carreteras, creándose para afrontar los gastos de estas obras públicas un impuesto que había de gravar también sobre las tierras de la nobleza, el parlamento francés clamó, oponiéndose a esta medida: Le peuple de France est taillable et corveable à volonté, c’est une partie de la constitution que le roi ne peut changer; o dicho en castellano: El pueblo de Francia -es decir, el pueblo humilde, el que no gozaba de privilegios- puede venir sujeto a impuestos y prestaciones sin limitación, y es ésta una parte de la Constitución que ni el rey mismo puede cambiar.
Como ven ustedes, señores, ya entonces se hablaba de una Constitución, y se le atribuía tal virtud, que ni el propio rey la podía tocar; ni más ni menos que hoy. Aquello a que los nobles franceses llamaban Constitución, la norma según la cual el pueblo bajo tenía que soportar todos los tributos y prestaciones que se le quisieran imponer, no se hallaba recogido todavía, cierto es, en ningún documento especial, en un documento en que se resumiesen todos los derechos de la nación y los más importantes principios del gobierno; no era, por el momento, más que la expresión pura y simple de los factores reales de poder que regían en la Francia medieval. Y es que en la Edad Media el pueblo bajo era, en realidad, tan impotente, que se le podía gravar con toda suerte de tributos y gabelas, a gusto y antojo del legislador; la realidad, en aquella distribución de fuerzas efectivas, era ésa; el pueblo venía siendo tratado desde antiguo de ese modo. Estas tradiciones de hecho brindaban los llamados precedentes, que todavía hoy en Inglaterra, siguiendo el ejemplo universal de la Edad Media, tienen una importancia tan en las cuestiones constitucionales. En esta práctica efectiva y tradicional de cargas y gravámenes, invocábase con frecuencia, como no podía menos, el hecho de que el pueblo viniera desde antiguo sujeto a esas gabelas, y sobre este hecho se erigía la norma de que podía seguirlo siendo sin interrupción. La proclamación de esta norma daba ya el principio de derecho constitucional, al que luego, en casos semejantes, se podía recurrir. Muchas veces, se daba expresión y sanción especial sobre un pergamino a una de esas manifestaciones que tenían su raíz en los resortes reales de poder. Y así surgían los fueros, las libertades, los derechos especiales, los privilegios, los estatutos y cartas otorgadas de una clase, de un gremio, de una villa, etc.
Todos estos hechos y precedentes, todos estos principios de derecho público, estos pergaminos, estos fueros, estatutos y privilegios juntos formaban la Constitución del país, sin que todos ellos, a su vez, hiciesen otra cosa que dar expresión, de un modo escueto y sincero, a los factores reales de poder que regían en ese país.
Así, pues, todo país tiene, y ha tenido siempre, en todos los momentos de su historia, una Constitución real y verdadera. Lo específico de los tiempos modernos -hay que fijarse bien en esto, y no olvidarlo, pues tiene mucha importancia-, no son las Constituciones reales y efectivas sino las Constituciones escritas, las hojas de papel.
En efecto, En casi todos los Estados modernos vemos apuntar, en un determinado momento de su historia, la tendencia a darse una Constitución escrita, cuya misión es resumir y estatuir en un documento, en una hoja de papel, todas las instituciones y principios de gobierno vigentes en el país.
¿De dónde arranca esta aspiración peculiar de los tiempos modernos?
También ésta es una cuestión importantísima, y no hay más remedio que resolverla para saber qué actitud se ha de adoptar ante la obra constituyente, qué juicio hemos de formarnos respecto a las Constituciones que ya rigen y qué conducta hemos de seguir ante ellas; para llegar, en una palabra -cosa que sólo podemos conseguir afrontando este problema- a poseer un arte y una sabiduría constitucionales.
Repito, pues: ¿De dónde procede esa aspiración, peculiar a los tiempos modernos, de elaborar Constituciones escritas?
Vemos, señores, ¿de dónde puede provenir?
Sólo puede provenir, evidentemente, de que en los factores reales de poder imperantes dentro del país se haya operado una transformación. Si no se hubiera operado transformación alguna en ese juego de factores de la sociedad en cuestión, si estos factores de poder siguieran siendo los mismos, no tendría razón ni sentido que esa sociedad sintiese la necesidad viva de darse una nueva Constitución. Se acogería tranquilamente a la antigua, o, a lo sumo, recogería sus elementos dispersos en un documento único, en una única carta constitucional.
