Bicentenario Histórico
CARTA
DE JAMAICA
POR SIMÓN
BOLÍVAR
Kingston,
septiembre 6 de 1815
Muy señor mío:
Me apresuro a
contestar la carta de 29 del mes pasado que usted me hizo el honor de
dirigirme, y yo recibí con la mayor satisfacción.
Sensible como debo,
al interés que usted ha querido tomar por la suerte de mi patria, afligiéndose
con ella por los tormentos que padece, desde su descubrimiento hasta estos
últimos períodos, por parte de sus destructores los españoles, no siento menos
el comprometimiento en que me ponen las solícitas demandas que usted me hace,
sobre los objetos más importantes de la política americana. Así, me encuentro
en un conflicto, entre el deseo de corresponder a la confianza con que usted me
favorece, y el impedimento de satisfacerle, tanto por la falta de documentos y
de libros, cuanto por los limitados conocimientos que poseo de un país tan
inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo.
En mi opinión es
imposible responder a las preguntas con que usted me ha honrado. El mismo barón
de Humboldt, con su universalidad de conocimientos teóricos y prácticos, apenas
lo haría con exactitud, porque aunque una parte de la estadística y revolución
de América es conocida, me atrevo a asegurar que la mayor está cubierta de
tinieblas y, por consecuencia, sólo se pueden ofrecer conjeturas más o menos
aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte futura, y a los verdaderos
proyectos de los americanos; pues cuantas combinaciones suministra la historia
de las naciones, de otras tantas es susceptible la nuestra por sus posiciones
físicas, por las vicisitudes de la guerra, y por los cálculos de la política.
Como me
conceptúo obligado a prestar atención a la apreciable carta de usted, no menos
que a sus filantrópicas miras, me animo a dirigir estas líneas, en las cuales
ciertamente no hallará usted las ideas luminosas que desea, mas sí las ingenuas
expresiones de mis pensamientos.
«Tres siglos ha
-dice usted- que empezaron las barbaridades que los españoles cometieron en el
grande hemisferio de Colón». Barbaridades que la presente edad ha rechazado
como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana; y jamás
serían creídas por los críticos modernos, si constantes y repetidos documentos
no testificasen estas infaustas verdades. El filantrópico obispo de Chiapa, el
apóstol de la América, Las Casas, ha dejado a la posteridad una breve relación
de ellas, extractada de las sumarias que siguieron en Sevilla a los
conquistadores, con el testimonio de cuantas personas respetables había entonces
en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que los tiranos se hicieron entre
sí: como consta por los más sublimes historiadores de aquel tiempo. Todos los
imparciales han hecho justicia al celo, verdad y virtudes de aquel amigo de la
humanidad, que con tanto fervor y firmeza denunció ante su gobierno y
contemporáneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario.
Con cuánta
emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de usted en que me dice «que
espera que los sucesos que siguieron entonces a las armas españolas, acompañen
ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos americanos meridionales». Yo
tomo esta esperanza por una predicción, si la justicia decide las contiendas de
los hombres. El suceso coronará nuestros esfuerzos; porque el destino de
América se ha fijado irrevocablemente: el lazo que la unía a España está
cortado: la opinión era toda su fuerza; por ella se estrechaban mutuamente las
partes de aquella inmensa monarquía; lo que antes las enlazaba ya las divide;
más grande es el odio que nos ha inspirado la Península que el mar que nos
separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes, que reconciliar los
espíritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un comercio de intereses,
de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la
cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra
esperanza nos venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que
parecía eterno; no obstante que la inconducta de nuestros dominadores relajaba
esta simpatía; o, por mejor decir, este apego forzado por el imperio de la
dominación. Al presente sucede lo contrario; la muerte, el deshonor, cuanto es
nocivo, nos amenaza y tememos: todo lo sufrimos de esa desnaturalizada
madrastra. El velo se ha rasgado y hemos visto la luz y se nos quiere volver a
las tinieblas: se han roto las cadenas; ya hemos sido libres, y nuestros
enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, América combate con
despecho; y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria.
Porque los
sucesos hayan sido parciales y alternados, no debemos desconfiar de la fortuna.
En unas partes triunfan los independientes, mientras que los tiranos en lugares
diferentes, obtienen sus ventajas, y ¿cuál es el resultado final? ¿No está el
Nuevo Mundo entero, conmovido y armado para su defensa? Echemos una ojeada y
observaremos una lucha simultánea en la misma extensión de este hemisferio.
