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Constitución: verdadera (real), escrita (de papel)
¿QUÉ ES UNA CONSTITUCIÓN? (1-5)
Autor: Ferdinand Lassalle
Berlín abril de 1862
Señores:
Se me ha invitado a pronunciar ante vosotros una conferencia, para la cual he elegido un tema cuya importancia no necesita encarecimiento, por su gran actualidad. Voy a hablaros de problemas constitucionales, de lo que es una Constitución.
Pero antes de nada, quiero advertiros que mi conferencia tendrá un carácter estrictamente científico. Y, sin embargo, o mejo dicho, precisamente por ello mismo, no habrá entre vosotros una sola persona que no sea capaz de seguir y comprender, desde el principio hasta el fin, lo que aquí se exponga.
Pues la verdadera ciencia, señores -nunca está de más recordarlo-, no es otra cosa que esa claridad de pensamiento que, sin arrancar de supuesto alguno preestablecido, va derivando de sí misma, paso a paso, todas sus consecuencias, imponiéndose con la fuerza coercitiva de la inteligencia a todo aquel que siga atentamente su desarrollo.
Esta claridad de pensamiento no reclama, pues, de quienes escuchan ningún género de premisas especiales. Antes al contrario, no consistiendo, como acabamos de decir, en otra cosa que en aquella ausencia de toda premisa sobre la que el pensamiento se edifica, para alumbrar de su propia entraña todos sus resultados, no sólo no necesita de ellas, sino que no las tolera. Sólo tolera y sólo exige una cosa, y es que quienes escuchan no traigan consigo supuestos previos de ningún género, ni prejuicios arraigados, sino que vengan dispuestos a colocarse frente al tema, por mucho que acerca de él hayan hablado o discurrido, como si lo investigasen por vez primera, como si aún no supiesen nada fijo de él, desnudándose, a lo menos por todo el tiempo que dure la nueva investigación, de cuanto respecto a él estuviesen acostumbrados a dar por sentado.
I. ¿QUÉ ES UNA CONSTITUCIÓN?
Comienzo, pues, mi conferencia con esta pregunta: ¿Qué es una Constitución? ¿En qué consiste la verdadera esencia de una Constitución? Por todas partes y a todas horas, tarde, mañana y noche, estamos oyendo hablar de Constitución y de problemas constitucionales. En los periódicos, en los círculos, en las tabernas y restaurantes, es éste el tema inagotable de todas las conversaciones.
Y sin embargo, formulada en términos precisos esta pregunta: ¿En qué está la verdadera esencia, el verdadero concepto de una constitución?, mucho me temo que, entre tantos y tantos como hablan de ello, no haya más que unos pocos, muy pocos, que puedan dar una contestación satisfactoria.
Muchos veríanse tentados, seguramente, a echar mano, para contestarnos, al volumen en que se guarda la legislación prusiana del año 1850, hasta dar en él con la Constitución del reino de Prusia.
Pero esto no sería, claro está, contestar a lo que yo pregunto. No basta presentar la materia concreta de una determinada Constitución, la de Prusia o la que sea, para dar por contestada la pregunta que yo formulo: ¿dónde reside la esencia, el concepto de una Constitución, cualquiera que ella fuere?
Si hiciese esta pregunta a un jurista, me contestaría seguramente en términos parecidos a éstos: “La Constitución es un pacto jurado entre el rey y el pueblo, que establece los principios básicos de la legislación y del gobierno dentro de un país”. O en términos un poco más generales, puesto que también ha habido y hay Constituciones republicanas: “La Constitución es la ley fundamental proclamada en el país, en la que se echan los cimientos para la organización del Derecho público de esa nación”.