Ahora bien: ¿cómo ocurren estas transformaciones que afectan a los factores reales de poder de una sociedad?
1. CONSTITUCIÓN FEUDAL
Represéntense ustedes, por ejemplo, un Estado poco poblado de la Edad Media, como entonces lo eran casi todos, bajo el gobierno de un príncipe y con una nobleza que tiene acaparada la mayor parte del territorio. Como la población es escasa, sólo una parte insignificante de la misma puede dedicarse a la industria y al comercio; la inmensa mayoría de los habitantes no tienen así más remedio que cultivar la tierra para obtener de la agricultura los productos necesarios que les permitan subsistir. Téngase en cuenta que el suelo está, en su mayor parte, en manos de la nobleza, razón por la cual sus cultivadores encuentran empleo y ocupación en él, en diferentes grados y relaciones: unos como vasallos, otros como siervos, otros, finalmente, como colonos del señor territorial; pero todos estos vínculos y gradaciones tienen un punto de coincidencia: coinciden todos en someter a la población al poder de la nobleza, obligándola a formar en sus huestes de vasallaje y a tomar las armas para guerrear por sus pleitos. Además, con el sobrante de los productos agrícolas que saca de sus tierras, el señor toma a su servicio y trae a su castillo a toda suerte de guerreros, escuderos y jefes de armas.
Por su parte, el príncipe no tiene frente a este poder de la nobleza más poder efectivo, en el fondo, que el que le brinda la asistencia de aquellos nobles, que se prestan de grado -por la fuerza no le seria dable obligarlos- a rendir acatamiento a sus órdenes guerreras, pues la ayuda que pueden prestarle las villas, pocas todavía y mal pobladas, es insignificante.
¿Cuál será, señores, la Constitución de un Estado de ese tipo?
No es difícil decirlo, pues la contestación se deriva, necesariamente de ese juego de factores reales de poder que acabamos de examinar.
La Constitución de ese país no puede ser más que una Constitución feudal, en que la nobleza ocupe en todo el lugar preeminente. El príncipe no podrá crear sin su consentimiento ni un céntimo de impuestos y sólo ocupará entre los nobles la posición de primus inter pares, la posición del primero entre sus iguales en jerarquía.
Y ésta era, en efecto, señores, ni más ni menos, la Constitución de Prusia y de la mayoría de los Estados en la Edad Media.
2. EL ABSOLUTISMO
Ahora, supónganse ustedes lo siguiente: La población crece y se multiplica de un modo incesante, la industria y el comercio empiezan a florecer, y su prosperidad brinda los recursos necesarios para fomentar un nuevo incremento de población, que comienza a llenar las ciudades. En el regazo de la burguesía y de los gremios de las ciudades empiezan a desarrollarse el capital y las riqueza del dinero.¿Qué ocurrirá ahora?Pues ocurrirá que este incremento de la población urbana, que no depende de la nobleza, que, lejos de esto, tiene intereses opuestos a los suyos redundará, al principio, en beneficio del príncipe; irá a reforzar las huestes armadas que siguen a éste, con los subsidios de los burgueses y los agremiados, a quienes las constantes pugnas y banderías de la nobleza traen grandes quebrantos, y que no tienen más remedio que aspirar, en interés del comercio y de la producción, al orden y a la seguridad civil y a la organización de una justicia ordenada dentro del país, lo que les lleva a apoyar al príncipe con dinero y con hombres; con estos recursos, el príncipe podrá ya, tantas cuantas veces lo necesite, poner en pie de guerra un ejército lucido y muy superior al de los nobles que se le resistan. Puesto en estos derroteros, el príncipe, ahora, irá socavando y menospreciando más y más el poder de la nobleza; la privará del fuero del duelo, asaltará y arrasará sus castillos, si viola las leyes del país, y cuando, por fin, corriendo el tiempo, la industria haya desarrollado suficientemente la riqueza pecuniaria y el censo de la población del país haya crecido lo bastante para permitir al príncipe poner sobre las armas un ejército permanente, este príncipe lanzará a sus regimientos contra los albergues de la nobleza, como el Gran Elector o como Federico Guillermo I (1713-1740), al grito de Je stabilirai la souverainité comme un rocher de bronce (Afirmaré la soberanía como una oca de bronce), abolirá la libertad de impuestos de la nobleza y pondrá fin al fuero de reconocimiento de tributos de esta clase.
