sábado, 10 de febrero de 2024

IZQUIERDAS Y CULTURA MILITANTE EN EL FRENTE MINERO (PERÚ 1928-1930)

IZQUIERDAS Y CULTURA MILITANTE EN EL FRENTE MINERO (PERÚ 1928-1930)
Rebeca Montes
Usted;
Ramón García Rodríguez

IZQUIERDAS Y CULTURA MILITANTE EN EL FRENTE MINERO (PERÚ 1928-1930)
Ricardo Melgar Bao (INAH-México)
Introducción
La militancia en la historia de la izquierda peruana se expresó y manifestó como una unidad de presencia y acción en los espacios públicos a través de la movilización de las clases y grupos subalternos, organizados o no. El proletariado minero de la sierra central tuvo tres particularidades: étnicamente era mayoritariamente huanca y preponderantemente estacional, toda vez que en temporada de estiaje los comuneros buscaban ingresos complementarios en las minas de socavón o en las fundiciones al servicio de la empresa estadounidense Cerro de Pasco Corporation.
En ese tiempo la forma más trascendente de la práctica militante socialista y comunista correspondió a su inserción en las masas. Fueron sus redes, más que sus formas orgánicas, las que solventaron sus prácticas de resistencia y combate. Estudiar los orígenes de la militancia de izquierda en el proletariado minero nos permite apreciar su carácter transicional. Gracias a ello, observamos un proceso de acoplamiento entre las tradicionales formas de resistencia con las nuevas modalidades de organización, comunicación y lucha. Entre 1927 y 1930, una nueva cultura y orientación sindical minero-metalúrgica emergió en la región, recuperando selectiva y pragmáticamente, el tejido relacional de las corrientes mutualistas, anarcosindicalistas y sindicalistas revolucionarias, así como sus prácticas de resistencia.
El imperialismo y la cuestión minera
En 1902 se constituyó en Nueva York la Cerro de Pasco Invesment Company, la cual se desarrolló con base en la explotación de los yacimientos mineros de la sierra central. En pocos años se convirtió en el principal factor de modernización bajo la modalidad de enclaves y de polarización de clases en la sierra central. Sus accionistas, entre 1902 y 1914, impulsaron la formación de diversas compañías mineras, propias o mixtas, para extender sus operaciones a los yacimientos más importantes de la sierra central peruana. Entre ellas, destacó la Morococha Mining Company que, al igual que sus símiles, en 1915 se integró a una nueva razón social, la Cerro de Pasco Copper Corporation, que se acondicionaba mejor al perfil monopolista que venía adquiriendo la compañía estadounidense. Las inversiones estadounidenses, estimadas con base en los datos de 1929, reportan que, de un total de 124 millones de dólares invertidos por las empresas yanquis en los diferentes sectores económicos del Perú, le correspondió solamente a la minería un total de 79 millones 490 mil dólares (Barcelli, 1971, p. 201).
En cuanto al volumen de la fuerza laboral minera metalúrgica, creció de 22.000 obreros en 1919 (Flores Galindo, 1974, p. 42), a 32.047 en 1929, lo que equivale a un incremento del orden de 45,66%. En el caso particular de la fuerza de trabajo en las minas de la Cerro de Pasco se estimaba en 1919 en 7.500 mineros, un 34,09% del total de trabajadores del sector minería y petróleo. Una década más tarde dicha empresa contaba a su servicio con 12.858 trabajadores, un 40,12% del universo laboral de dicho sector. El incremento de la fuerza laboral en las minas de la Cerro de Pasco de 1919 a 1929, alcanzó un índice del 41,67%, lo que representó una tasa de incremento menor a la general del sector minería y petróleo (Barcelli, óp. cit., p. 201).
La vida de los mineros transcurría entre la mina y el campamento. Hubo un cambio generacional: mayoritariamente eran adolescentes, entre los doce y quince años de edad. Ostentaban un mayor índice educativo. En Morococha, entre 1920 y 1928, el índice de instrucción primaria fluctuó entre el 52% y el 81% e incidió en un mayor interés por las lecturas proletarias. Los mineros promovieron la creación de escuelas (ídem.). Por su lado, los profesores jóvenes con sensibilidad de cambio se agruparon y constituyeron en 1928 la Asociación Provincial de Maestros de Jauja, vinculada a la Internacional de Trabajadores de la Enseñanza y liderada por Teófilo Aguilar.[ Amauta (Lima), núm. 30, abril de 1930, p. 89.]
La distribución espacial y las construcciones expresaban la polaridad de intereses sociales entre la patronal y los mineros. Las viviendas de ingenieros y empleados eran de calidad y amplitud. Contaban con servicios: club, hotel, tienda, clínica y transporte. Por lado los mineros, vivían en viviendas precarias y estrechas de 2 por 2,50 metros. Excepcionales fueron las viviendas de 4 por 4 metros. La empresa las alquilaba entre 2,00 y 2,50 soles mensuales. El monopolio del abasto operaba a través de una tienda de raya, aplicando descuentos al salario. Era llamada «La Mercantil» y surtía víveres, implementos de trabajo y efectos personales. Su esparcimiento era en las cantinas y en menor medida en actividades deportivas. Con la organización gremial se constituyeron nuevos espacios de sociabilidad, educación, ayuda y cultura. Su contacto con el exterior era a través de los ferroviarios y de los pasajeros de segunda y tercera clase: paisanos, comerciantes minoristas, familiares y amigos.
La contaminación generada por los humos de la fundición suscitó gran mortandad de ganado, afectación de aguas, sembradíos, pastizales y la salud de hombres y ganados. La ruina económica y la indefensión legal suscitaron un proceso de concentración de la tierra en manos de la empresa estadounidense. Fue así como la Cerro de Pasco Corporation se convirtió en el más grande poseedor de minas de la región y del Perú, así como en el más poderoso terrateniente (Kapsoli, 1980). Por lo anterior, para los trabajadores mineros y campesinos se convirtió en su principal fuente de empleo y antagonismo: para 1924 la empresa ya había adquirido 320.000 has de tierra y en 1925 compró la Sociedad Ganadera de Junín (Kapsoli, 1972).
De los seis campamentos mineros con que contaba la Cerro de Pasco en la sierra central: Oroya, Cerro de Pasco, Casapalca, Goyllarizquizga, Yauricocha y Morococha, este último destacó por ser el de mayor tradición combativa y de niveles de politización. Morococha destacó también por ser uno de los tres campamentos de mayor concentración laboral, cuyo punto más alto lo alcanzó en 1926, con 3.146 adscritos. Los índices bajos tuvieron que ver con el impacto de la táctica empresarial del lock out en 1919 y 1930.
En esos años, las condiciones de trabajo en las minas eran realmente precarias y acicateaban el desarrollo de la resistencia obrera. La jornada era de nueve a doce horas, según las «tareas asignadas» y sus categorías ocupacionales. No estaban exentos de faenas extraordinarias. Hacia 1929, los turnos de trabajo eran dos: el primero iniciaba a las siete de la mañana y concluía a las cuatro de la tarde. El turno siguiente iniciaba a las cuatro de la tarde y concluía entre las cuatro y siete de la mañana. Jorge del Prado, joven cuadro comunista destacado en las minas, ingresó a trabajar como obrero «pallaquero» gracias a la recomendación del Comité Central de Reclamos de Morococha, ubicado a 4.000 metros de altitud. Cubría el turno nocturno, de 8 pm a 5 am. Su labor «consistía en limpiar el mineral separándolo de la tierra y escorias al salir de las minas» (Del Prado, 2010, pp. 42-43).