Pero todas estas definiciones jurídicas formales, y otras parecidas que pudieran darse, distan mucho de dar satisfacción a la pregunta por mí formulada. Estas contestaciones, cualesquiera que ellas sean, se limitan a describir exteriormente cómo se forman las Constituciones y qué hacen, pero no nos dicen lo que una Constitución es. Nos dan criterios, notas calificativas para reconocer exterior y jurídicamente una Constitución. Pero no nos dicen, ni mucho menos, dónde está el concepto de toda Constitución, la esencia constitucional. No sirven, por tanto, para orientarnos acerca de si una determinada Constitución es, y por qué, buena o mala, factible o irrealizable, duradera o inconsistente, pues para ello sería menester que empezasen por definir el concepto de la Constitución. Lo primero es saber en qué consiste la verdadera esencia de una Constitución, y luego se verá si la carta constitucional determinada y concreta que examinamos se acomoda o no a esas exigencias sustanciales. Mas, para esto, no nos sirven de nada esas definiciones jurídicas y formalistas que se aplican por igual a toda suerte de papeles firmados por una nación o por ésta y su rey, para proclamarlas por Constituciones, cualquiera que sea su contenido, sin penetrar para nada en él. El concepto de la Constitución -como hemos de ver palpablemente cuando a él hayamos llegado- es la fuente primaria de que se derivan todo el arte y toda la sabiduría constitucionales; sentado aquel concepto, se desprenden de él espontáneamente y sin esfuerzo alguno.
Repito, pues, mi pregunta: ¿Qué es una Constitución? ¿Dónde está la verdadera esencia, el verdadero concepto de una Constitución?
Como todavía no lo sabemos, pues es aquí donde debemos indagarlo, todos juntos, aplicaremos un método que es conveniente poner en práctica siempre que se trata de esclarecer el concepto de una cosa. Este método, señores, es muy sencillo. Consiste simplemente en comparar la cosa cuyo concepto se investiga con otra semejante a ella, esforzándonos luego por penetrar clara y nítidamente en las diferencias que separan una de otra.
1. LEY Y CONSTITUCIÓN
Aplicando este método, yo me pregunto: ¿En qué se distinguen una Constitución y una Ley?
Ambas, la ley y la Constitución, tienen, evidentemente, una esencia genérica común. Una Constitución, para regir, necesita de la promulgación legislativa, es decir, que tiene que ser también ley. Pero no es una ley como otra cualquiera, una simple ley: es algo más. Entre los dos conceptos no hay sólo afinidad; hay también desemejanza. Esta desemejanza, que hace que la Constitución sea algo más que una simple ley, podría probarse con cientos de ejemplos.
El país, por ejemplo, no protesta de que a cada rato se estén promulgando leyes nuevas. Por el contrario, todos sabemos que es necesario que todos los años se promulguen un número más o menos grande de nuevas leyes. Sin embargo, no puede dictarse una sola ley nueva sin que se altere la situación legislativa vigente en el momento de promulgarse, pues si la ley nueva no introdujese cambio alguno en el estatuto legal vigente, sería absolutamente superflua y no habría para qué promulgarla. Mas no protestamos de que las leyes se reformen. Antes al contrario, vemos en estos cambios, en general, la misión normal de los cuerpos gobernantes. Pero, en cuanto nos tocan a la Constitución, alzamos voces de protesta y gritamos: ¡Dejad estar a la Constitución! ¿De dónde nace esta diferencia? Esta diferencia es tan innegable, que hay hasta Constituciones en que se dispone taxativamente que la Constitución no podrá alterarse en modo alguno; en otras, se prescribe que para su reforma no bastará la simple mayoría, sino que deberán reunirse las dos terceras partes de los votos del Parlamento; y hay algunas en que la reforma constitucional no es de a competencia de los cuerpos colegisladores, ni aun asociados al poder ejecutivo, sino que para acometerla deberá convocarse extra, ad hoc, expresa y exclusivamente para este fin, una nueva asamblea legislativa, que decida acerca de la oportunidad o conveniencia de la transformación.
En todos estos hechos se revela que, en el espíritu unánime de los pueblos, una Constitución debe ser algo mucho más sagrado todavía, más firme y más inconmovible que una ley ordinaria.
