IZQUIERDAS Y CULTURA MILITANTE EN EL FRENTE MINERO (PERÚ 1928-1930)
Rebeca Montes
Ramón García Rodríguez
Ricardo Melgar Bao (INAH-México)
Introducción
La militancia
en la historia de la izquierda peruana se expresó y manifestó como una
unidad de presencia y acción en los espacios públicos a través de la
movilización de las clases y grupos subalternos, organizados o no. El
proletariado minero de la sierra central tuvo tres particularidades:
étnicamente era mayoritariamente huanca y preponderantemente estacional,
toda vez que en temporada de estiaje los comuneros buscaban ingresos
complementarios en las minas de socavón o en las fundiciones al servicio
de la empresa estadounidense Cerro de Pasco Corporation.
En
ese tiempo la forma más trascendente de la práctica militante
socialista y comunista correspondió a su inserción en las masas. Fueron
sus redes, más que sus formas orgánicas, las que solventaron sus
prácticas de resistencia y combate. Estudiar los orígenes de la
militancia de izquierda en el proletariado minero nos permite apreciar
su carácter transicional. Gracias a ello, observamos un proceso de
acoplamiento entre las tradicionales formas de resistencia con las
nuevas modalidades de organización, comunicación y lucha. Entre 1927 y
1930, una nueva cultura y orientación sindical minero-metalúrgica
emergió en la región, recuperando selectiva y pragmáticamente, el tejido
relacional de las corrientes mutualistas, anarcosindicalistas y
sindicalistas revolucionarias, así como sus prácticas de resistencia.
El imperialismo y la cuestión minera
En
1902 se constituyó en Nueva York la Cerro de Pasco Invesment Company,
la cual se desarrolló con base en la explotación de los yacimientos
mineros de la sierra central. En pocos años se convirtió en el principal
factor de modernización bajo la modalidad de enclaves y de polarización
de clases en la sierra central. Sus accionistas, entre 1902 y 1914,
impulsaron la formación de diversas compañías mineras, propias o mixtas,
para extender sus operaciones a los yacimientos más importantes de la
sierra central peruana. Entre ellas, destacó la Morococha Mining Company
que, al igual que sus símiles, en 1915 se integró a una nueva razón
social, la Cerro de Pasco Copper Corporation, que se acondicionaba mejor
al perfil monopolista que venía adquiriendo la compañía estadounidense.
Las inversiones estadounidenses, estimadas con base en los datos de
1929, reportan que, de un total de 124 millones de dólares invertidos
por las empresas yanquis en los diferentes sectores económicos del Perú,
le correspondió solamente a la minería un total de 79 millones 490 mil
dólares (Barcelli, 1971, p. 201).
En
cuanto al volumen de la fuerza laboral minera metalúrgica, creció de
22.000 obreros en 1919 (Flores Galindo, 1974, p. 42), a 32.047 en 1929,
lo que equivale a un incremento del orden de 45,66%. En el caso
particular de la fuerza de trabajo en las minas de la Cerro de Pasco se
estimaba en 1919 en 7.500 mineros, un 34,09% del total de trabajadores
del sector minería y petróleo. Una década más tarde dicha empresa
contaba a su servicio con 12.858 trabajadores, un 40,12% del universo
laboral de dicho sector. El incremento de la fuerza laboral en las minas
de la Cerro de Pasco de 1919 a 1929, alcanzó un índice del 41,67%, lo
que representó una tasa de incremento menor a la general del sector
minería y petróleo (Barcelli, óp. cit., p. 201).
La
vida de los mineros transcurría entre la mina y el campamento. Hubo un
cambio generacional: mayoritariamente eran adolescentes, entre los doce y
quince años de edad. Ostentaban un mayor índice educativo. En
Morococha, entre 1920 y 1928, el índice de instrucción primaria fluctuó
entre el 52% y el 81% e incidió en un mayor interés por las lecturas
proletarias. Los mineros promovieron la creación de escuelas (ídem.).
Por su lado, los profesores jóvenes con sensibilidad de cambio se
agruparon y constituyeron en 1928 la Asociación Provincial de Maestros
de Jauja, vinculada a la Internacional de Trabajadores de la Enseñanza y
liderada por Teófilo Aguilar.[ Amauta (Lima), núm. 30, abril de 1930,
p. 89.]
La
distribución espacial y las construcciones expresaban la polaridad de
intereses sociales entre la patronal y los mineros. Las viviendas de
ingenieros y empleados eran de calidad y amplitud. Contaban con
servicios: club, hotel, tienda, clínica y transporte. Por lado los
mineros, vivían en viviendas precarias y estrechas de 2 por 2,50 metros.
Excepcionales fueron las viviendas de 4 por 4 metros. La empresa las
alquilaba entre 2,00 y 2,50 soles mensuales. El monopolio del abasto
operaba a través de una tienda de raya, aplicando descuentos al salario.
Era llamada «La Mercantil» y surtía víveres, implementos de trabajo y
efectos personales. Su esparcimiento era en las cantinas y en menor
medida en actividades deportivas. Con la organización gremial se
constituyeron nuevos espacios de sociabilidad, educación, ayuda y
cultura. Su contacto con el exterior era a través de los ferroviarios y
de los pasajeros de segunda y tercera clase: paisanos, comerciantes
minoristas, familiares y amigos.
La
contaminación generada por los humos de la fundición suscitó gran
mortandad de ganado, afectación de aguas, sembradíos, pastizales y la
salud de hombres y ganados. La ruina económica y la indefensión legal
suscitaron un proceso de concentración de la tierra en manos de la
empresa estadounidense. Fue así como la Cerro de Pasco Corporation se
convirtió en el más grande poseedor de minas de la región y del Perú,
así como en el más poderoso terrateniente (Kapsoli, 1980). Por lo
anterior, para los trabajadores mineros y campesinos se convirtió en su
principal fuente de empleo y antagonismo: para 1924 la empresa ya había
adquirido 320.000 has de tierra y en 1925 compró la Sociedad Ganadera de
Junín (Kapsoli, 1972).
De
los seis campamentos mineros con que contaba la Cerro de Pasco en la
sierra central: Oroya, Cerro de Pasco, Casapalca, Goyllarizquizga,
Yauricocha y Morococha, este último destacó por ser el de mayor
tradición combativa y de niveles de politización. Morococha destacó
también por ser uno de los tres campamentos de mayor concentración
laboral, cuyo punto más alto lo alcanzó en 1926, con 3.146 adscritos.
Los índices bajos tuvieron que ver con el impacto de la táctica
empresarial del lock out en 1919 y 1930.
En
esos años, las condiciones de trabajo en las minas eran realmente
precarias y acicateaban el desarrollo de la resistencia obrera. La
jornada era de nueve a doce horas, según las «tareas asignadas» y sus
categorías ocupacionales. No estaban exentos de faenas extraordinarias.
Hacia 1929, los turnos de trabajo eran dos: el primero iniciaba a las
siete de la mañana y concluía a las cuatro de la tarde. El turno
siguiente iniciaba a las cuatro de la tarde y concluía entre las cuatro y
siete de la mañana. Jorge del Prado, joven cuadro comunista destacado
en las minas, ingresó a trabajar como obrero «pallaquero» gracias a la
recomendación del Comité Central de Reclamos de Morococha, ubicado a
4.000 metros de altitud. Cubría el turno nocturno, de 8 pm a 5 am. Su
labor «consistía en limpiar el mineral separándolo de la tierra y
escorias al salir de las minas» (Del Prado, 2010, pp. 42-43).
