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Un Tema de Actualidad
(2-2)
EL GRUPO
DE LOS 77 (G-77)
Y LA
DESCOLONIZACIÓN DE LA GEOPOLÍTICA
Rafael Bautista (especial para
ARGENPRESS.info)
Las recientes
crisis en Ucrania y Siria manifiestan la compleja transición hacia un mundo sin
centro hegemónico único; lo que se está denominando el “incipiente mundo
multipolar” (las áreas en disputa manifiestan esta tónica). El siglo XXI
amanece con un nuevo mundo emergente que ya no presupone, ni cultural ni
civilizatoriamente, la hegemonía occidental. El “gran relato” neoliberal del
“fin de la historia” se hizo pedazos el
11 de septiembre de 2001 y su última cruzada, llamada el “choque de
civilizaciones”, es derrotada en Siria y Ucrania.
Es decir, el
fenómeno de la colonización, consustancial al mundo moderno, empieza a
desmoronarse en el nuevo siglo. Incluso las nuevas potencias emergentes, si
optaran por asegurarse áreas de influencia, ya no podrían hacerlo según las
prerrogativas que adoptaron las potencias occidentales cuando se repartieron el
África y el Oriente. La sobrevivencia de un mundo multipolar pende del
siguiente detalle: los términos en que se expresen las alianzas geopolíticas
sólo podrían cimentarse en una cooperación mutua y estratégica y ya no en
exclusivas relaciones de dominación.
Las últimas
bravuconadas que Occidente despliega bélicamente no hacen sino mostrarnos su
decadencia profunda. Ya no pudo invadir Siria, y eso le está costando, no sólo
credibilidad sino, sobre todo, la desconfianza en su capacidad militar. Incluso
podría decirse que el 3 de septiembre de
2013 se evitó la tercera guerra mundial, cuando el sistema de defensa aéreo
ruso S300-PS, desde la base de Tartus, en Siria, intercepta y destruye misiles
tomahowks (lanzados desde la base gringa de Rota, en la bahía de Cádiz), que
tenían como destino Damasco. Desde entonces queda demostrado que los rusos han
recuperado su importancia militar; lo cual equilibra un mundo que había sido
capturado por Estados Unidos (según Ehud Barack, exministro de asuntos
militares de Israel, eso debilita a Estados Unidos en todo el mundo). Desde el
triunfo de Rusia ante Georgia, por Osetia del Sur, el 2008, puede decirse que
la geopolítica del siglo XX ha sido dislocada en favor de una nueva
reconfiguración planetaria.
En Ucrania
termina de rematarse la cosa, puesto que la injerencia occidental, comandada
por Estados Unidos, no hace sino, para su propia desgracia, acercar aún más a
China y Rusia, lo cual significa, en lo venidero, el viraje definitivo de la
economía mundial hacia el Oriente. El último acuerdo monumental entre Rusia y
China (cuyo comercio bilateral alcanzará, para el 2020, los 200.000 millones de
dólares), no sólo ratifica la hegemonía de una Eurasia oriental, en torno a la
restauración comercial de la “ruta de la seda”, sino hasta posibilita que China
se expanda hacia Occidente (los más que probables ejercicios militares
conjuntos entre Rusia y China en pleno Mar Negro). Ni Estados Unidos ni Europa
tienen la musculatura, ni económica ni militar, para hacer valer sus sanciones
económicas a una Rusia que, aliada de China, ya no tiene necesidad de
supeditarse a un Occidente en plena decadencia.
El mundo y su
cartografía geopolítica, tal cual había sido concebida por las potencias
occidentales, desde el siglo XIX, está feneciendo. Esto quiere decir que la
disposición centro-periferia, pertinente al mundo moderno, ya no tiene sentido.
Como tampoco tiene sentido, frente a la crisis climática y energética, un
sistema económico que sólo sabe administrar el despojo sistemático de vida
(humanidad y naturaleza) en favor de los fetiches del mundo moderno: el capital
y el mercado. La crisis es civilizatoria y sólo puede ser comprendida, en su verdadera
magnitud, desde una perspectiva multidimensional.
Esto quiere decir que, tampoco las
ciencias modernas, en su crisis epistemológica, estarían a la altura de dar
razón de la crisis. Si todas parten de los mitos y prejuicios modernos, ¿cómo
podrían auscultar una crisis que la originan estos mismos mitos y prejuicios?
