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TRISTEZA EN LA MUERTE DE UN HÉROE.
Los que vivimos esta historia, esta muerte y resurrección de nuestra esperanza enlutada, los que escogimos el combate y vimos crecer
las banderas, supimos que los más callados fueron nuestros únicos
héroes y que después de las victorias llegaron los vociferantes llena la
boca de jactancia y de proezas salivares.
El pueblo movió la cabeza:
y volvió el héroe a su silencio.
Pero el silencio se enlutó hasta ahogarnos en el luto cuando moría en las montañas el fuego ilustre de Guevara.
El comandante terminó asesinado en un barranco.
Nadie dijo esta boca es mía.
Nadie lloró en los pueblos indios.
Nadie subió a los campanarios.
Nadie levantó los fusiles, y cobraron la recompensa aquellos que vino a salvar al comandante asesinado.
¿Qué pasó, medita el contrito, con estos acontecimientos?
Y no se dice la verdad pero se cubre con papel esta desdicha de metal.
Recién se abría el derrotero y cuando llegó la derrota fue como un hacha que cayó en la cisterna del silencio.
Bolivia
volvió a su rencor, a sus oxidados gorilas, a su miseria intransigente,
y como brujos asustados los sargentos de la deshonra, los generalitos
del crimen, escondieron con eficiencia el cadáver del guerrillero como
si el muerto los quemara.
La
selva amarga se tragó los movimientos, los caminos, y donde pasaron los
pies de la milicia exterminada hoy las lianas aconsejaron una voz verde
de raíces y el ciervo salvaje volvió al follaje sin estampidos. (Pablo
Neruda)
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