El
proletariado que se formó en estos enclaves no fue, en sentido
estricto, moderno. Tenía rasgos de éste, como el salario, usualmente
subordinado a formas semiserviles de trabajo (enganche, tambos o tiendas
de raya; restricciones y coerciones político-sociales, laborales y
extralaborales, etc.). Este sector ocupacional, en la medida que
procedía en su mayor parte de las comunidades andinas sin perder sus
vínculos, ha sido caracterizado como «proletariado mixto»,
«semiproletariado» o «jornaleros estacionales». Lo anterior explica que
buena parte de las amonestaciones patronales a los mineros fuese por
ausencia injustificada. Solían faltar para ir a sus pueblos, por motivos
familiares, agrícolas o festivos (Kruijt y Vellinga, 1980, p. 1505).
Muchos de ellos, los fines de semana atendían faenas agrícolas en sus
comunidades de origen (Mejía, 1971, p. 5). La composición dual,
minero-comunero andino, creció al ritmo de la crisis ambiental.
En
ese contexto no tardaron en manifestarse las primeras formas de
resistencia del proletariado minero dirigiéndose contra el orden
opresivo, los salarios deprimidos y la prolongada jornada laboral. Los
mineros comenzaron a expresarse de manera espontánea a través de su
ausencia temporal o deserción, del motín, la revuelta y el ataque a las
instalaciones de la empresa.[ De acuerdo a un informe de Pedro Zulen
(1910), las casas enganchadoras reportaron un significativo incremento
en el número de fugados y morosos: la Casa Castro, 2.369; la Casa
Aizcorbe, 2.114, y la Casa Grelland, 420, entre las que suman un total
de 4.903 (Flores Galindo, 1974, p. 68).] Bajo las orientaciones del
mutualismo, anarcosindicalismo y sindicalismo revolucionario, se
gestaron nuevas formas de organización, así como prácticas solidarias y
de lucha contra el sistema de enganche, el régimen salarial, la tienda
de raya y las condiciones de trabajo.
En
junio de 1917, los mineros de Smelter y Cerro lograron la primera
victoria laboral frente a la Cerro de Pasco (Barcelli, óp. cit.,
pp.113-117). Desde 1918 existían nexos entre la Central Obrera de
Mineros del Centro y la Federación Obrera Local, de filiación
anarcosindicalista (Sulmont, 1980, p. 14). Dicha Central logró sentar
sus bases en dos campamentos mineros. Siendo su sección de Morococha la
que inició la huelga del 7 de enero de 1919 (Barrientos, 1958, p. 153),
después de presentar su demanda de incremento salarial del 50%. El paro
fue garantizado por los piquetes mineros de vigilancia. La patronal
osciló entre conceder un 20% de aumento o recurrir al lock out. El 13 de
enero, el paro devino en amotinamiento, tomando los contornos de una
revuelta expandida con prácticas de sabotaje (inundación de las
lumbreras de Natividad, San Francisco y Desaguadora), asedio, apedreo e
intento de dinamitar la residencia del staff de la Empresa en Tucto. Fue
cruentamente reprimida (Flores Galindo, óp. cit., pp. 90-91). Fue la
táctica del sabotaje libertario la que precipitó el desenlace. Vino la
intervención policial y el lock out, aprovechando la caída internacional
de los precios del cobre y el trabajo estacional minero. El ejército
sometió a los paristas y los subió a 18 vagones del tren para
trasladándolos a las estaciones próximas a sus localidades de origen
(ibíd., pp. 91-92). En cambio, en Casapalca, la protesta del
proletariado se libró contra el monopolio de venta y alza de precios de
la tienda de la empresa, desembocando en un devastador atentado
dinamitero.
En
resumen, son atribuibles a las corrientes libertarias: las sociedades
de resistencia (Estrella de los Andes, Central Obrera de Mineros del
Centro), el boicot, el sabotaje, el periódico de agitación (El Correo de
Morococha) y la huelga de 1919. Espontaneidad, debilidad sindical y la
violencia, se aproximaron a lo que se denomina «sindicalismo de
revuelta» (Pécaut, 1973; Vitale, 1986). Lecciones de esta lucha fueron
tomadas en cuenta por el sindicalismo clasista minero en los años 20.
Cesáreo Marroquín Fernández, dirigente de la jornada huelguística de
1919, escapó de la represión refugiándose en Vitarte, gracias a la
hospitalidad clasista y solidaria de Julio Portocarrero y de Laguado, a
los que transmitió las experiencias de lucha (Melgar, 1987).
En
1920, la represión a la acción político-sindical afectó severamente la
resistencia proletaria en los asientos mineros. Al decir de Mariátegui:
«todo obrero acusado de intento de organización de los trabajadores,
aunque sólo sea con fines culturales o mutuales, es inmediatamente
despedido por la empresa» (1987, p. 36). Frente a la política
intolerante y represiva, las diversas corrientes y organizaciones
obreras se solidarizaron entre sí. Síntomas de su recuperación y
renovación clasista aparecieron a partir de 1927.
Gracias
a la circulación de Amauta (1926-1930) y Labor (1928-1929), las ideas
socialistas y el sindicalismo clasista fueron echando raíces. Se vendían
en la librería de Carlo Pezzutti, en Morococha y eran distribuidas a
lectores de Jauja, La Oroya, Cerro de Pasco y Huancayo (Mazzi, 2017, p.
92), atrayendo a mineros, profesores y cuadros libertarios. Máximo
Pecho, en Jauja, publicaba propaganda anarquista y socialista y fue
agente distribuidor de Amauta y Labor.[ «Lista de Agentes de la
Editorial Minerva». Archivo José Carlos Mariátegui, doc.: PE PEAJCM
EEM-F-02-02-01-02-003, s/f. ] Se vivía el tránsito de los periódicos
libertarios: El Correo de Morococha (1915-1918), de Cesáreo Marroquín y
Vía Libre (1919-1923) de Pecho, a los de orientación socialista: El
Martillo (1928) y Alborada (1929), de Gamaniel Blanco y César Augusto
Palacios (ibíd., p. 98). En general, los periódicos enriquecieron los
debates proletarios, sus formas de organización, sus redes y su praxis.
El sindicalismo clasista en los campamentos mineros
Recordemos
que en el seno de la Internacional Sindical Roja (ISR), durante los
años 1920 y 1927 se generó y afirmó el «sindicalismo clasista», adherido
al principio de la lucha de clases, la solidaridad proletaria y
campesina, el frente único, la central nacional e internacional. Fue
promovido y dirigido por los partidos adheridos o simpatizantes de la
Internacional Comunista (IC). Mariátegui fue el introductor y conductor
de esta concepción. Sostuvo que:
“El
frente único no anula la personalidad, no anula la filiación de ninguno
de los que lo componen. No significa la confusión ni la amalgama de
todas las doctrinas en una doctrina única. Es una acción contingente,
concreta, práctica. El problema del frente único considera
exclusivamente la realidad inmediata, fuera de toda abstracción de toda
utopía. Preconizar el frente único no es, pues, preconizar el
confusionismo ideológico. Dentro del frente único cada cual debe
conservar su propia filiación y su propio ideario. Cada cual debe
trabajar por su propio credo. Pero todos deben sentirse unidos por la
solidaridad de clase, vinculados por la lucha común, ligados por la
misma voluntad revolucionaria y la misma pasión renovadora. Formar un
frente único es tener una acción solidaria ante un problema concreto,
ante una necesidad urgente”.[ Mariátegui J. C. «El 1º de Mayo y el
frente único». El Obrero Textil, (Lima), año 5, núm. 59, 1 de mayo de
1924. Rep.: 1987, p. 107.]
El
sindicalismo clasista mantuvo puntos de contacto y apoyo en las formas
de organización previas, como la Sociedad Pro-Cultura Popular y el Club
Movilizables núm. 1 de Morococha, de los cuales salieron los comités de
organización sindical clasista y la constitución del Comité Central de
Reclamos, liderados por Gamaniel Blanco, Adrián Sovero, Alejandro Loli,
Manuel Vento, Ramón Azcurra y Adrián Sovero (Del Prado, 2010, p. 30),
quienes tuvieron estrechas relaciones epistolares con Mariátegui y se
reunieron con él en el Parque La Reserva (Lima) en octubre de 1929.[
«José Carlos Mariátegui junto a los dirigentes de la Federación de
Trabajadores Mineros de Morococha (II) [foto]». Archivo José Carlos
Mariátegui, doc.: PE_PEAJCM_JCM-F-03-04-4.1-4.1.5-034, 1929.] Los
vínculos político-sindicales se fortalecieron con el traslado de cuadros
socialistas elegidos por Mariátegui a las regiones mineras: el médico
Hugo Pesce al hospital de Chulec (La Oroya) y Jorge del Prado a
Morococha, entre otros.