Vuelvo, pues, a mi pregunta de antes: ¿En qué se distingue una Constitución de una simple ley?
A esta pregunta se nos contestará, en la inmensa mayoría de los casos: La Constitución no es una ley como otra cualquiera, sino la ley fundamental del país. Es posible, señores, que en esta contestación vaya implícita, aunque de un modo oscuro, la verdad que se investiga. Pero la respuesta, así formulada, de una manera tan confusa, no puede satisfacernos. Pues inmediatamente surge, sustituyendo a la otra, esta interrogación: ¿Y en qué se distingue una ley de la ley fundamental? Como se ve, seguimos donde estábamos. No hemos hecho más que ganar un nombre, una palabra nueva, el término “ley fundamental”, que de nada nos sirve mientras no sepamos decir cuál es, repito, la diferencia entre una ley fundamental y otra ley cualquiera.
Intentemos, pues, ahondar un poco más en el asunto, indagando qué ideas o qué nociones son las que van asociadas a ese nombre de “ley fundamental”, o, dicho en otros términos, cómo habría que distinguir entre sí una ley fundamental y otra ley cualquiera para que la primera pueda justificar el nombre que se asigna.
Para ello será necesario:
1º Que la ley fundamental sea una ley que ahonde más que las leyes corrientes, como ya su predicado de “fundamental” indica.
2º Que constituya -pues de otro modo no merecería llamarse fundamental- el verdadero fundamento de las otras leyes; es decir, que la ley fundamental, si realmente pretende ser acreedora de ese nombre, deberá informar y engendrar las demás leyes ordinarias basadas sobre ella. Le ley fundamental, para serlo, habrá, pues, de actuar e irradiar a través de las leyes ordinarias del país.
3º Pero las cosas que tienen un fundamento no son como son por antojo, pudiendo ser también de otra manera, sino que son así porque necesariamente tienen que ser. El fundamento a que responden no les permite ser de otro modo. Sólo las cosas carentes de un fundamento, que son las cosas casuales y fortuitas, pueden ser como son o de otro modo cualquiera. Lo que tiene un fundamento no, pues aquí obra la ley de la necesidad. Los planetas, por ejemplo, se mueven dentro de un determinado modo.¿Este desplazamiento responde a causas, a fundamentos que los rijan, o no? Si no hubiera tales fundamentos, su desplazamiento sería casual y podría variar en cualquier instante, estaría variando siempre. Pero si realmente responde a un fundamento, si responde, como pretenden los investigadores, a la fuerza de la atracción del sol, basta esto para que el movimiento de los planetas esté regido y gobernado de tal modo por ese fundamento, por la fuerza de la atracción del sol, que no puede ser de otro modo, sino tal y como es. La idea del fundamento lleva, pues, implícita la noción de una necesidad activa, de una fuerza eficaz que hace, por ley de necesidad, que lo que sobre ella se funda sea así y no de otro modo.
Si, pues, la Constitución es la ley fundamental de un país, será -y aquí empezamos ya, señores, a entrever un poco más de luz-, un algo que pronto hemos de definir y deslindar, o, como provisionalmente hemos visto, una fuerza activa que hace, por un imperio de necesidad, que todas las demás leyes e instituciones jurídicas vigentes en el país sean lo que realmente son, de tal modo que, a partir de ese instante, no puedan promulgarse, en ese país, aunque se quisiese, otras cualesquiera.
Ahora bien, señores, ¿es que existe en un país -y al preguntar esto, empieza ya a alborear la luz tras de la que andamos- algo, alguna fuerza activa e informadora, que influya de tal modo en todas las leyes promulgadas en ese país, que las obligue a ser necesariamente, hasta cierto punto, lo que son y como son, sin permitirles ser de otro modo?
(Nota: Continúa en la siguiente entrega)
COLECTIVO PERÚ INTEGRAL
8 de marzo 2021
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