El proletariado que se formó en estos enclaves no fue, en sentido estricto, moderno. Tenía rasgos de éste, como el salario, usualmente subordinado a formas semiserviles de trabajo (enganche, tambos o tiendas de raya; restricciones y coerciones político-sociales, laborales y extralaborales, etc.). Este sector ocupacional, en la medida que procedía en su mayor parte de las comunidades andinas sin perder sus vínculos, ha sido caracterizado como «proletariado mixto», «semiproletariado» o «jornaleros estacionales». Lo anterior explica que buena parte de las amonestaciones patronales a los mineros fuese por ausencia injustificada. Solían faltar para ir a sus pueblos, por motivos familiares, agrícolas o festivos (Kruijt y Vellinga, 1980, p. 1505). Muchos de ellos, los fines de semana atendían faenas agrícolas en sus comunidades de origen (Mejía, 1971, p. 5). La composición dual, minero-comunero andino, creció al ritmo de la crisis ambiental.
En ese contexto no tardaron en manifestarse las primeras formas de resistencia del proletariado minero dirigiéndose contra el orden opresivo, los salarios deprimidos y la prolongada jornada laboral. Los mineros comenzaron a expresarse de manera espontánea a través de su ausencia temporal o deserción, del motín, la revuelta y el ataque a las instalaciones de la empresa.[ De acuerdo a un informe de Pedro Zulen (1910), las casas enganchadoras reportaron un significativo incremento en el número de fugados y morosos: la Casa Castro, 2.369; la Casa Aizcorbe, 2.114, y la Casa Grelland, 420, entre las que suman un total de 4.903 (Flores Galindo, 1974, p. 68).] Bajo las orientaciones del mutualismo, anarcosindicalismo y sindicalismo revolucionario, se gestaron nuevas formas de organización, así como prácticas solidarias y de lucha contra el sistema de enganche, el régimen salarial, la tienda de raya y las condiciones de trabajo.
En junio de 1917, los mineros de Smelter y Cerro lograron la primera victoria laboral frente a la Cerro de Pasco (Barcelli, óp. cit., pp.113-117). Desde 1918 existían nexos entre la Central Obrera de Mineros del Centro y la Federación Obrera Local, de filiación anarcosindicalista (Sulmont, 1980, p. 14). Dicha Central logró sentar sus bases en dos campamentos mineros. Siendo su sección de Morococha la que inició la huelga del 7 de enero de 1919 (Barrientos, 1958, p. 153), después de presentar su demanda de incremento salarial del 50%. El paro fue garantizado por los piquetes mineros de vigilancia. La patronal osciló entre conceder un 20% de aumento o recurrir al lock out. El 13 de enero, el paro devino en amotinamiento, tomando los contornos de una revuelta expandida con prácticas de sabotaje (inundación de las lumbreras de Natividad, San Francisco y Desaguadora), asedio, apedreo e intento de dinamitar la residencia del staff de la Empresa en Tucto. Fue cruentamente reprimida (Flores Galindo, óp. cit., pp. 90-91). Fue la táctica del sabotaje libertario la que precipitó el desenlace. Vino la intervención policial y el lock out, aprovechando la caída internacional de los precios del cobre y el trabajo estacional minero. El ejército sometió a los paristas y los subió a 18 vagones del tren para trasladándolos a las estaciones próximas a sus localidades de origen (ibíd., pp. 91-92). En cambio, en Casapalca, la protesta del proletariado se libró contra el monopolio de venta y alza de precios de la tienda de la empresa, desembocando en un devastador atentado dinamitero.
En resumen, son atribuibles a las corrientes libertarias: las sociedades de resistencia (Estrella de los Andes, Central Obrera de Mineros del Centro), el boicot, el sabotaje, el periódico de agitación (El Correo de Morococha) y la huelga de 1919. Espontaneidad, debilidad sindical y la violencia, se aproximaron a lo que se denomina «sindicalismo de revuelta» (Pécaut, 1973; Vitale, 1986). Lecciones de esta lucha fueron tomadas en cuenta por el sindicalismo clasista minero en los años 20. Cesáreo Marroquín Fernández, dirigente de la jornada huelguística de 1919, escapó de la represión refugiándose en Vitarte, gracias a la hospitalidad clasista y solidaria de Julio Portocarrero y de Laguado, a los que transmitió las experiencias de lucha (Melgar, 1987).
En 1920, la represión a la acción político-sindical afectó severamente la resistencia proletaria en los asientos mineros. Al decir de Mariátegui: «todo obrero acusado de intento de organización de los trabajadores, aunque sólo sea con fines culturales o mutuales, es inmediatamente despedido por la empresa» (1987, p. 36). Frente a la política intolerante y represiva, las diversas corrientes y organizaciones obreras se solidarizaron entre sí. Síntomas de su recuperación y renovación clasista aparecieron a partir de 1927.
Gracias a la circulación de Amauta (1926-1930) y Labor (1928-1929), las ideas socialistas y el sindicalismo clasista fueron echando raíces. Se vendían en la librería de Carlo Pezzutti, en Morococha y eran distribuidas a lectores de Jauja, La Oroya, Cerro de Pasco y Huancayo (Mazzi, 2017, p. 92), atrayendo a mineros, profesores y cuadros libertarios. Máximo Pecho, en Jauja, publicaba propaganda anarquista y socialista y fue agente distribuidor de Amauta y Labor.[ «Lista de Agentes de la Editorial Minerva». Archivo José Carlos Mariátegui, doc.: PE PEAJCM EEM-F-02-02-01-02-003, s/f. ] Se vivía el tránsito de los periódicos libertarios: El Correo de Morococha (1915-1918), de Cesáreo Marroquín y Vía Libre (1919-1923) de Pecho, a los de orientación socialista: El Martillo (1928) y Alborada (1929), de Gamaniel Blanco y César Augusto Palacios (ibíd., p. 98). En general, los periódicos enriquecieron los debates proletarios, sus formas de organización, sus redes y su praxis.
El sindicalismo clasista en los campamentos mineros
Recordemos que en el seno de la Internacional Sindical Roja (ISR), durante los años 1920 y 1927 se generó y afirmó el «sindicalismo clasista», adherido al principio de la lucha de clases, la solidaridad proletaria y campesina, el frente único, la central nacional e internacional. Fue promovido y dirigido por los partidos adheridos o simpatizantes de la Internacional Comunista (IC). Mariátegui fue el introductor y conductor de esta concepción. Sostuvo que:
“El frente único no anula la personalidad, no anula la filiación de ninguno de los que lo componen. No significa la confusión ni la amalgama de todas las doctrinas en una doctrina única. Es una acción contingente, concreta, práctica. El problema del frente único considera exclusivamente la realidad inmediata, fuera de toda abstracción de toda utopía. Preconizar el frente único no es, pues, preconizar el confusionismo ideológico. Dentro del frente único cada cual debe conservar su propia filiación y su propio ideario. Cada cual debe trabajar por su propio credo. Pero todos deben sentirse unidos por la solidaridad de clase, vinculados por la lucha común, ligados por la misma voluntad revolucionaria y la misma pasión renovadora. Formar un frente único es tener una acción solidaria ante un problema concreto, ante una necesidad urgente”.[ Mariátegui J. C. «El 1º de Mayo y el frente único». El Obrero Textil, (Lima), año 5, núm. 59, 1 de mayo de 1924. Rep.: 1987, p. 107.]