La
espacialización de las redes militantes se tejió desde el núcleo
socialista limeño. Mariátegui afirmó que tanto La Oroya (km 183) como
Morococha (km 147) constituían «puntos donde ventajosamente puede operar
la propaganda clasista» (1987, p. 45). Hacia 1928 ya podernos encontrar
los primeros síntomas de formación de una vanguardia minera de nuevo
tipo, que inauguró una fase superior de desarrollo orgánico de clase y
que tuvo como eje el campamento de Morococha.
En
Morococha, liquidada la dirección anarcosindicalista con el lock out de
1919, sólo existía, entrados los años veinte, una sociedad obrera de
orientación mutualista llamada Club Movilizables Núm. 1 de Auxilios
Mutuos». Sin embargo, de su seno emergió una corriente sindicalista
renovadora. Ésta libró una importante jornada huelguística, cuya
dirección gremial mantuvo y desarrolló estrechos lazos ideológicos,
políticos y organizativos con el principal núcleo de la vanguardia
socialista del Perú, dirigido por José Carlos Mariátegui.
Los
socialistas radicados en el campamento minero de Morococha y la ciudad
mercado de Jauja, coadyuvaron a la articulación del proyecto político de
Mariátegui. Su convergencia permitió aproximar a los campesinos y
mineros bajo términos de una política de solidaridad de clase y acción
reivindicativa y revolucionaria. Supo vertebrar a los sectores populares
y sus vanguardias de Lima-Callao, con los ferroviarios, mineros y
campesinos de la sierra central, nervio y motor de lo que Mariátegui
llamó el Perú profundo. Proyecto a largo plazo que se iría extendiendo
en abanico desde los centros de concentración y actividad proletaria
ubicados principalmente en la costa hacia la sierra, desde las ciudades
costeñas a las minas y comunidades andinas.
Los
casos de Jauja y Morococha no fueron más que una de las expresiones
germinales de la concepción, plan, forma y estilo del proyecto
revolucionario de Mariátegui en el trabajo de masas, atendiendo a las
particularidades específicas de su composición étnico-social, tradición,
volumen y ubicación estratégica. En Jauja se consolidó el trabajo
partidario y sindical en el seno de las comunidades campesinas, el
magisterio primario y rural, así como en las capas de artesanos de los
poblados y ciudades menores de la provincia. En el núcleo político
jaujino militaban Moisés Arroyo Posadas, Nicolás Terreros, Abelardo
Solís, Pedro Monge, Teófilo Aguilar Peralta, Alberto Espinoza Bravo y el
comunero Delgado.
El
mérito político de este núcleo socialista radicó en haberse constituido
en un polo de concentración y definición ideológica y acción política,
que atrajo incluso a la vieja guardia anarquista y radical de la región.
Impulsaron a partir del Círculo Obrero y su Centro Artístico y
Cultural, la difusión del marxismo y de la experiencia revolucionaria de
la Rusia soviética. Estos socialistas se ubicaron en la misma
proyección con que Mariátegui, a través de la revista Amauta, y el
periódico obrero Labor, ejercía su trabajo en favor del desarrollo de un
amplio movimiento renovador de la cultura y política del pueblo, que le
diera solidez y profundidad a la revolución peruana.
Los
jaujinos de vanguardia lograron la difusión y organización de
bibliotecas en las comunidades y en los poblados y campamentos mineros.
Fue l proyecto de organización de una Federación de Trabajadores del
Centro, a partir de la Federación de Trabajadores de la Provincia de
Jauja, la cual pretendía aglutinar a los campesinos y mineros como los
eslabones centrales de esta forma de organización horizontal de las
masas trabajadoras de la región (Arroyo, 1980, 61-74).
Del
núcleo político de Jauja fueron dos los responsables del trabajo en el
frente minero, Abelardo Solís y Moisés Arroyo Posadas. Pusieron su
centro de atención en el campamento minero de Morococha, aprovechando el
hecho de que muchos de estos mineros procedían de las comunidades
campesinas de la provincia de Jauja. Para ellos poco importaba que la
formal división jurídica y político-territorial del Estado tuviese al
campamento de Morococha y a la ciudad de Jauja desvinculados y adscritos
a dos provincias distintas. Su regionalización político-cultural se
ajustaba a los nexos reales que ligaban Jauja y Morococha. Revisada la
procedencia de la fuerza de trabajo existente en Morococha en 1924 un
49% fueron migrantes jaujinos. (Flores Galindo, óp. cit., p. 24).
La
afluencia de fuerza de trabajo a las minas, particularmente a
Morococha, se explica por el hecho de que las casas enganchadoras de
Arístides Castro, Pedro Aizcorbe y los hermanos Grelland tenían su sede y
campo de operaciones principales en la provincia de Jauja, con la
finalidad de abastecer de fuerza de trabajo semiservil las haciendas
ganaderas alteñas y los campamentos mineros. Dichas entidades se
aprovecharon de la indefensión política de las comunidades y el propio
proceso de diferenciación campesina que se venía dando en su interior,
así como de la acción compulsiva de la Compañía Cerro de Pasco sobre las
propiedades comunales a las que arruinaba por acción directa o
indirecta de la fundición de la Oroya. La planta fundidora expulsaba
sustancias tóxicas para la ganadería y la agricultura.
Esta
compleja y conflictiva situación explica además la consistencia de los
lazos que unían a campesinos y mineros, y en este caso particular a
jaujinos y mineros de Morococha. Finalmente debemos agregar un elemento
que ayudó a la realización de este proceso de transferencia y movilidad
coactiva de la fuerza de trabajo, gracias al mejoramiento y expansión de
las líneas de transporte y comunicación, particularmente las del
servicio ferrocarrilero (Flores Galindo, óp. cit., p. 43). Se
consolidaron las redes militantes de los asientos mineros, gracias a la
mediación de la Federación de Trabajadores Ferroviarios, liderada por el
socialista Avelino Navarro (Lévano, 2016). En la misma dirección los
mineros tejieron vínculos significativos con trabajadores de otros
sectores afincados en Jauja, Chosica, Vitarte y El Callao. La relación
con Vitarte fue importante, mediada por Julio Portocarrero, dirigente
obrero socialista y secretario general de la Confederación General de
Trabajadores del Perú (CGTP), en cuyo proceso de constitución (1929)
participaron activamente los trabajadores ferroviarios, además de tener
un papel clave en el desarrollo del sindicalismo clasista.
El
debate acerca del real drama minero y su futuro continuó su curso.
Mariátegui centró su análisis, denuncia y propaganda sobre los luctuosos
sucesos del 5 de diciembre de 1928 en Morococha. Un accidente en la
mina «Yankee», debido a la imprevisión y negligencia de la empresa,
motivó la inundación y derrumbe de una parte de la mina sepultando en
vida a 26 mineros nacionales y dos extranjeros. A esto se agregó el
intento de la Compañía de eximirse de responsabilidad frente a los
deudos de las víctimas, y peor aún, de desobligarse frente a las
necesarias medidas de seguridad para la protección de los mineros que
continuarían operando en los peligrosos socavones.
