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Un Tema de Actualidad.
PUNTO
FINAL A UN INCIDENTE INGRATO
POR
GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
8 DE
ABRIL DE 1981
Nunca, desde que
tengo memoria, he dado las gracias por un elogio escrito ni me he contrariado
por una injuria de prensa. Es justo, cuando uno se expone a la contemplación
pública a través de sus libros y sus actos, como yo lo he hecho, que los
lectores puedan disfrutar del privilegio de decir lo que piensan, aunque sean
pensamientos infames. Por eso renuncié hace mucho tiempo al derecho de réplica y
rectificación --que debía considerarse como uno de los derechos humanos-- y,
desde entonces, en ningún caso y ni una sola vez en ninguna parte del mundo he
respondido a ninguno de los tantos agravios que se me han hecho, y de un modo
especial en Colombia. Me veo obligado a permitirme ahora una sola excepción,
para comentar los dos argumentos únicos con que el Gobierno ha querido explicar
mi intempestiva salida de Colombia la semana pasada. Distintos funcionarios, en
todos los tonos y en todas las formas, han coincidido en dos cargos concretos.
El primero es que me fui de Colombia para darle una mayor resonancia
publicitaria a mi próximo libro. El segundo es que lo hice en apoyo de una
campaña internacional para desprestigiar al país. Ambas acusaciones son tan
frívolas, además de contradictorias, que uno se pregunta escandalizado si de
veras habrá alguien con dos dedos de frente en el timón de nuestros destinos.
La única
desdicha grande que he conocido en mi vida es el asedio de la publicidad. Esto,
al contrario de lo que creo merecer, me ha condenado a vivir como un fugitivo.
No asisto nunca a actos públicos ni a reuniones multitudinarias, no he dictado
nunca una conferencia, no he participado ni pienso participar jamás en el
lanzamiento de un libro, les tengo tanto miedo a los micrófonos y a las cámaras
de televisión como a los aviones, y a los periodistas les consta que cuando
concedo una entrevista es porque respeto tanto su oficio que no tengo corazón
para decirles que no.
Esta
determinación de no convertirme en un espectáculo público me ha permitido
conquistar la única gloria que no tiene precio: la preservación de mi vida
privada. A toda hora, en cualquier parte del mundo, mientras la fantasía
pública me atribuye compromisos fabulosos, estoy siempre en el único ambiente
en que me siento ser yo mismo: con un grupo de amigos. Mi mérito mayor no es
haber escrito mis libros, sino haber defendido mi tiempo para ayudar a Mercedes
a criar bien a nuestros hijos. Mi mayor satisfacción no es haber ganado tantos
y tan maravillosos amigos nuevos, sino haber conservado, contra los vientos más
bravos, el afecto de los más antiguos. Nunca he faltado a un compromiso, ni he
revelado un secreto que me fuera confiado para guardar, ni me he ganado un
centavo que no sea con la máquina de escribir. Tengo convicciones políticas
claras y firmes, sustentadas, por encima de todo, en mi propio sentido de la
realidad, y siempre las he dicho en público para que pueda oírlas el que las
quiera oír. He pasado por casi todo en el mundo. Desde ser arrestado y escupido
por la policía francesa, que me confundió con un rebelde argelino, hasta
quedarme encerrado con el Papa Juan Pablo II en su biblioteca privada, porque
él mismo no lograba girar la llave en la cerradura. Desde haber comido las sobras
de un cajón de basuras en París, hasta dormir en la cama romana donde murió el
rey don Alfonso XIII. Pero nunca, ni en las verdes ni en las maduras, me he
permitido la soberbia de olvidar que no soy nadie más que uno de los 16 hijos
del telegrafista de Aracataca. De esa lealtad a mi origen se deriva todo lo
demás: mi condición humana, mi suerte literaria y mi honradez política.