El sindicalismo clasista mantuvo puntos de contacto y apoyo en las formas de organización previas, como la Sociedad Pro-Cultura Popular y el Club Movilizables núm. 1 de Morococha, de los cuales salieron los comités de organización sindical clasista y la constitución del Comité Central de Reclamos, liderados por Gamaniel Blanco, Adrián Sovero, Alejandro Loli, Manuel Vento, Ramón Azcurra y Adrián Sovero (Del Prado, 2010, p. 30), quienes tuvieron estrechas relaciones epistolares con Mariátegui y se reunieron con él en el Parque La Reserva (Lima) en octubre de 1929.[ «José Carlos Mariátegui junto a los dirigentes de la Federación de Trabajadores Mineros de Morococha (II) [foto]». Archivo José Carlos Mariátegui, doc.: PE_PEAJCM_JCM-F-03-04-4.1-4.1.5-034, 1929.] Los vínculos político-sindicales se fortalecieron con el traslado de cuadros socialistas elegidos por Mariátegui a las regiones mineras: el médico Hugo Pesce al hospital de Chulec (La Oroya) y Jorge del Prado a Morococha, entre otros.
La espacialización de las redes militantes se tejió desde el núcleo socialista limeño. Mariátegui afirmó que tanto La Oroya (km 183) como Morococha (km 147) constituían «puntos donde ventajosamente puede operar la propaganda clasista» (1987, p. 45). Hacia 1928 ya podernos encontrar los primeros síntomas de formación de una vanguardia minera de nuevo tipo, que inauguró una fase superior de desarrollo orgánico de clase y que tuvo como eje el campamento de Morococha.
En Morococha, liquidada la dirección anarcosindicalista con el lock out de 1919, sólo existía, entrados los años veinte, una sociedad obrera de orientación mutualista llamada Club Movilizables Núm. 1 de Auxilios Mutuos». Sin embargo, de su seno emergió una corriente sindicalista renovadora. Ésta libró una importante jornada huelguística, cuya dirección gremial mantuvo y desarrolló estrechos lazos ideológicos, políticos y organizativos con el principal núcleo de la vanguardia socialista del Perú, dirigido por José Carlos Mariátegui.
Los socialistas radicados en el campamento minero de Morococha y la ciudad mercado de Jauja, coadyuvaron a la articulación del proyecto político de Mariátegui. Su convergencia permitió aproximar a los campesinos y mineros bajo términos de una política de solidaridad de clase y acción reivindicativa y revolucionaria. Supo vertebrar a los sectores populares y sus vanguardias de Lima-Callao, con los ferroviarios, mineros y campesinos de la sierra central, nervio y motor de lo que Mariátegui llamó el Perú profundo. Proyecto a largo plazo que se iría extendiendo en abanico desde los centros de concentración y actividad proletaria ubicados principalmente en la costa hacia la sierra, desde las ciudades costeñas a las minas y comunidades andinas.
Los casos de Jauja y Morococha no fueron más que una de las expresiones germinales de la concepción, plan, forma y estilo del proyecto revolucionario de Mariátegui en el trabajo de masas, atendiendo a las particularidades específicas de su composición étnico-social, tradición, volumen y ubicación estratégica. En Jauja se consolidó el trabajo partidario y sindical en el seno de las comunidades campesinas, el magisterio primario y rural, así como en las capas de artesanos de los poblados y ciudades menores de la provincia. En el núcleo político jaujino militaban Moisés Arroyo Posadas, Nicolás Terreros, Abelardo Solís, Pedro Monge, Teófilo Aguilar Peralta, Alberto Espinoza Bravo y el comunero Delgado.
El mérito político de este núcleo socialista radicó en haberse constituido en un polo de concentración y definición ideológica y acción política, que atrajo incluso a la vieja guardia anarquista y radical de la región. Impulsaron a partir del Círculo Obrero y su Centro Artístico y Cultural, la difusión del marxismo y de la experiencia revolucionaria de la Rusia soviética. Estos socialistas se ubicaron en la misma proyección con que Mariátegui, a través de la revista Amauta, y el periódico obrero Labor, ejercía su trabajo en favor del desarrollo de un amplio movimiento renovador de la cultura y política del pueblo, que le diera solidez y profundidad a la revolución peruana.
Los jaujinos de vanguardia lograron la difusión y organización de bibliotecas en las comunidades y en los poblados y campamentos mineros. Fue l proyecto de organización de una Federación de Trabajadores del Centro, a partir de la Federación de Trabajadores de la Provincia de Jauja, la cual pretendía aglutinar a los campesinos y mineros como los eslabones centrales de esta forma de organización horizontal de las masas trabajadoras de la región (Arroyo, 1980, 61-74).
Del núcleo político de Jauja fueron dos los responsables del trabajo en el frente minero, Abelardo Solís y Moisés Arroyo Posadas. Pusieron su centro de atención en el campamento minero de Morococha, aprovechando el hecho de que muchos de estos mineros procedían de las comunidades campesinas de la provincia de Jauja. Para ellos poco importaba que la formal división jurídica y político-territorial del Estado tuviese al campamento de Morococha y a la ciudad de Jauja desvinculados y adscritos a dos provincias distintas. Su regionalización político-cultural se ajustaba a los nexos reales que ligaban Jauja y Morococha. Revisada la procedencia de la fuerza de trabajo existente en Morococha en 1924 un 49% fueron migrantes jaujinos. (Flores Galindo, óp. cit., p. 24).
La afluencia de fuerza de trabajo a las minas, particularmente a Morococha, se explica por el hecho de que las casas enganchadoras de Arístides Castro, Pedro Aizcorbe y los hermanos Grelland tenían su sede y campo de operaciones principales en la provincia de Jauja, con la finalidad de abastecer de fuerza de trabajo semiservil las haciendas ganaderas alteñas y los campamentos mineros. Dichas entidades se aprovecharon de la indefensión política de las comunidades y el propio proceso de diferenciación campesina que se venía dando en su interior, así como de la acción compulsiva de la Compañía Cerro de Pasco sobre las propiedades comunales a las que arruinaba por acción directa o indirecta de la fundición de la Oroya. La planta fundidora expulsaba sustancias tóxicas para la ganadería y la agricultura.
Esta compleja y conflictiva situación explica además la consistencia de los lazos que unían a campesinos y mineros, y en este caso particular a jaujinos y mineros de Morococha. Finalmente debemos agregar un elemento que ayudó a la realización de este proceso de transferencia y movilidad coactiva de la fuerza de trabajo, gracias al mejoramiento y expansión de las líneas de transporte y comunicación, particularmente las del servicio ferrocarrilero (Flores Galindo, óp. cit., p. 43). Se consolidaron las redes militantes de los asientos mineros, gracias a la mediación de la Federación de Trabajadores Ferroviarios, liderada por el socialista Avelino Navarro (Lévano, 2016). En la misma dirección los mineros tejieron vínculos significativos con trabajadores de otros sectores afincados en Jauja, Chosica, Vitarte y El Callao. La relación con Vitarte fue importante, mediada por Julio Portocarrero, dirigente obrero socialista y secretario general de la Confederación General de Trabajadores del Perú (CGTP), en cuyo proceso de constitución (1929) participaron activamente los trabajadores ferroviarios, además de tener un papel clave en el desarrollo del sindicalismo clasista.