A
través de las páginas de Amauta y Labor, Mariátegui acicateó el
desarrollo del movimiento popular nacional en gestación, superando los
límites de la denuncia fácil, episódica y adjetiva, en favor de su
proyecto revolucionario por el control de todos y cada uno de los
pivotes de la economía peruana enfeudados a los intereses oligárquicos e
imperialistas. La cuestión minera y sindical en otros países aparecía
en los diarios nacionales y constituían espejos desde dónde mirarse: la
huelga en las minas de carbón en Inglaterra, librada del 3 al 12 de mayo
de 1926, atrajo atención y solidaridad internacional. Haya de la Torre
remitió el siguiente telegrama: «Trabajadores Manuales Intelectuales
América invoca efectiva solidaridad nuestros pueblos con proletariado
británico [sic]».[ Inserto en carta dirigida a Carlos Quijano. Londres,
10 de mayo de 1926. Rep. Melgar y Montanaro, 2010.]
Puntos
de engarce de la problemática minera de otros países fueron atendidos
por Mariátegui por incidir en el curso del debate peruano. Mariátegui,
no por casualidad, en febrero de 1927, polemizó con las tesis de César
Falcón acerca del conflicto minero que asolaba a Inglaterra. Falcón
(1927) sostenía una postura opuesta a los mineros del carbón de ese país
por demandar la nacionalización de las minas en el nombre del
socialismo, en lugar de sostenerla en nombre del interés concreto de la
economía británica. Este debate tuvo resonancia tanto en las filas del
sindicalismo minero como en las del socialismo y aprismo peruanos,
enfrascados ya en una importante polémica sobre
estatización-nacionalización y capitalismo versus socialismo. Por ello,
Mariátegui no podía dejar de impugnar las tesis de Falcón, que al obviar
el carácter de clase del estado abonaban en favor del reformismo
estatalista y aprista emergente.
En
esta misma dirección, Mariátegui sostuvo que el accidente de Morococha
debería ser objeto y motivo de debate sobre la contradicción entre los
intereses populares y nacionales y aquellos que representaban el
imperialismo, los terratenientes y la burguesía intermediaria. A ello
este autor le dedicó el editorial del número 4 de Labor, del 29 de
diciembre de 1928. Las responsabilidades de la Cerro de Pasco en este
aspecto se desprendían del tenor de la carta de un minero de Morococha
que se había publicado en el mismo número de Labor y de otras
informaciones remitidas por la célula de Jauja; se inició así el proceso
político a la penetración imperialista en su expresión particular, las
minas. En un artículo publicado en Amauta en el mismo mes, Mariátegui
afirmó ya de manera concluyente:
“El
capital extranjero que explota las riquezas mineras del país, paga al
Perú en salarios y tributos una suma muy modesta, en proporción a sus
utilidades. El asunto de los humos de la Oroya es un dato cercano del
caso que hace la Cerro de Pasco Copper Corporation de los intereses de
las poblaciones, en medio de las cuales se instala. Antes, la Asociación
Pro Indígena había tenido ya constante motivo de intervención en el
tratamiento y «enganche» de los obreros de las minas. Frente a toda
prepotencia de esta empresa, habituada a tratar con insolente desprecio
los derechos de sus trabajadores indígenas, debe mantenerse vigilante y
solidaria la clase trabajadora. Amauta es su tribuna doctrinaria, pronta
siempre a la acusación, alerta siempre a la defensa” (Mariátegui, 1928,
p. 94).
Mariátegui
no quería levantar de manera inmediata la consigna de la
nacionalización de las minas, pensaba que mediante el análisis de la
gestión de las empresas imperialistas en el sector minero de este país
andino y en base a las tesis y experiencias del proletariado minero de
otros países, los trabajadores mineros, así como las gentes que integran
la vanguardia revolucionaria del pueblo, llegasen a tal conclusión
política por su propio esfuerzo y convencimiento. Para inducirlas en
esta lógica de reflexión política, Mariátegui publicó a principios de
1929 en Amauta un artículo de Tristán Marof sobre la nacionalización de
las minas en Bolivia, en el cual, con algunos matices y diferencias,
hacía forzosa la analogía con el caso peruano. La tesis central de Marof
aludía a los nexos financieros entre el gobierno de su país y el
imperialismo yanqui. Justamente por esos días el régimen de Leguía
afrontaba problemas en la consecución de nuevos préstamos con la banca
norteamericana, lo cual a su vez comprometía de parte a parte su
política frente a las empresas norteamericanas que explotaban las minas
de este país. En síntesis, el planteamiento de Marof era el siguiente:
“La
nacionalización de las minas tiene que ser un fenómeno revolucionario
que fatalmente tiene que presentarse en Bolivia. El gobierno actual o
todos los gobiernos, no podrán jamás curar la crisis eterna sino a base
de empréstitos; no podrán ni velar sus gastos sino a base de
empréstitos; no podrán dar un paso sino empujados por los mismos
empréstitos. Llegará un día que la capacidad financiera de Bolivia no
pueda resistir sus deudas; entonces aparecerá la intervención del
acreedor y al aparecer la intervención aparecerá también la Revolución.
Siles, el gobernante actual, representa su aliado inconsciente” (1929,
pp. 92-93).
Es
seguro que Mariátegui no compartiría en todas sus partes las
afirmaciones de Tristán Marof, pero le bastaba que éste aportase
elementos para el debate y la convergencia en el marco de una política
de frente único revolucionario. En ese sentido, hay que ubicar la
flexibilidad de Mariátegui en la conducción de Amauta y Labor y no como
producto de sus vacilaciones o centrismo pequeñoburgués, con Jo cual lo
quisieron vilipendiar los apristas y más tarde algunos dirigentes del
Buró Sudamericano de la IC.
Mariátegui
no podía quedarse únicamente en el terreno de la búsqueda y
construcción de una reivindicación programática del proletariado y
pueblo peruano en su conjunto, él sabía atender al mismo tiempo las
exigencias concretas que se derivaron de la catástrofe de Morococha, lo
cual le llevó a sostener de manera clara y contundente desde las páginas
de Amauta la siguiente declaración:
“Tenemos
la obligación de hacer llegar a la población obrera de Morococha la
expresión de la solidaridad de los grupos de trabajadores manuales e
intelectuales que representa Amauta. Solidaridad que no se detiene en la
apropiación fraternal del dolor de los obreros de Morococha por la
muerte dé algunas decenas de compañeros, si no comprende la mancomunidad
en la exigencia de que la empresa minera no eluda ninguna de sus
«responsabilidades»” (Mariátegui, 1928, p. 94).
Las
responsabilidades de la empresa Cerro de Pasco, subrayó Mariátegui,
eran, en primer lugar, la indemnización de las familias de las víctimas y
la garantía de estabilidad laboral para aquellos mineros que quedaron
ciegos a consecuencia del accidente minero, en cumplimiento de la ley de
accidentes de trabajo. El dirigente socialista trataba de ir más allá,
es decir, concertar a los intelectuales, particularmente a los
ingenieros de minas y a los propios obreros en la investigación de las
causas del accidente minero de Morococha. Deslindar cabalmente las
responsabilidades de la Empresa por omisión y negligencia, y demandar
las sanciones que el caso requería. En cuanto a la necesaria
participación obrera en el interior de la Comisión Técnica que propuso,
la fundamentó en base a sus propios intereses; es decir, «del más
elemental de sus derechos: del derecho a exigir garantías para su vida».