He dicho alguna
vez que todo honor se paga, que toda subvención compromete y que toda
invitación se queda debiendo. Por eso he sido siempre tan cuidadoso en mi vida
social. Nunca he aceptado más almuerzos que los de mis amigos probados. Hace
muchos años, cuando era crítico de cine y estaba sometido a la presión de los
exhibidores, conservaba siempre el pase de favor para demostrar que no había
sido usado, y pagaba la entrada. No acepto invitaciones de viajes con gastos
pagados.
El boleto de
nuestro vuelo a México de la semana pasada --a pesar de la gentil resistencia
de la embajadora de aquel país en Colombia-- lo compramos con nuestro dinero.
Pocos días antes, sin consultarlo conmigo, un amigo servicial le había pedido
al alcalde de Bogotá que hiciera cambiar el horario del racionamiento eléctrico
en mi casa, pues coincidía con mi tiempo de trabajo, y tengo un estudio sin luz
natural y una máquina de escribir eléctrica. El alcalde le contestó, con toda
la razón, que Balzac era mejor escritor que yo y, sin embargo, escribía con
velas. Al amigo que me lo contó indignado le repliqué que el señor alcalde
cumplió con su deber, y que contestó lo que debía contestar.
La gente que me
conoce sabe que esta es mi personalidad real, más allá de la leyenda y la
perfidia, y que si quedé mal hecho de fábrica ya es demasiado tarde para
volverme a hacer nuevo. De modo que no, ilustres oligarcas de pacotilla: nadie
se construye una vida así, con las puras uñas, y con tanto rigor minuto a
minuto, para salir de pronto con el chorro de babas de asilarse y exiliarse
sólo para vender un millón de libros, que además ya estaban vendidos.
El segundo
cargo, que me fui de Colombia con el único propósito de desprestigiar al país,
es todavía menos consistente. Pero tiene el mérito de ser una creación personal
del presidente de la República, aturdido por la imagen cada vez más deplorable
de su Gobierno en el exterior. Lo malo es que me lo haya atribuido a mí, pues
tengo la buena suerte de disponer de dos argumentos para sacarlo de su error.
El primero es muy simple, pero quiero
suplicar que lo lean con la mayor atención, porque puede resultar sorprendente.
Es este: en ninguna de mis ya incontables entrevistas a través del mundo entero
--hasta ahora-- no había hecho nunca ninguna declaración sobre la situación
interna de Colombia, ni había escrito una palabra que pudiera ser utilizada
contra ella. Era una norma moral que me había impuesto desde que tuve
conciencia del poder indeseable que tenía entre manos, y logré mantenerla,
contra viento y marea, durante casi treinta años de vida errante. Cada vez que
quise hacer un comentario sobre la situación interna de Colombia lo vine a
hacer dentro de ella o a través de nuestra prensa. El que tenga una evidencia
contra esta afirmación le suplico que la haga conocer de inmediato, de un modo
serio e inequívoco y con pruebas terminantes. Pues también suplico a mis
lectores que si esas pruebas no aparecen, o no son convincentes, lo consideren
y proclamen desde ahora y para siempre como un reconocimiento público de mi
razón.
El segundo
argumento es todavía más simple, y no ha dependido tanto de mí como de la
fatalidad. Es este: tengo el inmenso honor de haberle dado más prestigio a mi
país en el mundo entero que ningún otro colombiano en toda su historia, aun los
más ilustres, y sin excluir, uno por uno, a todos los presidentes sucesivos de
la República. De modo que cualquier daño que le pueda hacer mi forzosa decisión
lo habría derrotado yo mismo de antemano, y también a mucha honra.
