Desde
las ondas de Radio Magallanes, el 11 de septiembre del 73, fue posible
oír la voz metálica de Salvador Allende: “Tienen la fuerza, podrán
avasallarnos, pero no se detienen los proceso sociales ni con el crimen,
ni con la fuerza. La historia es nuestra, y la hacen los pueblos”.
Con sus
palabras, el Mandatario chileno no sólo evocaba a Miguel de Unamuno, en
1936 ante el fascista Millan Astray. También registraba una realidad:
no es la fuerza la que detiene los procesos sociales. Tampoco es el
engaño, o la traición. Finalmente, la fuerza radica en la capacidad de
lucha de los pueblos. Y ella se impondrá, por encima de todas las
adversidades.
50
años después del más aciago 11 de setiembre del siglo XX, el mundo
recuerda la figura enhiesta de un hombre valeroso que ofrendó su vida,
combatiendo hasta el fin, por los intereses de su pueblo. Salvador
Allende pasó a la historia limpio, transparente y heroico. Al evocarlo,
se recuerda a su pueblo.
La historia de Chile, en el siglo XX, fue también trágica.
En
sus inicios –en 1907- estuvo la matanza de la escuela Santa María de
Iquique, cuando las pampas salitreras fueron anegadas con la sangre de
3000 obreros chilenos, peruanos y bolivianos que demandaban justicia y
salarios.
En
la cantata que la recuerda, se dice premonitoriamente: “Quizás mañana o
pasado / o bien, en un tiempo más, / la historia que han escuchado / de
nuevo sucederá. / Es Chile un país tan largo, / mil cosas pueden pasar /
si es que no nos preparamos / resueltos para luchar.
Luego
vendrían duros años de represión, con gobiernos comprometidos con el
sistema de dominación vigente. Y también cortas islas de libertad, como
la que sembrara Pedro Aguirre Cerda en 1937, con el Frente Popular. O
con la voz de Pablo Neruda en 1948, en el Congreso de la República
lapidando la traición de Gonzales Videla.
Pero
más allá de todo, y más alta aún, fue la victoria de la Unidad Popular,
en setiembre del 70, cuando fuera ungido por mandato de las ánforas el
primer presidente socialista de América.
El
4 de noviembre de ese año, el Presidente Allende asumió su cargo e
inició un profundo proceso de cambios económicos y sociales. Su objetivo
fue devolver a Chile sus riquezas básicas en mano de consorcios
extranjeros, y su dignidad, arrebatada por una aristocracia criolla que
se adueñó del país apenas iniciada la República.
Los
900 días de gestión de la Unidad Popular, fueron convulsos. Los avances
del pueblo fueron resistidos agresivamente por las fuerzas secularmente
dominantes. Y entonces, hubo de todo: sabotaje, denuncias, campaña de
prensa, acusaciones y denuestos. Pero también violencia, provocaciones y
actos terroristas.
El
fascismo emergente cegó la vida del General en Jefe del Ejército, René
Schneider, para generar un clima golpista. Pero además, acudió a las
armas en junio del 73 para deponer al gobierno. Su acción decisiva,
ocurrió el 11 de setiembre de 1973.
Como
nunca antes en América, la Fuerza Aérea bombardeó Palacio de Gobierno;
soldados entraron a las poblaciones a saquear y matar; blindados y
tanques, se desplazaron por ciudades; y la Fuerza Armada copó el Poder a
sangre y fuego. En ese escenario, cayó abatido Salvador Allende.
La
primera versión aseguró que murió asesinado por las hordas que atacaron
La Moneda. Testigos oculares aseguraron luego que se batió hasta el
fin; y que, sin más salida, se disparó así mismo, para no caer en manos
de sus verdugos.
Para el efecto, es lo mismo. Hay muchas formas de matar a un hombre. Una de ellas, es forzarlo a pegarse un tiro.
Recientemente
un panfletario periodista chileno publicó en el diario una versión
truculenta: Allende fue abatido por cubanos de su seguridad.
Despreciable mentira. Solo chilenos estuvieron con el Presidente en esas
circunstancias, aunque el mundo hubiese querido estar con él, para
evitar la caída del gobierno popular que encabezara.
Grandes
figuras del proceso social chileno tuvieron que pagar con su vida, la
prisión o el exilio, 17 años de dictadura oprobiosa. En La Moneda, “el
Perro” Olivares fue uno de ellos. Pero después Víctor Jara, Martha
Ugarte, Jorge Muñoz, Mario Zamorano, Ernesto Letellier y muchos más
fueron abatidos en distintas circunstancias. Pablo Neruda cayó el 23 de
setiembre de 1973, como resultado de un crimen abyecto.
Rendir
homenaje a Salvador Allende, no es solo un deber moral. Es también una
obligación revolucionaria. Constituye una imperiosa necesidad política
porque refleja el compromiso que tenemos anudado con la historia y el
paso de nuestros pueblos.
No
en vano lo conocimos personalmente, hablamos con él y estrechamos su
mano. Algo de su dignidad y su coraje, nos fue transmitido en esas
circunstancias.
A
50 años de la dura experiencia que vivió el pueblo de Chile, la vida
continúa. Pero los problemas esenciales no se han resuelto. En el país
del Sur, ha concluido la dictadura, pero el vientre del fascismo es
fecundo. Y asoma en la voz y en la palabra de quienes se sienten dueños
del país y propietarios de su destino.
Frente
a ellos, se levanta la voluntad del pueblo. En América, al decir de
Neruda “Cada espiga nace de un grano entregado a la tierra, y como el
trigo, el pueblo innumerable, junta raíces, acumula espigas” para
alcanzar la victoria.
No
obstante, los que mataron a Allende en el sangriento holocausto
evocado, del 73, viven también en otras partes, Estuvieron en la
Argentina de Videla, en el Brasil de los militares que torturaron a
Dilma, en el Perú de Fujimori de ayer y de hoy. Y en otros procesos
vividos en América.
Se trata, entonces, de un reto, y una advertencia. El deber es estar alertas.
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