El belicoso
estado de las provincias del Río de la Plata ha purgado su territorio y
conducido sus armas vencedoras al Alto Perú, conmoviendo a Arequipa, e
inquietado a los realistas de Lima. Cerca de un millón de habitantes disfruta
allí de su libertad.
El reino de
Chile, poblado de ochocientas mil almas, está lidiando contra sus enemigos que
pretenden dominarlo; pero en vano, porque los que antes pusieron un término a
sus conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus vecinos y
compatriotas; y su ejemplo sublime es suficiente para probarles, que el pueblo
que ama su independencia, por fin la logra.
El virreinato
del Perú, cuya población asciende a millón y medio de habitantes, es, sin duda,
el más sumiso y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del
rey, y bien que sean vanas las relaciones concernientes a aquella porción de
América, es indubitable que ni está tranquila, ni es capaz de oponerse al
torrente que amenaza a las más de sus provincias.
La Nueva Granada
que es, por decirlo así, el corazón de la América, obedece a un gobierno
general, exceptuando el reino de Quito que con la mayor dificultad contienen
sus enemigos, por ser fuertemente adictos a la causa de su patria; y las
provincias de Panamá y Santa Marta que sufren, no sin dolor, la tiranía de sus
señores. Dos millones y medio de habitantes están esparcidos en aquel
territorio que actualmente defienden contra el ejército español bajo el general
Morillo, que es verosímil sucumba delante de la inexpugnable plaza de
Cartagena. Mas si la tomare será a costa de grandes pérdidas, y desde luego
carecerá de fuerzas bastantes para subyugar a los morigeros y bravos moradores
del interior.
En cuanto a la
heroica y desdichada Venezuela sus acontecimientos han sido tan rápidos y sus
devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia a una
soledad espantosa; no obstante que era uno de los más bellos países de cuantos
hacían el orgullo de América. Sus tiranos gobiernan un desierto, y sólo oprimen
a tristes restos que, escapados de la muerte, alimentan una precaria
existencia; algunas mujeres, niños y ancianos son los que quedan. Los más de
los hombres han perecido por no ser esclavos, y los que viven, combaten con
furor, en los campos y en los pueblos internos hasta expirar o arrojar al mar a
los que insaciables de sangre y de crímenes, rivalizan con los primeros
monstruos que hicieron desaparecer de la América a su raza primitiva. Cerca de
un millón de habitantes se contaba en Venezuela y sin exageración se puede
conjeturar que una cuarta parte ha sido sacrificada por la tierra, la espada,
el hambre, la peste, las peregrinaciones; excepto el terremoto, todos
resultados de la guerra.
En Nueva España
había en 1808, según nos refiere el barón de Humboldt, siete millones
ochocientas mil almas con inclusión de Guatemala. Desde aquella época, la
insurrección que ha agitado a casi todas sus provincias, ha hecho disminuir
sensiblemente aquel cómputo que parece exacto; pues más de un millón de hombres
han perecido, como lo podrá usted ver en la exposición de Mr. Walton que
describe con fidelidad los sanguinarios crímenes cometidos en aquel opulento
imperio. Allí la lucha se mantiene a fuerza de sacrificios humanos y de todas
especies, pues nada ahorran los españoles con tal que logren someter a los que
han tenido la desgracia de nacer en este suelo, que parece destinado a
empaparse con la sangre de sus hijos. A pesar de todo, los mejicanos serán
libres, porque han abrazado el partido de la patria, con la resolución de
vengar a sus pasados, o seguirlos al sepulcro. Ya ellos dicen con Reynal: llegó
el tiempo en fin, de pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar
a esa raza de exterminadores en su sangre o en el mar.
Las islas de
Puerto Rico y Cuba, que entre ambas pueden formar una población de setecientas
a ochocientas mil almas, son las que más tranquilamente poseen los españoles,
porque están fuera del contacto de los independientes. Mas ¿no son americanos
estos insulares? ¿No son vejados? ¿No desearán su bienestar?