Vean ustedes, pues, señores, una vez más, cómo, al transformarse los factores reales de poder se transforma la Constitución vigente en el país; sobre las ruinas de la sociedad feudal surge la monarquía absoluta.
Pero el príncipe no ve la necesidad de poner por escrito la nueva Constitución; la monarquía es una institución demasiado práctica, para proceder así. El príncipe tiene en sus manos el instrumento real y efectivo del poder, tiene el ejército permanente, que forma la Constitución efectiva de esta sociedad , y él mismo y los que le rodean dan expresión, andando el tiempo, a esa idea, cuando asignan a su país el nombre de “Estado militar”
La nobleza, que dista mucho ya de poder competir con el príncipe, ha tenido que renunciar de tiempo atrás a la posesión de un cuerpo armado puesto a su servicio. Ha olvidado su vieja pugna con el príncipe y que éste era un igual suyo, ha ido abandonando sus antiguos castillos para concentrarse en la residencia real, donde se contenta con recibir una pensión y contribuye a dar esplendor y realce al prestigio de la monarquía.
3. LA REVOLUCIÓN BURGUESA
Pero, entretanto, la industria y el comercio se van desarrollando progresivamente, y, a la par con ellos, crece y florece la población.
A primera vista, parece que estos progresos han de redundar siempre en provecho del príncipe, aumentando el contingente y la pujanza de sus ejércitos y ayudándole a conquistar un poderío mundial.
Pero el desarrollo de la sociedad burguesa acaba por cobrar proporciones tan inmensas, tan gigantescas, que el príncipe ya no acierta, ni con ayuda del ejercito permanente, a asimilarse en la misma proporción estos progresos de poder de la burguesía.
Unos cuantos números, señores, pondrán una gran claridad plástica en esto.
En el año 1657, la ciudad de Berlín sólo contaba 20.000 habitantes. Por la misma época, a la muerte del Gran Elector, el ejército prusiano se componía de 24 a 30.000 hombres.
En el año 1803, la población de Berlín había subido a 153.070 habitantes.
En 1819, dieciséis años más tarde, el censo de Berlín era ya de 192.646 habitantes.
En ese mismo año de 1819, el ejército permanente -no ignoran ustedes que, según la ley, todavía vigente, de septiembre de 1814, que tratan de arrebatarnos, la milicia nacional no forma parte del ejército permanente-, en el año 1819, digo, formaban el ejército permanente de Prusia 137.639 hombres.
Como ven ustedes, el contingente del ejército, desde los tiempos del Gran Elector, se había cuadruplicado.
Pero con todo, no guardaba, ni mucho menos, con el crecimiento experimentado por el censo de habitantes de la capital, que había crecido en la proporción de nueve uno.
Y, a partir de ahora, este proceso de crecimiento cobra un ritmo mucho más acelerado.
En el año 1846, la población de Berlín -tomo las cifras siempre de los censos oficiales- ascendía a 389.308 habitantes, es decir a cerca de 400.000, o sea casi el doble de los que tenía en 1819. Como se ve, en el transcurso de veintisiete años, el censo de la capital -que ahora cuenta, ya, como saben ustedes, cerca de los 550.000 habitantes- se remontó a más del doble.
En cambio, el ejército permanente, en el año de 1846, apenas había aumentado, pues contaba 138.810 hombres, contra los 137.639 del año 1919. Lejos de seguir aquella progresión aquella progresión gigantesca del censo civil, vemos, pues, que casi se había estancado.
Al desarrollarse en proporciones tan extraordinarias, la burguesía comienza a sentirse como una potencia política independiente. Paralelamente con este incremento de la población, discurre un incremento todavía más grandioso de la riqueza social, y el mismo grandioso florecimiento y desarrollo experimentan las ciencias, la cultura general y la conciencia colectiva, este otro fragmento de la Constitución. La población burguesa se dijo: no quiero seguir siendo una masa sometida y gobernada sin voluntad propia; quiero tomar en mis manos el gobierno y que el príncipe se limite a reinar con arreglo a mi voluntad y a regentar mis asuntos e intereses.