En
enero de 1929, Labor abordó el análisis de las condiciones de trabajo
en las minas, reclamando la jornada de seis horas de labor, la supresión
del «régimen de enganche» y sistemas de seguridad laboral, atención
médica y sanitaria (Mariátegui, 1929). El periódico socialista con este
artículo, cumplió su tercera entrega sobre la cuestión minera. Su
distribución y lectura ya había penetrado en Jauja y de allí se proyectó
a los campamentos mineros. La prédica socialista de Mariátegui no caía
en el vacío, apuntaba a calar hondo en la vanguardia de trabajadores de
la ciudad y el campo, a elevar su conciencia, su potencialidad y
experiencia de lucha partiendo de sus reivindicaciones elementales.
La
distribución de Labor, dadas las condiciones de restricción en los
campamentos mineros impuestos por la Cerro de Pasco que prohibían todo
intento de sindicalización y propaganda. Se trataba de un nuevo tipo de
periodismo que impulsaba el «desarrollo de ideas gérmenes» del
sindicalismo clasista y del socialismo revolucionario, que aspiraba a
ser una prensa de los trabajadores en base a la cooptación de una vasta
legión de cronistas emergidos de su propio seno. Labor era en este
sentido una prensa de información e ideas, un vehículo de organización
de las clases trabajadoras, un impulsor de la política de frente único y
acción clasista.
Mariátegui,
desde las páginas de Labor (óp. cit.), criticó cierta indiferencia de
los trabajadores de Lima y Callao con respecto a la situación de «sus
hermanos los obreros de las minas», porque siendo ellos destacamentos de
la vanguardia del proletariado nacional, eran los llamados a cumplir
con sus tareas de solidaridad clasista; además, porque ellos mismos, en
sus próximas o futuras jornadas de lucha, podrían recibir el aliento y
el sostén moral y político que en ese momento demandaban,
intuitivamente, los mineros.
Los socialistas en Morococha: el Comité Central de Reclamos
Mariátegui
y los socialistas tenían que recurrir a la prensa, a la correspondencia
y al contacto personal con los mineros, para compenetrarse con sus
problemas, vibrar, acompañar y dirigir las luchas por sus
reivindicaciones. Desde Lima, Mariátegui y Martínez de la Torre se
carteaban con los mineros Adrián Sobero, Gamaniel Blanco y Herrera,
correspondencia que se encargaban de traer y llevar Abelardo Solís y
otros compañeros del núcleo de Jauja. Excepcionalmente se recurrió al
servicio de correos, con las debidas precauciones de cambio de nombres y
direcciones.
La
primera tarea que se impusieron fue la gestación del sindicato, el cual
debería ser explicado cabalmente en el seno de los mineros, tanto en
sus virtudes como vehículo de lucha reivindicativa como en sus
limitaciones históricas y políticas, como organismo de clase. Y esta
tarea era en extremo complicada por su carácter secreto, dadas las
medidas represivas de la empresa y el gobierno de Leguía. Certero fue el
juicio de Mariátegui sobre la situación de los mineros, la necesidad,
posibilidad y perspectivas de su organización sindical:
“Si
los trabajadores estuvieran en condiciones de usar su derecho a
asociarse, a organizarse, ya habrían encontrado la vía de sus
reivindicaciones y una reglamentación estaría en marcha. Pero a la
ignorancia de la mayor parte se une la autoridad despótica que sobre
todos sus actos tiene la empresa americana, omnipotente en la región
minera. Cualquier tentativa de organización sería considerada como un
acto de rebelión inconcebible.
Sin
embargo, mientras una organización, por rudimentaria y elemental que
sea, no exista, los trabajadores de las minas no conseguirán hacerse
respetar por la empresa. Esta es la cuestión que los más conscientes de
entre ellos tiene delante”(Mariátegui, ibíd.).
En
Morococha el nuevo núcleo de vanguardia sindical estuvo integrado por
Adrián Sovero, J. Castillo Matos y Gamaniel Blanco; ellos fundaron una
organización intermedia para fines de desarrollo de la cultura popular
en el seno del proletariado minero, la cual, a menos de cumplir un mes
de fundada, selló sus vínculos con Labor. En carta fechada en Morococha,
el 9 de febrero de 1929, el presidente Sovero y el secretario general
Castillo Matos le dicen a Ricardo Martínez de la Torre que por acuerdo
de asamblea se le ha designado como su representante en la ciudad
capital (Martínez de la Torre, 1949, p. 5).
La
Sociedad Pro-Cultura Popular de Morococha impulsó los lineamientos de
la autoeducación obrera, proyecto frentista adaptado por Mariátegui a
las condiciones y exigencias del trabajo en el frente minero. La
literatura con que fue surtida esta institución cultural provenía,
principalmente, de la provincia de Jauja. El núcleo político jaujino, se
encargaba de la distribución de materiales de lectura y propaganda,
procedente del mismo Jauja (literatura regional), de Lima (Editorial
Amauta) y del extranjero (pedidas a Eudocio Ravines de la célula de
París, quien remitía las publicaciones de la Internacional de
Trabajadores de la Enseñanza). Los pedidos a Santiago eran de
publicaciones de la CSLA y SSA de la IC.
Mariátegui
estimuló la autonomía regional en materia de distribución de literatura
política. Entendía que era una actividad económica que coadyuvaría al
autosostenimiento de cada regional obrera y socialista. Pero, cabe
señalar que el sedimento ideológico cultural de los adherentes a esta
institución procedía, en el mejor de los casos, de la literatura
liberal, ácrata y socialista (Arroyo, óp. cit., pp. 73-74).
A
casi ocho meses de fundada la Sociedad Pro-Cultura Popular de
Morococha, se marcó un nuevo hito del desarrollo político sindical del
proletariado minero de dicha localidad, al erigirse sus líderes en
promotores de la defensa clasista de sus intereses, enraizando sus
planteamientos en el seno de los trabajadores, empleados y mineros.
Durante la realización de un multitudinario evento gremial se eligió a
los miembros de dicha sociedad para que se encargasen de transmitir sus
acuerdos al gerente de la Cerro de Pasco Corporation:
“Los
empleados y obreros de la sección Morococha, de la dependencia de la
Cerro de Pasco Copper Corporation, del que usted es su digno gerente
general, reunidos en asamblea extraordinaria en el local del Club
Movilizables número 1 de Auxilios Mutuos, hoy, diez de octubre de mil
novecientos veintinueve, a horas 10 p. m., y en vista de la poca
atención prestada por el señor superintendente Mr. Mac Hardy, a los
reclamos que, por escrito, hicieran cincuenta de nuestros compañeros,
solicitando pasajes y facilidades para su movilización, por motivo de
rebaja de sueldos y despedida intempestiva de sus trabajos, sin cláusula
de ninguna clase, acordamos en forma unánime elevar ante su superior
despacho, este Pliego de Reclamos”… (Martínez de la Torre, óp. cit., p.
9).
Este
acto marcó el tránsito del viejo mutualismo al sindicalismo clasista,
del cual fueron síntomas inequívocos la realización de una asamblea
laboral unitaria. El eje del orden del día giró en torno a la defensa de
los derechos y reivindicaciones de empleados y mineros frente a la
empresa, la formulación de un pliego de reclamos y la elección de un
consejo de representantes denominados Comité Central de Reclamos, al
cual pertenecían A. Sovero, E. Blanco, A. E. Loli y R. B. Ascurra. Se
acordó la política de negociaciones y acción huelguística. De la
tradición mutualista se conservó la vieja costumbre de apelación
cortesana y patriarcal frente a las autoridades estatales y a la propia
gerencia, la cual fue una práctica frecuente en los reclamos y protestas
de las comunidades del centro. El Secretariado Sud Americano (SSA) de
la IC exageró y exacerbó el aspecto formal de esta tradición cultural y
política de artesanos y campesinos, que no constreñía en nada la
voluntad, capacidad y heroísmo en la lucha de estos sectores sociales,
ya que la mayoría de las veces ha hecho de preámbulo de la violencia de
las masas, frente a sus adversarios de clase.