El debate acerca del real drama minero y su futuro continuó su curso. Mariátegui centró su análisis, denuncia y propaganda sobre los luctuosos sucesos del 5 de diciembre de 1928 en Morococha. Un accidente en la mina «Yankee», debido a la imprevisión y negligencia de la empresa, motivó la inundación y derrumbe de una parte de la mina sepultando en vida a 26 mineros nacionales y dos extranjeros. A esto se agregó el intento de la Compañía de eximirse de responsabilidad frente a los deudos de las víctimas, y peor aún, de desobligarse frente a las necesarias medidas de seguridad para la protección de los mineros que continuarían operando en los peligrosos socavones.
A través de las páginas de Amauta y Labor, Mariátegui acicateó el desarrollo del movimiento popular nacional en gestación, superando los límites de la denuncia fácil, episódica y adjetiva, en favor de su proyecto revolucionario por el control de todos y cada uno de los pivotes de la economía peruana enfeudados a los intereses oligárquicos e imperialistas. La cuestión minera y sindical en otros países aparecía en los diarios nacionales y constituían espejos desde dónde mirarse: la huelga en las minas de carbón en Inglaterra, librada del 3 al 12 de mayo de 1926, atrajo atención y solidaridad internacional. Haya de la Torre remitió el siguiente telegrama: «Trabajadores Manuales Intelectuales América invoca efectiva solidaridad nuestros pueblos con proletariado británico [sic]».[ Inserto en carta dirigida a Carlos Quijano. Londres, 10 de mayo de 1926. Rep. Melgar y Montanaro, 2010.]
Puntos de engarce de la problemática minera de otros países fueron atendidos por Mariátegui por incidir en el curso del debate peruano. Mariátegui, no por casualidad, en febrero de 1927, polemizó con las tesis de César Falcón acerca del conflicto minero que asolaba a Inglaterra. Falcón (1927) sostenía una postura opuesta a los mineros del carbón de ese país por demandar la nacionalización de las minas en el nombre del socialismo, en lugar de sostenerla en nombre del interés concreto de la economía británica. Este debate tuvo resonancia tanto en las filas del sindicalismo minero como en las del socialismo y aprismo peruanos, enfrascados ya en una importante polémica sobre estatización-nacionalización y capitalismo versus socialismo. Por ello, Mariátegui no podía dejar de impugnar las tesis de Falcón, que al obviar el carácter de clase del estado abonaban en favor del reformismo estatalista y aprista emergente.
En esta misma dirección, Mariátegui sostuvo que el accidente de Morococha debería ser objeto y motivo de debate sobre la contradicción entre los intereses populares y nacionales y aquellos que representaban el imperialismo, los terratenientes y la burguesía intermediaria. A ello este autor le dedicó el editorial del número 4 de Labor, del 29 de diciembre de 1928. Las responsabilidades de la Cerro de Pasco en este aspecto se desprendían del tenor de la carta de un minero de Morococha que se había publicado en el mismo número de Labor y de otras informaciones remitidas por la célula de Jauja; se inició así el proceso político a la penetración imperialista en su expresión particular, las minas. En un artículo publicado en Amauta en el mismo mes, Mariátegui afirmó ya de manera concluyente:
“El capital extranjero que explota las riquezas mineras del país, paga al Perú en salarios y tributos una suma muy modesta, en proporción a sus utilidades. El asunto de los humos de la Oroya es un dato cercano del caso que hace la Cerro de Pasco Copper Corporation de los intereses de las poblaciones, en medio de las cuales se instala. Antes, la Asociación Pro Indígena había tenido ya constante motivo de intervención en el tratamiento y «enganche» de los obreros de las minas. Frente a toda prepotencia de esta empresa, habituada a tratar con insolente desprecio los derechos de sus trabajadores indígenas, debe mantenerse vigilante y solidaria la clase trabajadora. Amauta es su tribuna doctrinaria, pronta siempre a la acusación, alerta siempre a la defensa” (Mariátegui, 1928, p. 94).
Mariátegui no quería levantar de manera inmediata la consigna de la nacionalización de las minas, pensaba que mediante el análisis de la gestión de las empresas imperialistas en el sector minero de este país andino y en base a las tesis y experiencias del proletariado minero de otros países, los trabajadores mineros, así como las gentes que integran la vanguardia revolucionaria del pueblo, llegasen a tal conclusión política por su propio esfuerzo y convencimiento. Para inducirlas en esta lógica de reflexión política, Mariátegui publicó a principios de 1929 en Amauta un artículo de Tristán Marof sobre la nacionalización de las minas en Bolivia, en el cual, con algunos matices y diferencias, hacía forzosa la analogía con el caso peruano. La tesis central de Marof aludía a los nexos financieros entre el gobierno de su país y el imperialismo yanqui. Justamente por esos días el régimen de Leguía afrontaba problemas en la consecución de nuevos préstamos con la banca norteamericana, lo cual a su vez comprometía de parte a parte su política frente a las empresas norteamericanas que explotaban las minas de este país. En síntesis, el planteamiento de Marof era el siguiente:
“La nacionalización de las minas tiene que ser un fenómeno revolucionario que fatalmente tiene que presentarse en Bolivia. El gobierno actual o todos los gobiernos, no podrán jamás curar la crisis eterna sino a base de empréstitos; no podrán ni velar sus gastos sino a base de empréstitos; no podrán dar un paso sino empujados por los mismos empréstitos. Llegará un día que la capacidad financiera de Bolivia no pueda resistir sus deudas; entonces aparecerá la intervención del acreedor y al aparecer la intervención aparecerá también la Revolución. Siles, el gobernante actual, representa su aliado inconsciente” (1929, pp. 92-93).
Es seguro que Mariátegui no compartiría en todas sus partes las afirmaciones de Tristán Marof, pero le bastaba que éste aportase elementos para el debate y la convergencia en el marco de una política de frente único revolucionario. En ese sentido, hay que ubicar la flexibilidad de Mariátegui en la conducción de Amauta y Labor y no como producto de sus vacilaciones o centrismo pequeñoburgués, con Jo cual lo quisieron vilipendiar los apristas y más tarde algunos dirigentes del Buró Sudamericano de la IC.
Mariátegui no podía quedarse únicamente en el terreno de la búsqueda y construcción de una reivindicación programática del proletariado y pueblo peruano en su conjunto, él sabía atender al mismo tiempo las exigencias concretas que se derivaron de la catástrofe de Morococha, lo cual le llevó a sostener de manera clara y contundente desde las páginas de Amauta la siguiente declaración:
“Tenemos la obligación de hacer llegar a la población obrera de Morococha la expresión de la solidaridad de los grupos de trabajadores manuales e intelectuales que representa Amauta. Solidaridad que no se detiene en la apropiación fraternal del dolor de los obreros de Morococha por la muerte dé algunas decenas de compañeros, si no comprende la mancomunidad en la exigencia de que la empresa minera no eluda ninguna de sus «responsabilidades»” (Mariátegui, 1928, p. 94).
Las responsabilidades de la empresa Cerro de Pasco, subrayó Mariátegui, eran, en primer lugar, la indemnización de las familias de las víctimas y la garantía de estabilidad laboral para aquellos mineros que quedaron ciegos a consecuencia del accidente minero, en cumplimiento de la ley de accidentes de trabajo. El dirigente socialista trataba de ir más allá, es decir, concertar a los intelectuales, particularmente a los ingenieros de minas y a los propios obreros en la investigación de las causas del accidente minero de Morococha. Deslindar cabalmente las responsabilidades de la Empresa por omisión y negligencia, y demandar las sanciones que el caso requería. En cuanto a la necesaria participación obrera en el interior de la Comisión Técnica que propuso, la fundamentó en base a sus propios intereses; es decir, «del más elemental de sus derechos: del derecho a exigir garantías para su vida».