Es decir, señores, que los valores reales y efectivos de poder que regían dentro de las fronteras de este país habían vuelto a desplazarse. Y este desplazamiento produjo en la historia la jornada del 18 de marzo de 1848.
Ya ven, ustedes, señores, cómo, después de todo, no iba tan descaminado aquel ejemplo que poníamos al principio de nuestras manifestaciones, como ejemplo puramente hipotético e imposible. El país no se quedó sin leyes porque un inmenso incendio las arrasase, pero se las arrebató un vendaval:
Incorporóse el pueblo,
Estalló la tormenta.
-5-
III. EL ARTE Y LA SABIDURÍA CONSTITUCIONALES
Cuando en un país estalla y triunfa la revolución, el derecho privado sigue rigiendo, pero las leyes del derecho público yacen por tierra, rotas, o no tienen más que un valor provisional, y hay que hacerlas de nuevo.
La revolución del 48 planteaba, pues, la necesidad de instaurar una nueva Constitución escrita, y el propio rey se encargó de convocar en Berlín la asamblea nacional encargada de estatuir esta nueva Constitución, como primero se dijo, o de pactarla con él, que fue la fórmula empleada más tarde.
Ahora bien, ¿cuándo puede decirse que una Constitución escrita es buena y duradera?
La respuesta, señores, es clara, y se deriva lógicamente de cuanto dejamos expuesto: cuando esa Constitución escrita corresponda a la Constitución real, a la que tiene sus raíces en los factores de poder que rigen en el país. Allí donde la Constitución escrita no corresponda a la real, estalla inevitablemente un conflicto que no hay manera de eludir y en el que a la larga, tarde o temprano, la Constitución escrita, la hoja de papel, tiene necesariamente que sucumbir ante el empuje de la Constitución real, de las verdaderas fuerzas vigentes en el país.
¿Qué debió suceder entonces al triunfar la revolución de 1848?
Pues, sencillamente, debió anteponerse a la preocupación por hacer una Constitución escrita, el cuidado de hacer una Constitución real y efectiva, desarraigando y desplazando en beneficio de la ciudadanía las fuerzas imperantes en el país.
1. Lo que debió hacerse el 48
El 18 de marzo demostró, sin duda, que el poder de la nación era ya, de hecho, mayor que el del ejército. Después de una larga y sangrienta jornada, las tropas no tuvieron más remedio que ceder.
Pero recuerden ustedes aquello que decíamos de que entre el poder de la nación y el poder del ejército existe una diferencia notable, que explica el que el poder del ejército, aunque en realidad sea menor, resulte a la larga más eficaz que el poder, mucho más grande en verdad, de la nación.
La diferencia a que aludimos consiste, como recordarán ustedes, en que el poder de la nación es un poder desorganizado, inorgánico, mientras que el poder del ejército constituye una organización perfecta, puesta en pie y preparada para afrontar la lucha en todo momento, razón por la cual es siempre, a la larga, como hemos dicho, más eficaz y acaba siempre, necesariamente, dando la batalla a las fuerzas, aunque más pujantes, inorgánicas y dispersas, del país, que sólo se aglutinan y unen en momentos contados de gran emoción.
Si se quería, pues, que la victoria arrancada el 18 de marzo no resultase forzosamente estéril para el pueblo, era menester haber aprovechado aquel instante de triunfo para transformar el poder organizado del ejército, tan radicalmente que no volviese a ser un simple instrumento de fuerza puesto en manos del rey contra la nación.
Era necesario, por ejemplo, haber limitado a seis meses el tiempo de permanencia en filas, pues la brevedad de este plazo, que según las mayores autoridades militares basta y sobra para dar al soldado una instrucción militar perfecta, evitaría, por otra parte, que se le infundiese ningún espíritu de casta; lejos de eso, permitiría renovar constantemente el ejército con contingentes del pueblo, transformándolo ya por este solo hecho, de ejército del rey en ejército de la nación.