En realidad, el
Gobierno se ha atrincherado en esas dos acusaciones pueriles, porque en el
fondo sabe que mi sentido de la responsabilidad me impedirá revelar los nombres
de quienes me previnieron a tiempo. Sé que la trampa estaba puesta y que mi
condición de escritor no me iba a servir de nada, porque se trataba
precisamente de demostrar que para las fuerzas de represión de Colombia no hay
valores intocables. O como dijo el general Camacho cuando apresaron a Luis
Vidales: «Aquí no hay poeta que valga». Mauro Huertas Rengifo, presidente de la
Asamblea del Tolima, declaró a los periodistas y se publicó en el mundo entero
que el Ejército me buscaba desde hacía diez días para interrogarme sobre
supuestos vínculos con el M-19. El único comentario que conozco sobre esa
declaración lo hizo un alto funcionario en privado: «Es un loquito». En cambio,
el primer guerrillero que se declaró entrenado en Cuba provocó, de inmediato,
la ruptura de relaciones con ese país. Pero hay algo no menos inquietante: a la
medianoche del miércoles pasado, cuando mi esposa y yo teníamos más de seis
horas de estar en la Embajada de México en Bogotá, el Gobierno colombiano fue
informado de nuestra decisión, y de un modo oficial, a través del secretario
general de la cancillería colombiana, el coronel Julio Londoño. A la mañana
siguiente, cuando la noticia se divulgó contra nuestra voluntad, los
periodistas de radio entrevistaron por teléfono al canciller Lemos Simonds y
éste no sabía nada. Es decir: casi ocho horas después aún no había sido
informado por su subalterno. El ministro de Gobierno, aún más despalomado,
llegó hasta el extremo de desmentir la noticia. La verdad es que las voces de
que me iban a arrestar eran de dominio público en Bogotá desde hacía varios
días y --al contrario de los esposos cornudos-- no fui el último en conocerlas.
Alguien me dijo: «No hay mejor servicio de inteligencia que la amistad». Pero
lo que me convenció por fin de que no era un simple rumor de altiplano fue que
el martes 24 de marzo, en la noche, después de una cena en el palacio
presidencial, un alto oficial del Ejército la comentó con más detalles. Entre
otras cosas dijo: «El general Forero Delgadillo tendrá el gusto de ver a García
Márquez en su oficina, pues tiene algunas preguntas que hacerle en relación con
el M-19». En otra reunión diferente, esa misma noche, se comentó como una
evidencia comprometedora un viaje que Mercedes y yo hicimos de Bogotá a La
Habana, con escala en Panamá, del 28 de enero al 11 de febrero. El viaje fue
cierto y público, como los tres o cuatro que hacemos todos los años a Cuba, y
el motivo fue una reunión de escritores en la Casa de las Américas, a la cual
asistieron también otros colombianos. Aunque sólo hubiera sido por la
suposición escandalosa de que ese viaje tuvo alguna relación con el posterior
desembarco de guerrilleros, habría tomado precauciones para no dejarme manosear
por los militares. Pero hay más, y estoy seguro de que el tiempo lo irá sacando
a flote.
La forma en que
la prensa oficial ha tratado el incidente está ya sacando algunas, y más de lo
que parece.
Ha habido de
todo para escoger. Jaime Soto --a quien siempre tuve como un buen periodista y
un viejo amigo a quien no veo hace muchos años-- explicó mi viaje en la forma
más boba: «El que la debe la teme». Sin embargo, el comentario más revelador se
publicó en la página editorial de El Tiempo, el domingo pasado firmado con el
seudónimo de Ayatolá. No sé a ciencia cierta quién es, pero el estilo y la
concepción de su nota lo delatan como un retrasado mental que carece por
completo del sentido de las palabras, que deshonra el oficio más noble del
mundo con su lógica de oligofrénico, que revela una absoluta falta de compasión
por el pellejo ajeno y razona como alguien que no tiene ni la menor idea de
cuán arduo y comprometedor es el trabajo de hacerse hombre.
A pesar de su
propósito criminal, es una nota importante, pues en ella aparece por primera
vez, en una tribuna respetable de la prensa oficial, la pretensión de
establecer una relación precisa, incluso cronológica, entre mi reciente viaje a
La Habana y el desembarco guerrillero en el sur de Colombia. Es el mismo cargo
que los militares pretendían hacerme, el mismo que me dio la mayoría de mis
informantes, y del cual yo no había hablado hasta entonces en mis numerosas
declaraciones de estos días. Es una acusación formal. La que el propio Gobierno
trató de ocultar, y que echa por tierra, de una vez por todas, la patraña de la
publicidad de mis libros y la campaña de desprestigio internacional. Ahora se
sabe por qué me buscaban, por qué tuve que irme y por qué tendré que seguir
viviendo fuera de Colombia, quién sabe hasta cuándo, contra mi voluntad.