La
estrategia y táctica del sindicalismo clasista del Comité Central de
Reclamos de Morococha fue correcta. Les asistía la razón al demandar: la
separación de Mac Hardy, jefe del departamento de la Cerro de Pasco en
Morococha; la abolición del sistema de contratas; la garantía de
estabilidad salarial y laboral; el reconocimiento del tiempo de trabajo y
los derechos que confería la legislación; la aplicación y respeto de la
jornada de ocho horas; el pago de horas extras y días extraordinarios
de labor; el mejoramiento del servicio hospitalario y de las condiciones
higiénicas y de seguridad de las viviendas de los mineros y empleados
del campamento. Tales reivindicaciones lograron, por primera vez en la
historia de la lucha minera en el Perú y América Latina, la convergencia
y cohesión de mineros y empleados.
Este
hecho, ligado a la reciente reelección del presidente Augusto B.
Leguía, le confería ventaja y oportunidad especial frente a la empresa.
Contaban con la necesaria flexibilidad que debía mostrar Leguía según la
tradición política en el país andino, frente a las demandas populares
en la coyuntura política poselectoral. La acción del Comité Central de
Reclamos fue también oportuna, porque el tal Mac Hardy había polarizado a
los trabajadores contra la empresa, aunque ciertamente esto no
respondía únicamente al estilo de capataz de este funcionario
extranjero, sino también y fundamentalmente, a la crisis que comenzaba a
golpear a la minería en particular, y al sistema capitalista en
general.
El
Comité Central de Reclamos puso énfasis en la violación, por parte de
la empresa de la legislación laboral, a manera de poner en evidencia que
el Estado no se hacía respetar, más aún, que era cómplice de
connivencia con la compañía, punto sobre el que Mariátegui insistía
sutilmente, número a número, desde las páginas de Labor y Amauta.
Al
día siguiente de decretada la huelga, el doctor Augusto de Romaña,
prefecto del Departamento de Junín, dirigió un oficio de respuesta al
Comité Central de Reclamos, dándose por enterado del conflicto y
argumentando que la suspensión de labores, al no acatar las
disposiciones de la Ley sobre Reglamentación de Huelgas estaba
catalogada como motín, por lo cual los emplazaba a retornar al trabajo;
además, porque al día siguiente, el 12 de octubre de 1929, el residente
Leguía inauguraría un período de gobierno y que a cambio ofrecía mediar
en el conflicto y obtener de la empresa una respuesta en veinticuatro
horas (Martínez de la Torre, óp. cit., pp. 6-7).
A
las pocas horas de recibido el comunicado de Romaña, el Comité le
respondió con habilidad. Mientras que por un lado manifestaba que, por
unanimidad de votos y en homenaje al nuevo período presidencial de
Leguía reanudarían sus labores al día siguiente, por el otro lado le
pedían su suspensión a partir de las 3 p.m., bajo el pretexto de la
celebración. En el fondo se trataba de la justificación de una acción de
fuerza, de una huelga parcial, corno se encarga de explicitarlo la
misma carta cuando dice:
“Lo
único que ruega la colectividad en paro general es que los de la
guardia de noche manifiestan que esperarán primeramente la respuesta
definitiva al pliego de reclamaciones que indudablemente satisfacerá
nuestros anhelos de justo reclamo, para poder reanudar sus tareas de
costumbre, porque de lo contrario se teme que ellos no puedan volver a
sus trabajos” (Martínez de la Torre, óp. cit., p. 7).
La
empresa optó por recurrir a las autoridades gubernamentales, las cuales
se encontraban en una situación política que hacía difícil tal tipo de
mediación o validación de los puntos centrales del pliego de reclamos.
Finalmente, la compañía estadounidense impulsó la aplicación de medidas
dilatorias y provocadoras en el sentido de tratar de enfrentar a los
mineros con los funcionarios gubernamentales y el estado mismo.
Harold
Kingsmill, gerente general de la Cerro de Pasco Co., en su oficio
respuesta al pliego de reclamo de los mineros, afirmó que los salarios
no se podían aumentar por el descenso de los precios de la plata, no
compensados por el alza del cobre; además porque los salarios de
Morococha eran los más altos de la región, considerando un pago
adicional por concepto de labor en suelos húmedos. Este escrito también
defendía a Mac Hardy, aunque insinuó que se daría un mejor trato por
parte del staff de la empresa para con los trabajadores; sostuvo que la
mercantil vendería las prendas de trabajo a precio de costo y que el
sobreprecio fuese de responsabilidad del Estado porque éste cargaba
tributariamente a los productos importados y que en todo caso los
mineros deberían pedirle al Estado la exoneración de estos impuestos.
Kinsgsmill cedió en el punto referente al cumplimiento de la jornada de
ocho horas; el problema de los 50 despidos lo obvió y trocó con la
oferta de contrata de 60 maquinistas expertos y ayudantes; ofreció
resolver los pedidos de carburo y mejoramiento de vivienda. Por último,
el gerente fue intransigente en la defensa del sistema de enganche, en
el no pago de horas extras y optó por la consulta al Directorio de Nueva
York sobre el pago de la gratificación anual y la cuestión de horas
locales de los turnos de trabajo. Difirió la contrata de un médico
peruano para la atención en el hospital de la empresa a una conversación
ulterior y acuerdo entre Mac Hardy y el Comité Central de Reclamos
(Martínez de la Torre, óp. cit., pp. 15-17).
Ante
esta situación, los mineros no demoraron su respuesta, la cual
entregaron el 14 de octubre y demandaron la reconsideración de su pliego
de reclamos. Intuían que una respuesta rápida, fundamentada y precisa,
le iría dando legitimidad a la acción huelguística y cooptando la
simpatía y solidaridad de otros sectores laborales del país. Combinar la
negociación con las acciones de fuerza de carácter general y parcial,
le depararía a corto plazo algunas satisfacciones, además de ganar
experiencia para futuras luchas y mayores conquistas.
El
oficio de defensa del pliego de reclamos, puso el acento: en la
restitución a sus labores de los 50 compañeros despedidos; para futuros y
análogos casos se les notificase a los afectados con quince días de
anticipación o se les pagase de inmediato el monto salarial de los
mismos si la despedida fuese de tipo intempestivo, según y conforme lo
prescribía la Ley del Trabajo; que los implementos de labor o faena les
fueran proporcionados gratuitamente por la empresa; que se les entregara
a cada minero para el trabajo de socavón 12 onzas de carburo. En otros
puntos presionaron con mayor insistencia, como es el caso de los
aumentos salariales, los cuales plantearon que fuesen del 5 al 10 por
100, según las alzas del cobre. Cedieron parcialmente en el asunto del
enganche al sostener que entrasen en vigencia algunas prescripciones
sobre salarios e ingresos; en la defensa de la gratificación anual
solicitaron que fuera del 8 por 100 sobre el salario y se apoyaron en el
precedente de 1917-1978, además de exigir que rigiera para todas las
dependencias de la Cerro de Pasco, con la clara intención de ganar
nuevas adhesiones, extender y profundizar el conflicto minero. En esta
perspectiva el núcleo de Jauja venía trabajando en los otros campamentos
mineros, a los cuales había dirigido poco después un volante agitador y
propagandístico sobre la lucha reivindicativa de los mineros de
Morococha.