Era necesario haber dispuesto que la baja oficialidad, hasta el grado de coronel inclusive, no fuese nombrada de arriba abajo sino elegida por los propios cuerpos de tropa, para que estos cargos no se proveyesen con intenciones hostiles al pueblo, y se contribuyese de este modo haciendo del ejército un instrumento ciego de poder en manos de la monarquía.
Era necesario haber sometido al ejército, respecto de todos aquellos delitos y transgresiones que no tuviesen carácter puramente militar, a los tribunales ordinarios de la nación, para que de este modo fuese acostumbrándose a sentirse parte del pueblo y no una institución de mejor origen, de casta aparte.
Era necesario, finalmente, haber colocado los cañones y las armas, que sólo deben servir a la defensa del país, en la medida en que no fuesen estrictamente indispensables para la instrucción militar, bajo la custodia de las autoridades civiles, elegidas por el pueblo. Con una parte de esta artillería debieron formarse secciones especiales de la milicia nacional, para de este modo restituir al pueblo, a quien pertenecen, los cañones, este importantísimo fragmento de la Constitución.
Nada de esto se hizo, señores, ni en la primavera ni en el verano de 1848, y no habiéndose hecho, ¿Podemos extrañarnos de que en noviembre del mismo año empezara a cancelarse y demostrarse estéril la revolución? No, no podemos extrañarnos, pues esto no era más que la consecuencia necesaria, inevitable, del error de haber dejado intactos dentro del país todos los factores reales de poder.
Y es que los reyes, señores, tienen mejores servidores que ustedes. Los servidores de los reyes no son retóricos, como lo suelen ser los del pueblo. Son hombres prácticos, que poseen el instinto de saber lo que la hora exige. El caballero Manteuffel no era, ciertamente, un gran orador. Pero era un hombre de realidades. Cuando, en noviembre del 48, puso fin a la asamblea nacional y sacó los cañones a la calle, ¿qué fue lo que creyó más urgente hacer? ¿Poner por escrito una nueva Constitución, una Constitución reaccionaria? ¡Oh!, nada de eso, para eso tenía tiempo! Lejos de ello, hasta condescendió a otorgar a ustedes, en diciembre de 1848, una Constitución escrita bastante liberal. ¿Qué fue, pues, lo que en aquel mes de noviembre estimó de más urgencia, en qué consistió su primera medida? Pues, consistió, señores, ustedes lo recuerdan, en desarmar a los ciudadanos, en despojarlos de las armas. Vean ustedes cómo, señores, aquel servidor de la monarquía nos trazaba, desde su punto de vista, el camino acertado: desarmare al adversario vencido es el deber primordial de todo vencedor, si no quiere que la guerra vuelva a estallar en el momento menos pensado.
2. Consecuencias
Al comenzar nuestra investigación, señores, hemos procedido lentamente, con mucha cautela, hasta llegar al verdadero concepto de Constitución. Tal vez a alguno de los que me escuchan se les hiciera el camino un poco largo. Pero ya ven ustedes cómo, una vez en posesión de este concepto, las cosas se han desarrollado aceleradamente, con qué rapidez se nos han ido revelando, una tras otra, las consecuencias más sorprendentes y cómo ahora podemos enfocar ya el problema mucho mejor, más claramente y de muy otro modo de lo que se suele hacer, hasta llegar a consecuencias que realmente no se avienen con aquellas que está acostumbrado a aceptar la opinión pública, al enfrentarse con estas cuestiones.
Examinemos ahora, brevemente unas cuantas consecuencias más, derivadas de nuestro punto de vista.
a) El desplazamiento de los factores reales de poderes
Hemos visto que en el año 1848 no se adoptó ninguna de aquellas medidas que se imponían para desplazar los factores reales de poder dentro del país, para convertir al ejército, de un ejército del rey, en un instrumento de la nación.
Cierto es que fue promulgada un proposición encaminada a ese fin y que representaba un primer paso en el camino para su consecución; me refiero a la proposición de Stein, que tendía a sugerir al ministerio una orden que había de dar a las tropas y que obligaría a todos los oficiales reaccionarios a pedir el retiro.
Pero recuerden ustedes, señores, que apenas la asamblea nacional de Berlín aprobó esta proposición, cuando ya toda la burguesía y medio país alzaron el grito, diciendo: ¡La asamblea nacional debe preocuparse de hacer la Constitución, y no andar importunando al gobierno, no perder el tiempo con interpretaciones, con asuntos que son de la incumbencia del poder ejecutivo! ¡Hacer la Constitución, y nada más que hacer la Constitución!, oíase gritar por todas partes, como si tratárase de apagar una quema.