En enero de 1929, Labor abordó el análisis de las condiciones de trabajo en las minas, reclamando la jornada de seis horas de labor, la supresión del «régimen de enganche» y sistemas de seguridad laboral, atención médica y sanitaria (Mariátegui, 1929). El periódico socialista con este artículo, cumplió su tercera entrega sobre la cuestión minera. Su distribución y lectura ya había penetrado en Jauja y de allí se proyectó a los campamentos mineros. La prédica socialista de Mariátegui no caía en el vacío, apuntaba a calar hondo en la vanguardia de trabajadores de la ciudad y el campo, a elevar su conciencia, su potencialidad y experiencia de lucha partiendo de sus reivindicaciones elementales.
La distribución de Labor, dadas las condiciones de restricción en los campamentos mineros impuestos por la Cerro de Pasco que prohibían todo intento de sindicalización y propaganda. Se trataba de un nuevo tipo de periodismo que impulsaba el «desarrollo de ideas gérmenes» del sindicalismo clasista y del socialismo revolucionario, que aspiraba a ser una prensa de los trabajadores en base a la cooptación de una vasta legión de cronistas emergidos de su propio seno. Labor era en este sentido una prensa de información e ideas, un vehículo de organización de las clases trabajadoras, un impulsor de la política de frente único y acción clasista.
Mariátegui, desde las páginas de Labor (óp. cit.), criticó cierta indiferencia de los trabajadores de Lima y Callao con respecto a la situación de «sus hermanos los obreros de las minas», porque siendo ellos destacamentos de la vanguardia del proletariado nacional, eran los llamados a cumplir con sus tareas de solidaridad clasista; además, porque ellos mismos, en sus próximas o futuras jornadas de lucha, podrían recibir el aliento y el sostén moral y político que en ese momento demandaban, intuitivamente, los mineros.
Los socialistas en Morococha: el Comité Central de Reclamos
Mariátegui y los socialistas tenían que recurrir a la prensa, a la correspondencia y al contacto personal con los mineros, para compenetrarse con sus problemas, vibrar, acompañar y dirigir las luchas por sus reivindicaciones. Desde Lima, Mariátegui y Martínez de la Torre se carteaban con los mineros Adrián Sobero, Gamaniel Blanco y Herrera, correspondencia que se encargaban de traer y llevar Abelardo Solís y otros compañeros del núcleo de Jauja. Excepcionalmente se recurrió al servicio de correos, con las debidas precauciones de cambio de nombres y direcciones.
La primera tarea que se impusieron fue la gestación del sindicato, el cual debería ser explicado cabalmente en el seno de los mineros, tanto en sus virtudes como vehículo de lucha reivindicativa como en sus limitaciones históricas y políticas, como organismo de clase. Y esta tarea era en extremo complicada por su carácter secreto, dadas las medidas represivas de la empresa y el gobierno de Leguía. Certero fue el juicio de Mariátegui sobre la situación de los mineros, la necesidad, posibilidad y perspectivas de su organización sindical:
“Si los trabajadores estuvieran en condiciones de usar su derecho a asociarse, a organizarse, ya habrían encontrado la vía de sus reivindicaciones y una reglamentación estaría en marcha. Pero a la ignorancia de la mayor parte se une la autoridad despótica que sobre todos sus actos tiene la empresa americana, omnipotente en la región minera. Cualquier tentativa de organización sería considerada como un acto de rebelión inconcebible.
Sin embargo, mientras una organización, por rudimentaria y elemental que sea, no exista, los trabajadores de las minas no conseguirán hacerse respetar por la empresa. Esta es la cuestión que los más conscientes de entre ellos tiene delante”(Mariátegui, ibíd.).
En Morococha el nuevo núcleo de vanguardia sindical estuvo integrado por Adrián Sovero, J. Castillo Matos y Gamaniel Blanco; ellos fundaron una organización intermedia para fines de desarrollo de la cultura popular en el seno del proletariado minero, la cual, a menos de cumplir un mes de fundada, selló sus vínculos con Labor. En carta fechada en Morococha, el 9 de febrero de 1929, el presidente Sovero y el secretario general Castillo Matos le dicen a Ricardo Martínez de la Torre que por acuerdo de asamblea se le ha designado como su representante en la ciudad capital (Martínez de la Torre, 1949, p. 5).
La Sociedad Pro-Cultura Popular de Morococha impulsó los lineamientos de la autoeducación obrera, proyecto frentista adaptado por Mariátegui a las condiciones y exigencias del trabajo en el frente minero. La literatura con que fue surtida esta institución cultural provenía, principalmente, de la provincia de Jauja. El núcleo político jaujino, se encargaba de la distribución de materiales de lectura y propaganda, procedente del mismo Jauja (literatura regional), de Lima (Editorial Amauta) y del extranjero (pedidas a Eudocio Ravines de la célula de París, quien remitía las publicaciones de la Internacional de Trabajadores de la Enseñanza). Los pedidos a Santiago eran de publicaciones de la CSLA y SSA de la IC.
Mariátegui estimuló la autonomía regional en materia de distribución de literatura política. Entendía que era una actividad económica que coadyuvaría al autosostenimiento de cada regional obrera y socialista. Pero, cabe señalar que el sedimento ideológico cultural de los adherentes a esta institución procedía, en el mejor de los casos, de la literatura liberal, ácrata y socialista (Arroyo, óp. cit., pp. 73-74).
A casi ocho meses de fundada la Sociedad Pro-Cultura Popular de Morococha, se marcó un nuevo hito del desarrollo político sindical del proletariado minero de dicha localidad, al erigirse sus líderes en promotores de la defensa clasista de sus intereses, enraizando sus planteamientos en el seno de los trabajadores, empleados y mineros. Durante la realización de un multitudinario evento gremial se eligió a los miembros de dicha sociedad para que se encargasen de transmitir sus acuerdos al gerente de la Cerro de Pasco Corporation:
“Los empleados y obreros de la sección Morococha, de la dependencia de la Cerro de Pasco Copper Corporation, del que usted es su digno gerente general, reunidos en asamblea extraordinaria en el local del Club Movilizables número 1 de Auxilios Mutuos, hoy, diez de octubre de mil novecientos veintinueve, a horas 10 p. m., y en vista de la poca atención prestada por el señor superintendente Mr. Mac Hardy, a los reclamos que, por escrito, hicieran cincuenta de nuestros compañeros, solicitando pasajes y facilidades para su movilización, por motivo de rebaja de sueldos y despedida intempestiva de sus trabajos, sin cláusula de ninguna clase, acordamos en forma unánime elevar ante su superior despacho, este Pliego de Reclamos”… (Martínez de la Torre, óp. cit., p. 9).
Este acto marcó el tránsito del viejo mutualismo al sindicalismo clasista, del cual fueron síntomas inequívocos la realización de una asamblea laboral unitaria. El eje del orden del día giró en torno a la defensa de los derechos y reivindicaciones de empleados y mineros frente a la empresa, la formulación de un pliego de reclamos y la elección de un consejo de representantes denominados Comité Central de Reclamos, al cual pertenecían A. Sovero, E. Blanco, A. E. Loli y R. B. Ascurra. Se acordó la política de negociaciones y acción huelguística. De la tradición mutualista se conservó la vieja costumbre de apelación cortesana y patriarcal frente a las autoridades estatales y a la propia gerencia, la cual fue una práctica frecuente en los reclamos y protestas de las comunidades del centro. El Secretariado Sud Americano (SSA) de la IC exageró y exacerbó el aspecto formal de esta tradición cultural y política de artesanos y campesinos, que no constreñía en nada la voluntad, capacidad y heroísmo en la lucha de estos sectores sociales, ya que la mayoría de las veces ha hecho de preámbulo de la violencia de las masas, frente a sus adversarios de clase.