La crisis actual manifiesta una rebelión de los límites mismos de un mundo que
es finito; pero la ciencia moderna, la economía capitalista y el mismo
paradigma del desarrollo, suponen recursos de aprovechamiento infinitos como
presupuesto de un progreso también infinito.
Este presupuesto
da origen a la sociedad moderna. Pero es un presupuesto falso, porque los
recursos no son infinitos. Ni la naturaleza ni el trabajo humano pueden
garantizar un progreso sin fin. Un crecimiento sin límites es una pura ilusión
trascendental. Por eso el mundo moderno se halla en la peor de sus
encrucijadas; pues si su economía se basa en el crecimiento económico, este
crecimiento supone el aprovechamiento desmedido de energía fósil. Sin energía
se hace imposible crecer. Crecer para el primer mundo significa aumentar su
consumo de energía; pero si añadimos a esto que el mito moderno de los países
ricos es crecer indefinidamente, fieles al modelo de desarrollo y progreso
infinito, resulta que su propia forma de vida, basada en el crecimiento
infinito, ya no puede sostenerse. Entonces, lo que se vislumbra, como
consecuencia de esta crisis, es el colapso cultural y civilizatorio de la
modernidad occidental. No siendo ya el primer mundo dueño de la energía del
planeta (desde el 2003, cuando British Petroleum confirma el fracaso de la
guerra de Irak), ya no puede subvencionar su desarrollo con la miseria que
genera su economía en el resto del planeta.
La crisis
financiera se vincula también a la crisis energética, que es la otra cara de la
rebelión de los límites ante las pretensiones ilimitadas de un crecimiento sin
fin. Este crecimiento es ya insostenible ante la evidencia del agotamiento
paulatino de los recursos energéticos. Lo cual hace más vulnerable la
estabilidad a futuro de un dólar que, sin petróleo, no tiene nada que lo
sostenga (a no ser sus bombas nucleares). El primer mundo requiere cada vez más
energía para crecer económicamente, pero si ya no dispone de energía barata y
abundante, todo su complejo industrial y tecnológico se estanca. Entra en
crisis. Tanto su producción como su consumo ya no pueden sostenerse. La crisis
manifiesta aquello. La crisis climática es la rebelión de los límites: el mundo
es finito.
Por eso el mito
de la globalización encierra una aporía insoluble: si el mundo es uno, entonces
no es infinito. El sistema-mundo-moderno-occidental choca entonces con la
fuente de donde emana todo lo que hace posible la vida: la naturaleza es única,
lo cual no quiere decir que sea infinita. Única quiere decir vulnerable. Su
finitud es constatación de su condición de sujeto. Por eso no puede no tener
derechos. Si la vida procede de ella es porque es Madre. Por eso le decimos
PachaMama. La extracción indiscriminada que se hace de sus componentes vitales,
en torno a una acumulación excesiva de ganancias, hace imposible que pueda
reponer lo que se le ha quitado: la sobre-explotación de un recurso conduce a
la destrucción paulatina de todo su contexto vital. A esto llamamos
extractivismo, prototípico del capitalismo.
La curva
geofísica de Hubbert fue diseñada para mostrarnos que todo elemento depletable,
como el petróleo, alcanza una cúspide en su explotación, para nunca más superar
aquello. Según el World Energy Outlook (informe anual de la Agencia
Internacional de Energía del 2010) esta cúspide a nivel mundial ya se habría
alcanzado el 2006. Y, si es cierto que la cúspide de todos los hidrocarburos,
además del uranio, se daría el 2018, entonces se hace imprescindible una
transformación en la base energética; pero los países ricos no responden de
modo sensato a esta realidad sino que apuestan por un peligro aún mayor: los
agrocombustibles.
Pareciera que
los países ricos, al no encontrar salida a su crisis, optan por meterse más en
ella. Pues esta supuesta solución a la crisis energética supondría un
holocausto alimenticio a nivel global (la subida de los precios de granos y
alimentos corrobora una tendencia de carácter especulativo que aprovecha ufano
el capital financiero).
La pelea
energética es ahorita la tónica de los dislocamientos geopolíticos. Para el
imperio es imprescindible la combinación dólar-petróleo. Sin petróleo no puede
sostener su infraestructura bélica planetaria. Si tiene el petróleo tiene el
control. Entonces la situación en Ucrania y Siria nos lleva también a
reflexionar acerca de la amenaza sistemática que ejercen los poderes fácticos
en Venezuela. Necesitan del petróleo venezolano para equilibrar su poder ante
estas nuevas derrotas en Ucrania y Siria.