Como ven ustedes, señores, aquella burguesía, aquel medio país que así gritaba, no tenía ni la más remota idea de lo que real y verdaderamente es una Constitución.
El hacer una Constitución escrita era lo de menos, era lo que menos prisa corría; una Constitución escrita se hace, en caso de apuro, en veinticuatro horas; pero con hacerla, nada se consigue si es prematura.
Desplazar los valores reales y efectivos de poder dentro del país, inmiscuirse en el poder ejecutivo, inmiscuirse en él tanto y de tal modo, socavarlo y transformarlo de tal manera, que se le incapacitase para ponerse ya nunca más como soberano frente a la nación: esto, lo que se quería precisamente evitar, era lo que importaba y lo que urgía; esto era lo que había que echar por delante, para que la Constitución escrita que luego viniera fuese algo más que un pedazo de papel.
Y como no se hizo a su debido tiempo, la asamblea nacional se encontró con que no le dejaban vagar para poner por escrito tranquilamente su Constitución; se encontró con que el poder ejecutivo aquel a quien tanto se preocupara de respetar, lejos de pagarle en la misma moneda, le daba un puntapié y la mandaba a casa, valiéndose de aquellas fuerzas que, con delicadeza exquisita, no le había querido menoscabar.
b) Cambios sobre el papel
Segunda consecuencia. Supongamos por un momento que la asamblea nacional no hubiese sido disuelta, sino que hubiera llegado, sin contratiempo, al término del viaje a elaborar y votar una Constitución.
De haber ocurrido así, ¿qué habría cambiado sustancialmente en la marcha de las cosas?
Absolutamente nada, señores; no habría cambiado absolutamente nada, y la prueba la tienen ustedes en los mismos hechos. Cierto es que la asamblea nacional fue licenciada, pero el propio rey, recogiendo los papeles póstumos de la asamblea nacional, proclamó el 5 de diciembre de 1848 una Constitución que en la mayoría de los puntos correspondía exactamente a aquella Constitución que de la propia asamblea constituyente hubiéramos podido esperar.
Fíjense ustedes bien. Esta Constitución era el propio rey quien la proclamaba; no se le obligaba a aceptarla, no se le imponía, la decretaba él voluntariamente, desde su plataforma de vencedor. A primera vista, parece como si esta Constitución, por haber nacido así, hubiera de ser más viable y vigorosa.
Pero no hay nada de eso. ¡Antes al contrario! Ya pueden ustedes plantar en su huerto un manzano y colgarle un papel que diga: “Este árbol es una higuera”. ¿Bastará con que ustedes lo digan y lo proclamen para que se vuelva higuera y deje de ser manzano? No. Y aunque congreguen ustedes toda su servidumbre, a todos los vecinos de la comarca, en varias leguas a la redonda, y los hagan jurar a todos solemnemente que aquello es una higuera, el árbol seguirá siendo lo que es, y a la cosecha próxima lo dirán bien alto sus frutos, que no serán higos sino manzanas.
Pues lo mismo acontece con las Constituciones. De nada sirve lo que se escriba en una hoja de papel, si no se ajusta a la realidad, a los factores reales y efectivos de poder.
Con aquella hoja de papel que lleva la fecha de 5 de diciembre de 1848, el rey, espontáneamente, se avenía a un gran número de concesiones, pero todas ellas chocaban contra la Constitución real, es decir, contra los factores reales de poder que el rey seguía teniendo, íntegros, en sus manos. Y con la misma imperiosa necesidad que envuelve la ley de la gravitación, tenía que ocurrir lo que ocurrió, que la Constitución real fuese abriéndose camino, paso a paso, hasta imponerse a la Constitución escrita.