La estrategia y táctica del sindicalismo clasista del Comité Central de Reclamos de Morococha fue correcta. Les asistía la razón al demandar: la separación de Mac Hardy, jefe del departamento de la Cerro de Pasco en Morococha; la abolición del sistema de contratas; la garantía de estabilidad salarial y laboral; el reconocimiento del tiempo de trabajo y los derechos que confería la legislación; la aplicación y respeto de la jornada de ocho horas; el pago de horas extras y días extraordinarios de labor; el mejoramiento del servicio hospitalario y de las condiciones higiénicas y de seguridad de las viviendas de los mineros y empleados del campamento. Tales reivindicaciones lograron, por primera vez en la historia de la lucha minera en el Perú y América Latina, la convergencia y cohesión de mineros y empleados.
Este hecho, ligado a la reciente reelección del presidente Augusto B. Leguía, le confería ventaja y oportunidad especial frente a la empresa. Contaban con la necesaria flexibilidad que debía mostrar Leguía según la tradición política en el país andino, frente a las demandas populares en la coyuntura política poselectoral. La acción del Comité Central de Reclamos fue también oportuna, porque el tal Mac Hardy había polarizado a los trabajadores contra la empresa, aunque ciertamente esto no respondía únicamente al estilo de capataz de este funcionario extranjero, sino también y fundamentalmente, a la crisis que comenzaba a golpear a la minería en particular, y al sistema capitalista en general.
El Comité Central de Reclamos puso énfasis en la violación, por parte de la empresa de la legislación laboral, a manera de poner en evidencia que el Estado no se hacía respetar, más aún, que era cómplice de connivencia con la compañía, punto sobre el que Mariátegui insistía sutilmente, número a número, desde las páginas de Labor y Amauta.
Al día siguiente de decretada la huelga, el doctor Augusto de Romaña, prefecto del Departamento de Junín, dirigió un oficio de respuesta al Comité Central de Reclamos, dándose por enterado del conflicto y argumentando que la suspensión de labores, al no acatar las disposiciones de la Ley sobre Reglamentación de Huelgas estaba catalogada como motín, por lo cual los emplazaba a retornar al trabajo; además, porque al día siguiente, el 12 de octubre de 1929, el residente Leguía inauguraría un período de gobierno y que a cambio ofrecía mediar en el conflicto y obtener de la empresa una respuesta en veinticuatro horas (Martínez de la Torre, óp. cit., pp. 6-7).
A las pocas horas de recibido el comunicado de Romaña, el Comité le respondió con habilidad. Mientras que por un lado manifestaba que, por unanimidad de votos y en homenaje al nuevo período presidencial de Leguía reanudarían sus labores al día siguiente, por el otro lado le pedían su suspensión a partir de las 3 p.m., bajo el pretexto de la celebración. En el fondo se trataba de la justificación de una acción de fuerza, de una huelga parcial, corno se encarga de explicitarlo la misma carta cuando dice:
“Lo único que ruega la colectividad en paro general es que los de la guardia de noche manifiestan que esperarán primeramente la respuesta definitiva al pliego de reclamaciones que indudablemente satisfacerá nuestros anhelos de justo reclamo, para poder reanudar sus tareas de costumbre, porque de lo contrario se teme que ellos no puedan volver a sus trabajos” (Martínez de la Torre, óp. cit., p. 7).
La empresa optó por recurrir a las autoridades gubernamentales, las cuales se encontraban en una situación política que hacía difícil tal tipo de mediación o validación de los puntos centrales del pliego de reclamos. Finalmente, la compañía estadounidense impulsó la aplicación de medidas dilatorias y provocadoras en el sentido de tratar de enfrentar a los mineros con los funcionarios gubernamentales y el estado mismo.
Harold Kingsmill, gerente general de la Cerro de Pasco Co., en su oficio respuesta al pliego de reclamo de los mineros, afirmó que los salarios no se podían aumentar por el descenso de los precios de la plata, no compensados por el alza del cobre; además porque los salarios de Morococha eran los más altos de la región, considerando un pago adicional por concepto de labor en suelos húmedos. Este escrito también defendía a Mac Hardy, aunque insinuó que se daría un mejor trato por parte del staff de la empresa para con los trabajadores; sostuvo que la mercantil vendería las prendas de trabajo a precio de costo y que el sobreprecio fuese de responsabilidad del Estado porque éste cargaba tributariamente a los productos importados y que en todo caso los mineros deberían pedirle al Estado la exoneración de estos impuestos. Kinsgsmill cedió en el punto referente al cumplimiento de la jornada de ocho horas; el problema de los 50 despidos lo obvió y trocó con la oferta de contrata de 60 maquinistas expertos y ayudantes; ofreció resolver los pedidos de carburo y mejoramiento de vivienda. Por último, el gerente fue intransigente en la defensa del sistema de enganche, en el no pago de horas extras y optó por la consulta al Directorio de Nueva York sobre el pago de la gratificación anual y la cuestión de horas locales de los turnos de trabajo. Difirió la contrata de un médico peruano para la atención en el hospital de la empresa a una conversación ulterior y acuerdo entre Mac Hardy y el Comité Central de Reclamos (Martínez de la Torre, óp. cit., pp. 15-17).
Ante esta situación, los mineros no demoraron su respuesta, la cual entregaron el 14 de octubre y demandaron la reconsideración de su pliego de reclamos. Intuían que una respuesta rápida, fundamentada y precisa, le iría dando legitimidad a la acción huelguística y cooptando la simpatía y solidaridad de otros sectores laborales del país. Combinar la negociación con las acciones de fuerza de carácter general y parcial, le depararía a corto plazo algunas satisfacciones, además de ganar experiencia para futuras luchas y mayores conquistas.
El oficio de defensa del pliego de reclamos, puso el acento: en la restitución a sus labores de los 50 compañeros despedidos; para futuros y análogos casos se les notificase a los afectados con quince días de anticipación o se les pagase de inmediato el monto salarial de los mismos si la despedida fuese de tipo intempestivo, según y conforme lo prescribía la Ley del Trabajo; que los implementos de labor o faena les fueran proporcionados gratuitamente por la empresa; que se les entregara a cada minero para el trabajo de socavón 12 onzas de carburo. En otros puntos presionaron con mayor insistencia, como es el caso de los aumentos salariales, los cuales plantearon que fuesen del 5 al 10 por 100, según las alzas del cobre. Cedieron parcialmente en el asunto del enganche al sostener que entrasen en vigencia algunas prescripciones sobre salarios e ingresos; en la defensa de la gratificación anual solicitaron que fuera del 8 por 100 sobre el salario y se apoyaron en el precedente de 1917-1978, además de exigir que rigiera para todas las dependencias de la Cerro de Pasco, con la clara intención de ganar nuevas adhesiones, extender y profundizar el conflicto minero. En esta perspectiva el núcleo de Jauja venía trabajando en los otros campamentos mineros, a los cuales había dirigido poco después un volante agitador y propagandístico sobre la lucha reivindicativa de los mineros de Morococha.