Estados Unidos
persigue su soberanía energética recapturando a Latinoamérica. Por eso el TLCAN
con México reaviva la “Doctrina Monroe”, por eso lo que sucede en Venezuela
forma parte de su estrategia geopolítica ante el ascenso de China y Rusia; las
bases militares gringas de Colombia y Perú ya no apuntan sólo a Venezuela sino
también a Brasil. No sólo el Orinoco sino el Amazonas son áreas geoestratégicas
para restaurar un mundo unipolar (parece que Brasil, aun siendo parte de los
BRICS, no se ha anoticiado de esto).
Esta lectura nos
sirve para diagnosticar, establecer y determinar el contexto epocal que subyace
a la celebración de la “50 reunión
cumbre del G77”. Esta cumbre que se realizará en Bolivia es inédita, pues
si en sus inicios el G77 sólo coordinaba programas de cooperación en materia de
comercio y desarrollo para una mejor integración en el mercado mundial, la
nueva reconfiguración geopolítica y geoeconómica actual, sienta las bases para
hacer de este grupo un contrapeso a la hegemonía -en decadencia- de los países
ricos.
No sólo Bolivia,
sino el ALBA y hasta el MERCOSUR, tienen la mejor oportunidad de liderar una
transición con perspectiva mundial. Por eso la necesidad de contar, en la
actualidad, con una perspectiva geopolítica ya no sólo coyuntural sino acorde
con este proceso de transición planetaria. Politizar la cumbre G77 es
fundamental para que nuestros países sitúen a nuestra región en el nuevo centro
de gravedad de la transición civilizatoria del siglo XXI. Por eso el “vivir
bien” y la “descolonización” ya no pueden diluirse en la pura retórica sino
consolidarse como el discurso pertinente a un mundo en transición
civilizatoria.
El G77 nace
dentro del paradigma del desarrollo y en un mundo repartido entre dos
potencias. Con la imposición de un mundo unipolar, el grupo no tenía más
carácter que el exclusivamente declarativo. Pero con la decadencia del mundo
unipolar y el ascenso de los BRICS, nuevos márgenes de acción se presentan para
este tipo de grupos (también es el caso de los “no alineados”), pues los mismos
organismos internacionales (pertinentes a la hegemonía gringa) se hallan
seriamente cuestionados; entonces, ante el declive de unos y el ascenso de
otros, el G77 se halla en condiciones nunca antes experimentadas, pues el mundo
moderno atraviesa, por vez primera, la ausencia del poder hegemónico
occidental, pero a su vez, también se encuentra en medio de una crisis
civilizatoria que amenaza a la supervivencia propia del planeta.
En ese contexto,
la reunión en Bolivia podría despertar una conciencia global de un necesario
cambio de paradigma frente a la decadencia del capitalismo. Sólo una
mancomunidad de esfuerzos de los países pobres podría augurar nuevas vías que
puedan apostar las economías periféricas, con el fin de desprenderse
definitivamente de las prerrogativas de los países ricos (ahora en crisis
profundas) y proponerse despegues económicos que ya no busquen una integración
subordinada al capital y al mercado globales sino de una reconstrucción de sus
propias economías. Este periodo de transición hacia un nuevo sistema económico
mundial durará por lo menos un siglo; no se sabe qué adviene pero la economía
no puede continuar con las prerrogativas propias del modelo de producción,
consumo y acumulación actual.
El ascenso de
las potencias emergentes no sólo reequilibran el poder global sino que hace
posible descentrar la economía y la política globales. La disposición
centro-periferia es lo que ya no puede mantenerse; con el ascenso de los BRICS
se reivindican culturas y civilizaciones que el mundo moderno las consideró
arcaicas y superadas del todo. India y China vuelven a tener la importancia
global anterior a la modernidad. Por eso no es raro que una buena parte de la
literatura gringa hable del “choque de civilizaciones”. Occidente se siente
amenazada por el despertar de las civilizaciones que supuso atrasadas, lo cual
no hace sino desmentir su presunta superioridad civilizatoria.
Para este año
China será la primera economía mundial y para el 2020 China superará en lo tecnológico,
económico, científico, educativo, etc., a la suma conjunta de Europa y Estados
Unidos. Solo en el índice PISA, que mide el nivel educativo en el mundo, de los
10 primeros puestos, 7 son países asiáticos (hasta Vietnam está por encima de
Estados Unidos). Es decir, la decadencia del primer mundo es ya una cuestión de
hecho.