Y así, a pesar de haber sido aprobada por la asamblea revisora la Constitución del 5 de diciembre de 1848, el rey no tardó en verse movido sin que nadie se lo impidiese, a ponerle la primera cortapisa, con la ley electoral de 1849, por la cual se implanta en el censo la división tripartita del que mas arriba hablábamos. La cámara creada con ayuda de esta ley electoral era el instrumento con el cual podían introducirse en la Constitución las reformas más urgentes y sustanciales, para que el rey pudiese jurarla en el año 1850, y ya una vez jurada, seguir capándola y menoscabándola sin ningún pudor. Desde 1850, no pasa un solo año que no se ponga una cortapisa a la carta constitucional. No hay bandera, por vieja y venerable que sea, por cientos de batallas que haya presidido, que presente tanto agujeros y jirones como nuestra famosa Constitución.
c) La Constitución vigente, desahuciada
Tercera consecuencia. Como saben ustedes, señores, hay en nuestra ciudad un partido cuyo órgano en la prensa es la Gaceta Popular, un partido que se agrupa con angustia febril y ardoroso celo en torno a ese guiñapo de bandera, en torno a nuestra agujereada Constitución, partido que gusta de llamarse por esto mismo el de los “leales a la Constitución” y cuyo grito de guerra es: ¡Dejadnos nuestra Constitución, por lo que más queráis; la Constitución, nuestra Constitución, socorro, auxilio, fuego, fuego!
Cuando ustedes, señores, donde y cuando quiera que ello sea, ven que se alza un partido que tiene por grito de guerra ese grito angustioso de “¡agruparse en torno a la Constitución!”, ¿qué piensan, qué debemos todos pensar? Al hacer a ustedes esta pregunta, señores, no apelo a sus deseos, no me dirijo a ustedes llamando a su voluntad. Les pregunto, pura y simplemente, como a hombres conscientes: ¿Qué inferirán ustedes, qué deberá necesariamente inferirse, de espectáculo semejante?
Estoy seguro, señores, de que, sin necesidad de ser ningunos profetas, dirán, cuando tal observen: esa Constitución está dando las boqueadas; ya podemos darla por muerta, unos cuantos años más y habrá dejado de existir.
La razón ea sencillísima. Cuando una Constitución escrita corresponde a los factores reales de poder que rigen en el país, no se oye nunca ese grito de angustia. Ya se mirará nadie mucho de acercarse demasiado a semejante Constitución, de no guardarle el respeto debido. Con Constituciones de éstas, a nadie que esté en su sano juicio se le ocurre jugar, si no quiere pasarlo más. Con ellas no valen bromas. No, allí donde la Constitución escrita refleja los factores reales y efectivos de poder, no se dará jamás el espectáculo de un partido que toma por bandera el respeto a la Constitución. Mala señal que ese grito resuene, pues ello es indicio seguro e infalible de que es el miedo quien lo exhala, indicio infalible de que en la Constitución escrita hay algo que no se ajusta a la Constitución real, a la realidad, a los factores reales de poder. Y si esto sucede, si este divorcio existe, la Constitución escrita está perdida, y no hay Dios ni hay grito capaz de salvarla.
Esta Constitución podrá ser reformada radicalmente, virando a derecha o a izquierda, pero mantenida, nunca. Ya el solo hecho de que se grite que hay que conservarla es clara prueba de su caducidad, para cualquiera que sepa ver claro. Podrá desplazarse hacia la derecha, si el gobierno cree necesaria esta transformación para oponer la Constitución escrita, aconsonantándola con los factores reales de poder, al poder organizado de la sociedad. Otras veces, es el poder inorgánico de ésta el que se alza para demostrar una vez más que es superior al poder organizado. En este caso, la Constitución se transforma y se cancela virando a izquierda, como antes en sentido derechista. Pero tanto en uno como en otro caso, la Constitución perece, está perdida y no hay quién la salve.