Ese
mismo día de la entrega del oficio; a las 4 p.m., en el local del
Concejo Distrital de Morococha, se llegó a un acuerdo entre la empresa
norteamericana representada por su gerente general, Harold Kingsmill, el
superintendente de Morococha, Mac Hardy, los representantes de los
huelguistas y miembros del Comité Central de Reclamos, Adrián C. Sovero,
Gamaniel E. Blanco, Enrique Saravia, Alejandro Saravia, Alejandro Lora y
Ramón Azcurra, y por parte de las autoridades gubernamentales, el
prefecto de Junín, doctor Augusto de Romaña. Las conclusiones que fueron
satisfactorias para los empleados y mineros de Morococha fueron las
referentes a estabilidad laboral, turnos, jornadas y condiciones de
trabajo, vivienda y sanidad. Las reivindicaciones que quedaron
pendientes fueron las relativas al aumento salarial y la gratificación
anual, las cuales la empresa, previa consulta con el directorio de Nueva
York, respondería en un plazo no mayor a quince días a partir de la
fecha (Martínez de la Torre, óp. cit., pp. 17-18).
Se
trataba de una victoria laboral que trascendía los estrechos marcos del
campamento de Morococha, que hacían de éste ejemplo y vanguardia del
proletariado minero peruano en la lucha por sus reivindicaciones
particulares y generales. El entusiasmo reinante en Morococha tendió a
fortalecer los vínculos entre mineros y empleados, a avanzar en su
proceso de sindicalización y politización, a emprender nuevas jornadas
huelguísticas. Si bien es cierto que no se consiguieron todos los puntos
del pliego de reclamos, también es cierto que se aproximaron a la
táctica del sindicalismo clasista de luchar con límite, de no
sobreestimar sus fuerzas, de partir de la consideración estratégica de
que una huelga es sólo una batalla y que corresponde a una peculiar
forma de lucha, que no hay que ver en ella, corno sostenían los
sindicalistas rojos, la lucha final, intransigente, sin límite, la
huelga heroica.
Esta
práctica y estilo huelguístico había sido inducida, sugerida y
discutida por Mariátegui y los integrantes del Comité Central de
Reclamos de Morococha, la cual fue asumida y respaldada por la fuerza
laboral de dicho campamento minero. En perspectiva, el balance de su
propia experiencia les permitiría elevarse de la acción intuitiva a la
conciencia y adhesión de la línea sindical clasista, primero a su
vanguardia, luego a los sectores más avanzados del proletariado minero
de Morococha y del resto del país.
El
balance de la acción huelguística de Morococha puso en evidencia el
contraste de líneas sindicales en el seno del socialismo revolucionario,
liderado por Mariátegui y de la IC en América Latina. Veamos, en primer
lugar, la propia valoración y reconocimiento de las limitaciones de la
vanguardia minera, aparecida en el manifiesto al proletariado de
Morococha: «Nuestro gran triunfo moral y material».
“El
triunfo moral y material, que en justa lid se ha conseguido, sin
apartarnos del camino legal, no son triunfos únicamente para esta
sección obrera, sino para todas las dependencias de la referida empresa,
pues nuestros respectivos pliegos de reclamaciones comprenden a todos
los camaradas en general, sin egoísmos mezquinos ni cobardes».
«El
fondo moral del movimiento huelguista de los días 10 al 14 del
presente, ha señalado una etapa sin parangón en los anales obreros de
Morococha, si llegamos a juzgar con criterio la nobleza y optimismo de
las gestiones, desde su iniciación hasta el final; en cuyas fechas, de
gran trascendencia obrerista, se han sentado las bases de una justísima
reclamación, encuadradas en el campo del derecho y el respeto a las
propiedades del capitalista. Nuestro movimiento no ha sido de aquellos
que se asemejan a motines sin control” (Martínez de la Torre, óp. cit.,
pp. 8-9).
Ese
apego al legalismo fue más producto de la fraseología liberal y del
sindicalismo socialista y reformista, que de su propia experiencia de
huelga. La propaganda de Amauta y especialmente de Labor, incidió en el
respaldo legal de parte de sus reivindicaciones frente a la Cerro de
Pasco Corporation, pero no había exagerado su vigencia. Estos voceros
utilizaron el conflicto laboral como medio para polarizar la opinión
popular contra las violaciones de las normas más elementales de la vida y
el trabajo, así corno para poner en evidencia al estado semicolonial,
es decir, a la complicidad de intereses oligárquicos e imperialistas. La
otra limitación de la vanguardia minera fue su percepción de que sus
problemas laborales se debían a la mala gestión de Mac Hardy. Pero estas
ideas erróneas más no oportunistas serían decantadas a la luz de la
reflexión sobre su propia experiencia de lucha. Lo que habría que
revelar era la unidad de cohesión en la lucha, la flexibilidad en las
negociaciones para ceder y ser intransigente al mismo tiempo, la
necesidad e importancia de la solidaridad clasista, así como los
elementos que física y espiritualmente podrían elevar un peldaño más al
proletariado minero en el largo y complejo camino de la reforma y la
revolución.
Cierre de palabras: Balance y cambio de rumbo
Entre
finales de 1929 y 1930, la crisis internacional golpeó con dureza al
Perú. Fueron cortados los empréstitos estadounidenses al gobierno de
Leguía iniciando su tercer mandato, lo cual agravó su desgaste y
descrédito por acción de las fuerzas de oposición política, el malestar
popular y la oleada beligerante de la clase obrera y del campesinado. La
contracción del mercado internacional y el desplome de los precios de
los productos agro mineros de exportación, incidió en un mayor
autoritarismo y represión gubernamental. Mariátegui, con la salud minada
y hostigado por la policía política, padeció su detención y la de
muchos cuadros socialistas, la prohibición a la edición de Labor y una
nueva amenaza a Amauta. Haber enfilado su crítica y acción contra la
Cerro de Pasco le implicó un costo muy alto que adelantó el agravamiento
de su salud, tras su detención y huelga de hambre. No obstante su
extrema debilidad física, su lucidez y entusiasmo revolucionario no
decayó y en memorable carta a Moisés Arroyo Posada, el 16 de noviembre
de 1929, comunicó su balance de la lucha de los mineros de Morococha
frente al gobierno central:
“Excelente
y oportuno el volante solicitando la solidaridad de los mineros de
Cerro de Pasco, Oroya, etc., para sus compañeros de Morococha. Ha estado
en Lima el Comité de Morococha, pero no ha conseguido el éxito que
esperaba de sus gestiones. La empresa se niega a conceder el aumento. Y
el gobierno, por supuesto, no la ampara. Lo que interesa, ante todo, es
que los obreros aprovechen la experiencia de sus movimientos, consoliden
y desarrollen su organización, obtengan la formación en la Oroya, Cerro
de Pasco y demás centros mineros del Departamento de secciones del
Sindicato, etc. No deben caer, por ningún motivo, en la trampa de una
provocación. A cualquiera reacción desatinada, seguiría una represión
violenta. Eso es probablemente lo que desea la empresa. La lucha por el
aumento quedaría así sólo aplazada para volver a ella en momento más
favorable y con acrecentadas fuerzas. Conviene que converse usted sobre
esto con el compañero Solís y que escriba a Morococha” (Arroyo, óp.
cit., pp. 73-74).
Una
semana más tarde, en otra carta dirigida a Samuel Glusberg, su amigo en
Buenos Aires brindó más detalles de esa lucha minera que lo involucraba
ante los ojos del poder:
“Mi
casa es designada como el centro de la conspiración. Se me atribuye
especial participación en la agitación de los mineros de Morococha, que
en reciente huelga, que ha alarmado mucho a la empresa norteamericana,
han obtenido el triunfo de varias de sus reivindicaciones, entre otras
las de su derecho a sindicarse. El gobierno acaba de obligar a los
obreros a renunciar al aumento que gestionaban. Y se teme que nosotros
defendamos e incitemos a los obreros a la resistencia”.[ Mariátegui a
César Alfredo Miró Quesada. Lima, 22 de noviembre de 1929. Rep. 1994,
pp. 2048-2049.]