Ese mismo día de la entrega del oficio; a las 4 p.m., en el local del Concejo Distrital de Morococha, se llegó a un acuerdo entre la empresa norteamericana representada por su gerente general, Harold Kingsmill, el superintendente de Morococha, Mac Hardy, los representantes de los huelguistas y miembros del Comité Central de Reclamos, Adrián C. Sovero, Gamaniel E. Blanco, Enrique Saravia, Alejandro Saravia, Alejandro Lora y Ramón Azcurra, y por parte de las autoridades gubernamentales, el prefecto de Junín, doctor Augusto de Romaña. Las conclusiones que fueron satisfactorias para los empleados y mineros de Morococha fueron las referentes a estabilidad laboral, turnos, jornadas y condiciones de trabajo, vivienda y sanidad. Las reivindicaciones que quedaron pendientes fueron las relativas al aumento salarial y la gratificación anual, las cuales la empresa, previa consulta con el directorio de Nueva York, respondería en un plazo no mayor a quince días a partir de la fecha (Martínez de la Torre, óp. cit., pp. 17-18).
Se trataba de una victoria laboral que trascendía los estrechos marcos del campamento de Morococha, que hacían de éste ejemplo y vanguardia del proletariado minero peruano en la lucha por sus reivindicaciones particulares y generales. El entusiasmo reinante en Morococha tendió a fortalecer los vínculos entre mineros y empleados, a avanzar en su proceso de sindicalización y politización, a emprender nuevas jornadas huelguísticas. Si bien es cierto que no se consiguieron todos los puntos del pliego de reclamos, también es cierto que se aproximaron a la táctica del sindicalismo clasista de luchar con límite, de no sobreestimar sus fuerzas, de partir de la consideración estratégica de que una huelga es sólo una batalla y que corresponde a una peculiar forma de lucha, que no hay que ver en ella, corno sostenían los sindicalistas rojos, la lucha final, intransigente, sin límite, la huelga heroica.
Esta práctica y estilo huelguístico había sido inducida, sugerida y discutida por Mariátegui y los integrantes del Comité Central de Reclamos de Morococha, la cual fue asumida y respaldada por la fuerza laboral de dicho campamento minero. En perspectiva, el balance de su propia experiencia les permitiría elevarse de la acción intuitiva a la conciencia y adhesión de la línea sindical clasista, primero a su vanguardia, luego a los sectores más avanzados del proletariado minero de Morococha y del resto del país.
El balance de la acción huelguística de Morococha puso en evidencia el contraste de líneas sindicales en el seno del socialismo revolucionario, liderado por Mariátegui y de la IC en América Latina. Veamos, en primer lugar, la propia valoración y reconocimiento de las limitaciones de la vanguardia minera, aparecida en el manifiesto al proletariado de Morococha: «Nuestro gran triunfo moral y material».
“El triunfo moral y material, que en justa lid se ha conseguido, sin apartarnos del camino legal, no son triunfos únicamente para esta sección obrera, sino para todas las dependencias de la referida empresa, pues nuestros respectivos pliegos de reclamaciones comprenden a todos los camaradas en general, sin egoísmos mezquinos ni cobardes».
«El fondo moral del movimiento huelguista de los días 10 al 14 del presente, ha señalado una etapa sin parangón en los anales obreros de Morococha, si llegamos a juzgar con criterio la nobleza y optimismo de las gestiones, desde su iniciación hasta el final; en cuyas fechas, de gran trascendencia obrerista, se han sentado las bases de una justísima reclamación, encuadradas en el campo del derecho y el respeto a las propiedades del capitalista. Nuestro movimiento no ha sido de aquellos que se asemejan a motines sin control” (Martínez de la Torre, óp. cit., pp. 8-9).
Ese apego al legalismo fue más producto de la fraseología liberal y del sindicalismo socialista y reformista, que de su propia experiencia de huelga. La propaganda de Amauta y especialmente de Labor, incidió en el respaldo legal de parte de sus reivindicaciones frente a la Cerro de Pasco Corporation, pero no había exagerado su vigencia. Estos voceros utilizaron el conflicto laboral como medio para polarizar la opinión popular contra las violaciones de las normas más elementales de la vida y el trabajo, así corno para poner en evidencia al estado semicolonial, es decir, a la complicidad de intereses oligárquicos e imperialistas. La otra limitación de la vanguardia minera fue su percepción de que sus problemas laborales se debían a la mala gestión de Mac Hardy. Pero estas ideas erróneas más no oportunistas serían decantadas a la luz de la reflexión sobre su propia experiencia de lucha. Lo que habría que revelar era la unidad de cohesión en la lucha, la flexibilidad en las negociaciones para ceder y ser intransigente al mismo tiempo, la necesidad e importancia de la solidaridad clasista, así como los elementos que física y espiritualmente podrían elevar un peldaño más al proletariado minero en el largo y complejo camino de la reforma y la revolución.
Cierre de palabras: Balance y cambio de rumbo
Entre finales de 1929 y 1930, la crisis internacional golpeó con dureza al Perú. Fueron cortados los empréstitos estadounidenses al gobierno de Leguía iniciando su tercer mandato, lo cual agravó su desgaste y descrédito por acción de las fuerzas de oposición política, el malestar popular y la oleada beligerante de la clase obrera y del campesinado. La contracción del mercado internacional y el desplome de los precios de los productos agro mineros de exportación, incidió en un mayor autoritarismo y represión gubernamental. Mariátegui, con la salud minada y hostigado por la policía política, padeció su detención y la de muchos cuadros socialistas, la prohibición a la edición de Labor y una nueva amenaza a Amauta. Haber enfilado su crítica y acción contra la Cerro de Pasco le implicó un costo muy alto que adelantó el agravamiento de su salud, tras su detención y huelga de hambre. No obstante su extrema debilidad física, su lucidez y entusiasmo revolucionario no decayó y en memorable carta a Moisés Arroyo Posada, el 16 de noviembre de 1929, comunicó su balance de la lucha de los mineros de Morococha frente al gobierno central:
“Excelente y oportuno el volante solicitando la solidaridad de los mineros de Cerro de Pasco, Oroya, etc., para sus compañeros de Morococha. Ha estado en Lima el Comité de Morococha, pero no ha conseguido el éxito que esperaba de sus gestiones. La empresa se niega a conceder el aumento. Y el gobierno, por supuesto, no la ampara. Lo que interesa, ante todo, es que los obreros aprovechen la experiencia de sus movimientos, consoliden y desarrollen su organización, obtengan la formación en la Oroya, Cerro de Pasco y demás centros mineros del Departamento de secciones del Sindicato, etc. No deben caer, por ningún motivo, en la trampa de una provocación. A cualquiera reacción desatinada, seguiría una represión violenta. Eso es probablemente lo que desea la empresa. La lucha por el aumento quedaría así sólo aplazada para volver a ella en momento más favorable y con acrecentadas fuerzas. Conviene que converse usted sobre esto con el compañero Solís y que escriba a Morococha” (Arroyo, óp. cit., pp. 73-74).
Una semana más tarde, en otra carta dirigida a Samuel Glusberg, su amigo en Buenos Aires brindó más detalles de esa lucha minera que lo involucraba ante los ojos del poder:
“Mi casa es designada como el centro de la conspiración. Se me atribuye especial participación en la agitación de los mineros de Morococha, que en reciente huelga, que ha alarmado mucho a la empresa norteamericana, han obtenido el triunfo de varias de sus reivindicaciones, entre otras las de su derecho a sindicarse. El gobierno acaba de obligar a los obreros a renunciar al aumento que gestionaban. Y se teme que nosotros defendamos e incitemos a los obreros a la resistencia”.[ Mariátegui a César Alfredo Miró Quesada. Lima, 22 de noviembre de 1929. Rep. 1994, pp. 2048-2049.]