En ese contexto,
el primer mundo ya no es más modelo civilizatorio. Y la economía que patrocinó
por cinco siglos ya no es más sostenible. Energéticamente el mundo ya no puede
seguir el modelo de consumo occidental; a lo cual hay que añadir que las
potencias emergentes no son autosuficientes y ya no pueden hablar en los
términos colonialistas que lo hacían Europa y Estados Unidos. La colonización
ya no sería posible de reeditarse en el siglo XXI.
Esto quiere
decir que, un mundo multipolar, permite pensar una situación mucho más rica y
compleja: la ceropolaridad. Este concepto es novedoso en la geopolítica y
quiere describir un mundo sin hegemonías concentradas. Pues tampoco las nuevas
potencias emergentes, pueden decidir todo sin contar con los afectados; esto
significa que ninguna potencia puede ejercer, de modo único, su influencia
sobre todos los acontecimientos.
Cuando los
poderes hegemónicos retroceden en algo, las soberanías nacionales, aunque
mínimas, despiertan a nuevas apuestas; y si estas apuestas se generalizan,
entonces tenemos una coyuntura como la actual: un “cambio de época”. Una nueva
disposición geopolítica planetaria con ya no un solo centro abre márgenes de
acción para los países pobres. Pero estos, de modo aislado, no podrían superar
su situación. Sólo la cooperación y las alianzas estratégicas podrían
enfrentar, de modo más plausible, la arremetida de los países ricos.
Estas alianzas
no pueden prescindir de los BRICS. China recupera el pacífico como centro de la
economía global y eso supone también que los flujos comerciales se
des-occidentalicen. Junto a la India establecen una nueva geografía de la
economía mundial. Por primera vez, después de 500 años, América aparece otra
vez al extremo oriente del oriente, mostrando el verdadero sentido y dirección
de la civilización humana. Occidente nunca fue la culminación del desarrollo de
la civilización humana. Las implicaciones de este tipo de recambios van a tener
sus repercusiones hasta en lo cultural.
Aliarse a los
BRICS no tendría que significar avalar, o peor, remedar su modelo de
crecimiento económico. Pero en una nueva cartografía geopolítica y un nuevo
mapa institucional global, nuestros países podrían demandar, en condiciones más
favorables, una transformación del modelo productivo y de consumo que ha
originado el capitalismo. Por eso necesitamos reafirmar la creación de una
nueva arquitectura financiera global. Se dice que nadie, en el contexto global,
es independiente del todo; se es independiente en la medida en que se conoce y
se aprovecha, en beneficio propio, el grado de dependencia que se tiene.
Una
transformación del modelo productivo supone una nueva arquitectura financiera y
ésta presupone un nuevo marco jurídico del derecho, nacional e internacional,
que le devuelva la soberanía a los pueblos. Cuestionar todo aquello supone
también advertir que no es un modelo de desarrollo lo que ha entrado en crisis
sino el propio desarrollo; el afán de control y dominio de la naturaleza,
reducida a objeto a disposición, es lo que ya no puede sostenerse. La propia
concepción que de naturaleza tiene el capitalismo y la modernidad, es lo que
hace insostenible todo sistema económico. Por eso, la defensa de “derechos de
la Madre tierra”, el “vivir bien”, la “descolonización”, se constituyen en
criterios epocales que sostienen una toma de conciencia global; esto es lo que
establece, en nuestro caso, un liderazgo nunca antes imaginado y que nos
abriría la posibilidad de establecer una agenda mundial.
Los desafíos son
grandes, por ejemplo, desafiar al mismo mercado global supone la promoción de
sistemas de producción locales y tecnologías ancestrales o la recuperación de
economías campesinas comunitarias como base de la soberanía alimentaria. Sólo
aquello podría remediar, en un 50%, la emisión de gases de efecto invernadero
(que provoca las gran agroindustria). La autosuficiencia alimentaria es parte
de la consolidación de alternativas en la economía e, inevitablemente, de la
revalorización de las culturas antes despreciadas.
El nivel de
agresión y destrucción del proceso de producción capitalista, destaca una
invariable en su propia lógica: destruir para producir. En ese sentido, la
decadencia del capitalismo arrastra al mundo y a la vida en su conjunto. Las
implicancias a futuro de esta decadencia es la que obliga al mundo a proponerse
nuevas alternativas. Por eso la respuesta no puede provenir del primer mundo,
pues la apuesta de éste es únicamente alterar el rumbo que está adquiriendo el
mundo multipolar e impedir definitivamente su consolidación.