Mariátegui
adhirió a la tesis de la lucha prolongada, multilateral y ascendente,
es decir, la oponía a la concepción del sindicalismo faccional acerca de
la lucha inmediata y final. A las acciones huelguísticas que no
contaban con la retaguardia estratégica de las acciones solidarias de
otros destacamentos obreros, había que oponerle la necesidad de combinar
el repliegue táctico y la ofensiva sindical. Mariátegui consideraba que
al proletariado minero le tocaba una fase de crítica y preparación de
fuerzas, en el sentido de ampliar y elevar el nivel de sindicalización y
politización, cuyos objetivos a corto plazo presuponían la formación de
una federación vertical que aglutinase al proletariado minero y de una
federación de tipo horizontal que cohesionase a todos los destacamentos
laborales de la ciudad, el campo y las minas en el centro del país. En
la carta arriba citada, Mariátegui recomendaba a Arroyo Posada:
“Dígale
a Solís que el acta de fundación de la Federación de Trabajadores del
Centro, adherente e integrante principal de la federación, en la que
tienen cabida sindicatos de oficios varios y comunidades y sindicatos
agrícolas. La organización por industria es indispensable. El sindicato
de mineros y fundidores del Centro será además el punto de partida de la
Federación de Mineros de Perú; se gestionará, pues, del Ministerio de
Fomento el reconocimiento oficial de dos organizaciones” (Arroyo, óp.
cit., p. 61).
Fue
precisamente en esa coyuntura que reapareció la confrontación de líneas
sindicales en el seno del movimiento socialista revolucionario. Por un
lado, el sindicalismo clasista sostenido por Mariátegui y, por el otro,
el sindicalismo rojo, representado por Ricardo Martínez de la Torre y
Eudocio Ravines, respaldados por el SSA de la IC y el Comité Ejecutivo
de la Confederación Sindical Latino Americana (CSLA). Tal controversia
tuvo un antecedente explícito a fines de 1928 a raíz de la valoración de
las jornadas huelguísticas de 1919 en Lima y Callao:
“Los
juicios del autor sobre el confusionismo y desorientación de que
fatalmente se resentía la acción obrera, en esa jornada y sus
preliminares, me parecen demasiado sumarios. Martínez de la Torre no
tiene a veces en cuenta el tono incipiente, balbuceante, instintivo de
la acción clasista de 1919. Después de su victoriosa lucha por la
jornada de ocho horas, es esa la primera gran agitación del proletariado
de Lima y el Callao, de carácter clasista” (Mariátegui, 1987, p. 182).
Martínez
de la Torre, en carta del 10 de noviembre de 1929 dirigida a Héctor A.
Herrera, expresó implícitamente su desacuerdo con Mariátegui. Afirmó que
los mineros estaban expuestos a «graves vacilaciones y errores» y clamó
que era el momento para que el partido elevase su «mentalidad clasista»
porque todos sus dirigentes son «desorientados, ignorantes en
cuestiones de organización» (Martínez de la Torre, óp. cit., p. 22). Lo
único positivo era que mantenían vínculos con el «grupo de Lima» y que
eran receptivos a «indicaciones y sugerencias». En el fondo compartía la
concepción de la «masa rebaño», cara a la visión cominternista del
«tercer periodo».
Fue
el propio Martínez de la Torre quien reprodujo un informe al SSA de la
IC. Su contenido resumió la concepción faccional del sindicalismo rojo,
sus afanes inmediatos, su intransigencia aventurera. Le pareció una
desviación encontrar, como lo hizo Mariátegui, un saldo positivo de la
experiencia de la lucha minera de Morococha, ya que solo percibía
conciliación, deslealtad e injerencia estatal por todas partes:
“Leguía
interviene activamente, pues, en el movimiento huelguista, corrompe a
sus jefes, los sienta junto a los representantes de la Corporation y del
delegado gubernativo, les hace renunciar a las exigencias relativas al
aumento de salario y, luego, presiona sobre la empresa para que ceda
algunas pequeñas migajas. Resultado: la huelga termina, el movimiento ha
sido nuevamente quebrado; los dirigentes de los huelguistas han
traicionado directamente a las masas; han admitido no insistir en lo del
aumento salarial, sometiéndose a la buena voluntad que, en el futuro,
mostrará el presidente Leguía. Han entregado a las masas y han
destroncado la huelga. La «solución» del conflicto de Morococha tiene
bases muy débiles e inestables; todas las condiciones que lo generaron
quedan en pie, y no cuesta trabajo prever nuevos movimientos de los
obreros mineros” (SSA-IC, 1929, p. 5).
El
deceso de Mariátegui facilitó la intervención de la CSLA y del SSA de
la IC en la nueva orientación partidista y sindical. La vanguardia
minera fue descabezada por el propio faccionalismo rojo. Meses más tarde
«los rojos» sucumbieron heroicamente defendiendo sus «soviets mineros»
en La Oroya y Malpaso (Flores Galindo, óp. cit., pp. 101-109).
En
cuanto a los cuadros socialistas, tras la muerte de Mariátegui el 30 de
abril de 1930, unos se reposicionaron como comunistas partidarios de
las tesis y métodos del cominternismo del «tercer periodo»; otros fueron
purgados o se retiraron del Partido. El sindicalismo rojo se impuso en
los años de 1930 y 1931. En el frente minero se sintieron con sus
acciones, muy cerca del asalto al cielo.
El
sindicalismo rojo presumió haber confrontado y superado las posiciones
del anarcosindicalismo, del sindicalismo revolucionario y del
sindicalismo clasista. Fetichizó la huelga como medio de lucha desde una
óptica voluntarista y aventurera. Toda huelga de cierta envergadura
debía de ser llevada hasta sus últimas consecuencias convirtiéndose en
«escuela de guerra» y dar el salto a volverse la guerra revolucionaria.
La huelga general y la insurrección armada eran las dos fases obligadas
de un general y único proceso revolucionario (Losovski, 1930).
El
sindicalismo rojo sobrestimó la influencia moral que podía ejercer la
acción huelguística sobre las clases trabajadoras. La huelga roja fue
considerada como un cúmulo de acciones de masas: tomas, movilizaciones,
mítines, sabotajes, proclamas, volantes, etc., que deberían
desarrollarse de manera intensa, intermitente y ascendente. Este estilo
del voluntarismo pequeño burgués terminó desgastando a las bases y a sus
organizaciones sindicales. Eudocio Ravines dejó testimonio elocuente de
la óptica prevaleciente en la cúpula de la Comintern:
“La
espectacular insurgencia de La Oroya llenó de pavor al gobierno,
electrizó a los trabajadores y causó verdadero asombro en Moscú y una
magna impresión en el Buró Sudamericano. –Ningún partido comunista
emprendió y cumplió, al nacer, tal hazaña–, repetía sobreexcitado
Guralsky, atribuyendo al hecho una magnitud sobresaliente y proyecciones
insospechables. Y su apreciación no solo fue ratificada sino exaltada
por el Comintern, que calificó la acción de los mineros peruanos como
«hecho ejemplar en los anales de la Revolución proletaria mundial». Para
mí lo admirable fue que obreros tan inexpertos interpretasen con tal
intuición las enseñanzas” (Ravines, 1952, p. 180).
El
legado de Mariátegui en tiempos de la gran crisis de 1929-1933 fue
devaluado, inclinándose del lado del sindicalismo de hierro y combate
sin límite.
(NOTA: Por razones de espacio para su publicación omití la Bibliografía)
No hay comentarios:
Publicar un comentario