Mariátegui adhirió a la tesis de la lucha prolongada, multilateral y ascendente, es decir, la oponía a la concepción del sindicalismo faccional acerca de la lucha inmediata y final. A las acciones huelguísticas que no contaban con la retaguardia estratégica de las acciones solidarias de otros destacamentos obreros, había que oponerle la necesidad de combinar el repliegue táctico y la ofensiva sindical. Mariátegui consideraba que al proletariado minero le tocaba una fase de crítica y preparación de fuerzas, en el sentido de ampliar y elevar el nivel de sindicalización y politización, cuyos objetivos a corto plazo presuponían la formación de una federación vertical que aglutinase al proletariado minero y de una federación de tipo horizontal que cohesionase a todos los destacamentos laborales de la ciudad, el campo y las minas en el centro del país. En la carta arriba citada, Mariátegui recomendaba a Arroyo Posada:
“Dígale a Solís que el acta de fundación de la Federación de Trabajadores del Centro, adherente e integrante principal de la federación, en la que tienen cabida sindicatos de oficios varios y comunidades y sindicatos agrícolas. La organización por industria es indispensable. El sindicato de mineros y fundidores del Centro será además el punto de partida de la Federación de Mineros de Perú; se gestionará, pues, del Ministerio de Fomento el reconocimiento oficial de dos organizaciones” (Arroyo, óp. cit., p. 61).
Fue precisamente en esa coyuntura que reapareció la confrontación de líneas sindicales en el seno del movimiento socialista revolucionario. Por un lado, el sindicalismo clasista sostenido por Mariátegui y, por el otro, el sindicalismo rojo, representado por Ricardo Martínez de la Torre y Eudocio Ravines, respaldados por el SSA de la IC y el Comité Ejecutivo de la Confederación Sindical Latino Americana (CSLA). Tal controversia tuvo un antecedente explícito a fines de 1928 a raíz de la valoración de las jornadas huelguísticas de 1919 en Lima y Callao:
“Los juicios del autor sobre el confusionismo y desorientación de que fatalmente se resentía la acción obrera, en esa jornada y sus preliminares, me parecen demasiado sumarios. Martínez de la Torre no tiene a veces en cuenta el tono incipiente, balbuceante, instintivo de la acción clasista de 1919. Después de su victoriosa lucha por la jornada de ocho horas, es esa la primera gran agitación del proletariado de Lima y el Callao, de carácter clasista” (Mariátegui, 1987, p. 182).
Martínez de la Torre, en carta del 10 de noviembre de 1929 dirigida a Héctor A. Herrera, expresó implícitamente su desacuerdo con Mariátegui. Afirmó que los mineros estaban expuestos a «graves vacilaciones y errores» y clamó que era el momento para que el partido elevase su «mentalidad clasista» porque todos sus dirigentes son «desorientados, ignorantes en cuestiones de organización» (Martínez de la Torre, óp. cit., p. 22). Lo único positivo era que mantenían vínculos con el «grupo de Lima» y que eran receptivos a «indicaciones y sugerencias». En el fondo compartía la concepción de la «masa rebaño», cara a la visión cominternista del «tercer periodo».
Fue el propio Martínez de la Torre quien reprodujo un informe al SSA de la IC. Su contenido resumió la concepción faccional del sindicalismo rojo, sus afanes inmediatos, su intransigencia aventurera. Le pareció una desviación encontrar, como lo hizo Mariátegui, un saldo positivo de la experiencia de la lucha minera de Morococha, ya que solo percibía conciliación, deslealtad e injerencia estatal por todas partes:
“Leguía interviene activamente, pues, en el movimiento huelguista, corrompe a sus jefes, los sienta junto a los representantes de la Corporation y del delegado gubernativo, les hace renunciar a las exigencias relativas al aumento de salario y, luego, presiona sobre la empresa para que ceda algunas pequeñas migajas. Resultado: la huelga termina, el movimiento ha sido nuevamente quebrado; los dirigentes de los huelguistas han traicionado directamente a las masas; han admitido no insistir en lo del aumento salarial, sometiéndose a la buena voluntad que, en el futuro, mostrará el presidente Leguía. Han entregado a las masas y han destroncado la huelga. La «solución» del conflicto de Morococha tiene bases muy débiles e inestables; todas las condiciones que lo generaron quedan en pie, y no cuesta trabajo prever nuevos movimientos de los obreros mineros” (SSA-IC, 1929, p. 5).
El deceso de Mariátegui facilitó la intervención de la CSLA y del SSA de la IC en la nueva orientación partidista y sindical. La vanguardia minera fue descabezada por el propio faccionalismo rojo. Meses más tarde «los rojos» sucumbieron heroicamente defendiendo sus «soviets mineros» en La Oroya y Malpaso (Flores Galindo, óp. cit., pp. 101-109).
En cuanto a los cuadros socialistas, tras la muerte de Mariátegui el 30 de abril de 1930, unos se reposicionaron como comunistas partidarios de las tesis y métodos del cominternismo del «tercer periodo»; otros fueron purgados o se retiraron del Partido. El sindicalismo rojo se impuso en los años de 1930 y 1931. En el frente minero se sintieron con sus acciones, muy cerca del asalto al cielo.
El sindicalismo rojo presumió haber confrontado y superado las posiciones del anarcosindicalismo, del sindicalismo revolucionario y del sindicalismo clasista. Fetichizó la huelga como medio de lucha desde una óptica voluntarista y aventurera. Toda huelga de cierta envergadura debía de ser llevada hasta sus últimas consecuencias convirtiéndose en «escuela de guerra» y dar el salto a volverse la guerra revolucionaria. La huelga general y la insurrección armada eran las dos fases obligadas de un general y único proceso revolucionario (Losovski, 1930).
El sindicalismo rojo sobrestimó la influencia moral que podía ejercer la acción huelguística sobre las clases trabajadoras. La huelga roja fue considerada como un cúmulo de acciones de masas: tomas, movilizaciones, mítines, sabotajes, proclamas, volantes, etc., que deberían desarrollarse de manera intensa, intermitente y ascendente. Este estilo del voluntarismo pequeño burgués terminó desgastando a las bases y a sus organizaciones sindicales. Eudocio Ravines dejó testimonio elocuente de la óptica prevaleciente en la cúpula de la Comintern:
“La espectacular insurgencia de La Oroya llenó de pavor al gobierno, electrizó a los trabajadores y causó verdadero asombro en Moscú y una magna impresión en el Buró Sudamericano. –Ningún partido comunista emprendió y cumplió, al nacer, tal hazaña–, repetía sobreexcitado Guralsky, atribuyendo al hecho una magnitud sobresaliente y proyecciones insospechables. Y su apreciación no solo fue ratificada sino exaltada por el Comintern, que calificó la acción de los mineros peruanos como «hecho ejemplar en los anales de la Revolución proletaria mundial». Para mí lo admirable fue que obreros tan inexpertos interpretasen con tal intuición las enseñanzas” (Ravines, 1952, p. 180).
El legado de Mariátegui en tiempos de la gran crisis de 1929-1933 fue devaluado, inclinándose del lado del sindicalismo de hierro y combate sin límite.
(NOTA: Por razones de espacio para su publicación omití la Bibliografía)

 

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