IV. CONCLUSIONES PRÁCTICAS
Si ustedes, señores, no se han limitado a seguir y meditar cuidadosamente la conferencia que he tenido el honor de desarrollar aquí, sino que, llevando adelante las ideas que la animan, deducen de ellas todas las consecuencias que entrañan, se hallarán en posesión de todas las normas del arte y de la sabiduría constitucionales. Los problemas constitucionales no son, primariamente, problemas de derecho, sino de poder; la verdadera Constitución de un país sólo reside en los factores reales y efectivos de poder que en ese país rigen; y las Constituciones escritas no tienen valor ni son duraderas más que cuando dan expresión fiel a los factores de poder imperantes en la realidad social: he ahí los criterios fundamentales que deben ustedes retener. En esta conferencia, me he limitado a desarrollarlos de un modo especial en relación con el ejército. Por dos razones: la primera es que la premura del tiempo no me permitía más, y la segunda, que el ejército constituye el más importante y decisivo de todos los resortes del poder organizado. Pero ya comprenderán ustedes, sin necesidad de que yo se lo explique, que lo mismo que hemos dicho del ejército acontece con la organización de los funcionarios de justicia, los empleados de la administración pública, etc.; también éstos son resortes orgánicos de poder de una sociedad. Si no olvidan ustedes esta conferencia, señores, y vuelven a verse alguna vez en el trance de tener que darse a sí mismos una Constitución, espero que sabrán ustedes ya cómo se hacen las cosas, y que no se limitarán a extender y firmar una hoja de papel, dejando intactas las fuerzas reales que mandan en el país.
Hasta que ese día llegue y provisionalmente, para el uso diario, como si dijéramos, esta conferencia servirá también para abrirles los ojos, aunque yo no haya aludido a ello, acerca de la verdadera necesidad a que responden esos nuevos proyectos militares de aumento de efectivos que reclaman su aprobación. Ustedes mismos, sin más que aplicar lo que han oído aquí, pondrán el dedo en la fuente recóndita de que brotan esas reformas solicitadas.
La monarquía, señores, tiene servidores prácticos, no retóricos y grandes oradores, servidores prácticos como yo los desearía para ustedes.
Ferdinand Lassalle
abril de 1862
Del folleto ¿QUÉ ES UNA CONSTITUCIÓN?
EDITORIAL AUSTRAL, QUILLÓN 1421, CHILE
2a Edición: mayo de 1976. 124 pgs, 11.05 x 16.5 cms
Primera Conferencia
Nota 1
La presente serie de cinco entregas, se realiza con el objetivo de difundir entre el pueblo peruano y sus nuevas oleadas de activistas NOA este importante análisis acerca de qué es una Constitución.
Hay Constitución real y Constitución escrita. (verdadera y de papel) En la actualidad, hay países que no tienen Constitución escrita (como Reino Unido) Hay países que desde su independencia no han cambiado su Constitución escrita (como Estados Unidos) Y hay países que en su historia han cambiado muchas veces su Constitución escrita (como Perú, doce veces su Constitución escrita en dos siglos de independencia) Esto indica cuál es la Constitución real de nuestro país: políticamente independiente y de economía burguesa. Pero sin cesar de ser en el cuadro del mundo una economía colonial, como lo señaló el Amauta Mariátegui iniciando sus 7 Ensayos de Interpretación de la Realidad Peruana, octubre de 1928.
Si se analiza la realidad económica se puede comprender estas diferencias. Perú es un país de economía basada en el extractivismo colonial. La Constitución escrita vigente fue impuesta (como otras anteriores) por el colonialismo, y esta vez agregando el neoliberalismo (trabajo precario, educación precaria, salud precaria, en provecho del poder dominante externo e interno)
Como señala el análisis, si el poder dominante está organizado, en cambio al pueblo le falta organización. Y de nada le sirve ser mayoría si no está organizado. Jamás olvidemos que:
Las discrepancias teóricas no impiden concertarse respecto de un programa de acción. El frente único de los trabajadores, es nuestro objetivo. En el trabajo de constituirlo, los trabajadores de vanguardia tienen el deber de dar el ejemplo. En la jornada de hoy nada nos divide: todo nos une. JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI, enero de 1927 |
Está demostrado que Trabajo-Educación-Salud TREDSA es la base de este Programa de Acción.
12 de marzo de 2021
Nota 2
Esta primera Conferencia acerca de Qué es una Constitución, fue difundida en cinco entregas (del 8 al 12 de marzo) por el Blog Centenario del Socialismo Peruano, de Hugo Tupo.
Dada su importancia, actualidad y vigencia, se vuelve a difundir Qué es una Constitución, esta vez reunidas las cinco partes de la primera difusión.
Deseamos sea de utilidad al lector, en vísperas de las elecciones presidenciales del 11 de abril.
COLECTIVO PERÚ INTEGRAL
2 de abril 2021
No hay comentarios:
Publicar un comentario