En Ucrania, la
opción occidental consiste en restaurar el orden hegemónico unipolar; pues la
sobrevivencia de Europa misma se encuentra en entredicho. La dependencia del
gas ruso le aleja de la esfera gringa y le convierte en una semi-colonia
energética de una economía cuyo centro se hace cada vez más oriental. Los
dislocamientos geopolíticos de este nuevo siglo hacen resurgir a la región
euroasiática como lugar estratégico para controlar y dominar al mundo. Para
Occidente es vital recuperar esa zona, pues sus estrategas consideran que
Ucrania es la entrada a Eurasia, donde vive el 75% de la población mundial y
donde se hallan ¾ partes de toda la energía conocida. Capturando a Ucrania se trata
de impedir que la economía se orientalice, pues si Rusia se acerca a China (y a
India), Occidente deja de tener la importancia que una vez tuvo y su economía
no podría ya reponer su predominio (por eso hasta Alemania juega doble, pues
también se acerca a China y Rusia, aunque no renuncia a su pertenencia
occidental).
El G77 no puede
desatender este nuevo contexto que está alterando por completo el tablero
geopolítico mundial. En medio de un incipiente mundo multipolar, la visión que
se tenga no puede reducirse a lo meramente local. En un mismo mundo compartido,
todo tiene relación con todo. Una nueva lectura del relacionamiento
internacional pasa por una actualización geopolítica de un mundo en transición.
La narrativa actual es geopolítica, pero no una geopolítica
provinciano-imperial sino una geopolítica verdaderamente mundial.
Esto nos posibilita advertir también el
carácter ideológico, unilateral y hasta plagado de un provincianismo cultural
de los marcos teórico-conceptuales de las relaciones internacionales y la
diplomacia, como disciplinas sociales. Estas disciplinas tienen una reducida
perspectiva europeo-norteamericana, que justifica un excepcionalismo
inadmisible hoy en día. La decisiva dependencia que tienen estas disciplinas de
la política exterior norteamericana, delata también una profunda ignorancia de
otros mundos culturales y civilizatorios que no pueden ser reducidos a la
mirada occidental.
Esto nos lleva a
advertir que, si el mundo que viene será multipolar, nuestra geopolítica deberá
también, acorde con ese nuevo mundo, tener una visión multidimensional de
implicancias globales, o sea, deberemos aprender a ver el mundo desde una
perspectiva propia. Si los chinos, hindúes, iraníes y rusos, propician think
tanks propios, con perspectivas geopolíticas radicalmente distintas a las de
europeos y gringos, no menos debemos realizar en este lado del mundo. El
asunto, en definitiva es, o producimos una perspectiva propia de lo que sucede
en el mundo o nos contentamos con la perspectiva usual, que es la occidental.
De una determinada narración se deduce una determinada posición. Si la
narración es la decadente, la moderno-occidental, entonces lo que se deduce es
la defensa de los intereses y los valores moderno-occidentales.
El mundo es lo
que se interpreta de éste. O descubres el mundo o te lo encubren. La política
exterior de nuestros países ha estado siempre constituida a partir de los
marcos teórico-conceptuales de la narración geopolítica imperial. Desprenderse
de aquello supone producir una nueva narración geopolítica que de nacimiento a
un nuevo tipo de relaciones internacionales. Lo usual en teoría de las
relaciones internacionales ha sido siempre la lectura abstracta,
descontextualizada, sin historia, usando conceptos meramente formales, que ordenaban
un pasivo reacomodo a las situaciones impuestas. La geopolítica parecía
patrimonio del centro, por eso hasta la izquierda ingenua entendía ésta como
una disciplina imperial (sumidos en la lectura hacia adentro olvidaban a menudo
el mundo real en el cual se encontraban).
Las lecturas
hegemónico-imperiales están en crisis, develando el provincianismo de la visión
del centro ante un mundo de ascensos civilizatorios que no logran comprender.
Occidente nunca conoció al mundo, por eso mira atónito el ascenso de las
potencias emergentes y descubre que no tiene otra cosa que la fuerza bruta para
imponerse. El afamado historiador de la Universidad de Yale, Paul Kennedy,
sostiene que los asuntos internacionales no andan bien en el mundo político y
social y que incluso estarían comenzando a desmoronarse, tanto institucional
como discursivamente. Pero este desmoronamiento lo ve como un atentado al
“mundo libre”, es decir, no es capaz de ver que se trata del desmoronamiento
cultural-civilizatorio de la propia hegemonía occidental, es decir, el llamado
“mundo libre”.