No puedo terminar
sin hacer una precisión de honestidad. Desde hace muchos años, El Tiempo ha
hecho constantes esfuerzos por dividir mi personalidad: de un lado, el escritor
que ellos no vacilan en calificar de genial, y del otro lado, el comunista
feroz que está dispuesto a destruir a su patria. Cometen un error de principio:
soy un hombre indivisible, y mi posición política obedece a la misma ideología
con que escribo mis libros. Sin embargo, El Tiempo me ha consagrado con todos
los elogios como escritor, inclusive exagerados, y al mismo tiempo me ha hecho
víctima de todas las diatribas, aun las más infames, como animal político.
En ambos
extremos, El Tiempo ha hecho su oficio sin que yo haya intentado nunca ninguna
réplica de ninguna clase, ni para dar las gracias ni para protestar. Desde hace
más de treinta años, cuando todos éramos jóvenes y creíamos --como yo lo sigo
creyendo-- que nada hay más hermoso que vivir, he mantenido una amistad fiel y
afectuosa con Hernando y Enrique Santos Castillo --a quienes quiero bien a pesar
de nuestra distancia, porque he aprendido entenderlos bien-- y con Roberto
García Peña, a quien tengo por uno de los hombres más decentes de nuestro
tiempo. Quiero suplicarles que digan a sus lectores si alguna vez les he hecho
un reclamo por las injurias de su periódico, si alguna vez he rectificado en
público o en privado cualquiera de sus excesos, o si éstos han alterado de
algún modo mi sentido de la amistad. No; he tenido la buena salud mental de
tratarlos como si ellos no tuvieran nada que ver con un periódico que siempre
he visto como un engendro sin control que se envenena con sus propios hígados.
Sin embargo, esta vez el engendro ha ido más allá de todo límite permisible y
ha entrado en el ámbito sombrío de la delincuencia. Me pregunto, al cabo de
tantos años, si yo también no me equivoqué al tratar de dividir la personalidad
de sus domadores.
De modo que todo
este ingrato incidente queda planteado, en definitiva, como una confrontación
de credibilidades. De un lado está un Gobierno arrogante, resquebrajado y sin
rumbo, respaldado por un periódico demente cuyo raro destino, desde hace muchos
años, es jugárselas todas por presidentes que detesta. Del otro lado estoy yo,
con mis amigos incontables, preparándome para iniciar una vejez inmerecida, pero
meritoria. La opinión pública, no tiene más que una alternativa: ¿A quién
creer? Yo, con mi paciencia sin término, no tengo ninguna prisa por su
decisión. Espero.
Sobre el exilio de Gabo.
¿Pedirá el diario El Tiempo perdón?
Nota-
El
viernes 18 de abril Mario Jursich Durán (El
Malpensante) publicó el artículo de Gabo con esta nota: “El Tiempo abre su
página web con un gigantesco ‘¡Gabo, inmortal!’, lo proclama ‘genio de la
literatura’ y anuncia para este fin de semana una apoteósica edición sobre
nuestro Nobel. Me pregunto si será parte del homenaje darle
excusas extemporáneas a Gabriel García Márquez. En 1981, en sus páginas
editoriales y con seudónimo (ni siquiera tuvieron la hombría de usar el nombre
propio), el periódico le hizo unas acusaciones tan graves que unas horas
después García Márquez y su esposa tuvieron que pedir asilo político en la
Embajada de México. No tienen que creerme porque yo lo diga; lean aquí abajo la
columna que García Márquez publicó en El
País de Madrid el miércoles 8 de abril de 1981 y verán que no exagero. La
pieza no sólo es un soberbio trozo de gran literatura; también pudiera darle
algunas ideas a tantos periodistas que desde ayer no han hecho más que repetir
pendejadas.”
Se puede
comprender así por qué Gabo vivió más de 50 años fuera de su país.
Ragarro
09.05.14
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