La conclusión
que este tipo de personajes -muy influyentes en ámbitos de poder- presenta, es
que el mundo está desquiciado. Esa visión delata a un centro que ya no sabe
leer un nuevo mundo emergente. Para Charles Hill, legendario funcionario del
Departamento de Estado, el antiguo orden conocido como el siglo norteamericano,
que era parte de la era moderna, parece estar apagándose. Su diagnóstico es
revelador, pues señala que la era que viene “ya no será moderna”; pero lo que
constituiría una esperanza para el resto del mundo pobre, él lo ve como “nada
agradable”.
Por supuesto,
desde el imperio no es nada agradable perder su preeminencia; por eso hace bien
David Brooks (columnista del New York Times) en señalar que el orden moderno al
cual se refiere Hill, es un sistema de Estados que encarnan los dos grandes
vicios de las relaciones internacionales: el deseo de dominio expansivo y de
eliminación de la diversidad. De ello se puede colegir que las mismas
relaciones internacionales no fueron nunca concebidas para un mundo multipolar
no occidental. Para el imperio, la geopolítica ha sido la defensa exclusiva de
sus intereses, a los cuales llama sus valores. Un mundo multipolar y
policéntrico es algo inconcebible para la geopolítica imperial, pero una
necesidad a ser pensada en la geopolítica de nuestros países. Por eso tiene
sentido hablar de una descolonización de la geopolítica.
La transición
civilizatoria no puede ser ciega. Advertir el sentido potencial de una nueva
reconfiguración planetaria, sin hegemonía única, permite diseñar una nueva
fisonomía global más acorde a una realidad diversa y plural. Por eso la visión
provinciana de la geopolítica imperial ya no sirve para interpretar el sentido
de la transición. La narrativa geopolítica deberá recuperar las historias
negadas y los horizontes culturales olvidados. Si el G77, y Bolivia y los
países del ALBA, están a la altura de liderar la transición civilizatoria, lo
que lógicamente debería acontecer es la posibilidad de fundar, en el mediano
plazo, una nueva “Liga de las Naciones” (como reconocimiento además a sus verdaderos
inspiradores: la liga indígena Iroquesa).
Si todas las
instituciones mundiales ya no cuentan con legitimidad, pues todas ellas
responden a la disposición centro-periferia, prototípica de la hegemonía
moderno-occidental, la propia ONU debería desaparecer y dar lugar a una nueva y
más democrática organización. El G77 contiene la mayor concentración de países
miembros de la ONU, por tanto, su legitimidad es considerable. Un nuevo mundo
en ciernes no puede amanecer con instituciones arcaicas.
Rafael Bautista es autor de
“la Descolonización de la Política.
Introducción a una Política Comunitaria”
Plural editores, la Paz, Bolivia
de: ARGENPRESS
<argenpress@gmail.com>
responder a:
argenpress+owners@googlegroups.com
fecha: 1 de junio de 2014, 8:28
firmado por: googlegroups.com
Nota.-
El Grupo de los 77 (G-77), establecido el
15 de junio de 1964 es la organización intergubernamental constituida por
setenta y siete países en desarrollo, que fueron signatarios de la “Declaración
Conjunta de los Setenta y Siete Países”, emitida al final de la primera sesión
de la Conferencia sobre Comercio y Desarrollo de las Naciones Unidas (UNCTAD)
en Ginebra. Su objetivo es articular y promover sus intereses económicos y el
mejoramiento de su capacidad conjunta de negociación respecto de los grandes
temas económicos dentro del sistema de la ONU, así como la promoción de la
cooperación Sur-Sur para el desarrollo.
Ahora, el
presidente de Bolivia, Evo Morales, expresó (01.06) que compartirá los
programas sociales de desarrollo que ha emprendido su Gobierno en los últimos
años, específicamente con las delegaciones de los 133 países que asistirán a la
Cumbre del G77+China, a celebrarse en la ciudad de Santa Cruz (centro) los días
14 y 15 de este mes de junio.
Aunque los
miembros del G-77 han sumado hasta contar 133 (2014), se retuvo el nombre
original debido a su significado histórico.
Los cambios en
Bolivia son evidentes de por sí. De gobiernos serviles ha pasado a gobierno
digno, respetado y reconocido internacionalmente.
Bolivia, ¿tiene gobierno
nacionalista, o no? ¡Aprendamos la lección!
Ragarro
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