Este cuadro
representa una escala militar de dos mil leguas de longitud y novecientas de
latitud en su mayor extensión en que dieciséis millones de americanos defienden
sus derechos, o están comprimidos por la nación española que aunque fue en
algún tiempo el más vasto imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes
para dominar el nuevo hemisferio y hasta para mantenerse en el antiguo. ¿Y~~ y
amante de la libertad permite que una vieja serpiente por sólo satisfacer su
saña envenenada, devore la más bella parte de nuestro globo? ¡Qué! ¿Está Europa
sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos para ver la justicia?
¿Tanto se ha endurecido para ser de este modo insensible? Estas cuestiones
cuanto más las medito, más me confunden; llego a pensar que se aspira a que
desaparezca la América, pero es imposible porque toda Europa no es España. ¡Qué
demencia la de nuestra enemiga, pretender reconquistar América, sin marina, sin
tesoros y casi sin soldados! Pues los que tiene, apenas son bastantes para
retener a su propio pueblo en una violenta obediencia, y defenderse de sus
vecinos. Por otra parte, ¿podrá esta nación hacer el comercio exclusivo de la
mitad del mundo sin manufacturas. Sin producciones territoriales, sin artes,
sin ciencias, sin política? Lograda que fuese esta loca empresa, y suponiendo
más, aun lograda la pacificación, los hijos de los actuales americanos únicos
con los de los europeos reconquistadores, ¿no volverían a formar dentro de
veinte años los mismos patrióticos designios que ahora se están combatiendo?
Europa haría un
bien a España en disuadirla de su obstinada temeridad, porque a lo menos le
ahorrará los gastos que expende, y la sangre que derrama; a fin de que fijando
su atención en sus propios recintos, fundase su prosperidad y poder sobre bases
más sólidas que las de inciertas conquistas, un comercio precario y exacciones
violentas en pueblos remotos, enemigos y poderosos. Europa misma por miras de
sana política debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la
independencia americana, no sólo porque el equilibrio del mundo así lo exige,
sino porque éste es el medio legítimo y seguro de adquirirse establecimientos
ultramarinos de comercio. Europa que no se halla agitada por las violentas
pasiones de la venganza, ambición y codicia, como España, parece que estaba
autorizada por todas las leyes de la equidad a ilustrarla sobre sus bien
entendidos intereses.
Cuantos
escritores han tratado la materia se acordaban en esta parte. En consecuencia,
nosotros esperábamos con razón que todas las naciones cultas se apresurarían a
auxiliarnos, para que adquiriésemos un bien cuyas ventajas son recíprocas a
entrambos hemisferios. Sin embargo, ¡cuán frustradas esperanzas! No sólo los
europeos, pero hasta nuestros hermanas del Norte se han mantenido inmóviles
espectadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa, y por sus
resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos
antiguos y modernos, ¿porque hasta dónde se puede calcular la trascendencia de
la libertad en el hemisferio de Colón?
«La felonía con
que Bonaparte "dice usted" prendió a Carlos IV y a Fernando VII,
reyes de esta nación, que tres siglos la aprisionó con traición a dos monarcas
de la América meridional, es un acto manifiesto de retribución divina y, al
mismo tiempo, una prueba de que Dios sostiene la justa causa de los americanos,
y les concederá su independencia».
Parece que usted
quiere aludir al monarca de Méjico Moctezuma, preso por Cortés y muerto, según
Herrera, por el mismo, aunque Solís dice que por el pueblo, y a Atahualpa, inca
del Perú, destruido por Francisco Pizarro y Diego Almagro. Existe tal
diferencia entre la suerte de los reyes españoles y los reyes americanos, que
no admiten comparación; los primeros son tratados con dignidad, conservados, y
al fin recobran su libertad y trono; mientras que los últimos sufren tormentos
inauditos y los vilipendios más vergonzosos. Si a Guatimozín sucesor de
Moctezuma, se le trata como emperador, y le ponen la corona, fue por irrisión y
no por respeto, para que experimentase este escarnio antes que las torturas.
Iguales a la suerte de este monarca fueron las del rey de Michoacán,
Catzontzin; el Zipa de Bogotá, y cuantos Toquis, Imas, Zipas, Ulmenes, Caciques
y demás dignidades indianas sucumbieron al poder español. El suceso de Fernando
VII es más semejante al que tuvo lugar en Chile en 1535 con el Ulmén de
Copiapó, entonces reinante en aquella comarca. El español Almagro pretextó,
como Bonaparte, tomar partido por la causa del legítimo soberano y, en
consecuencia, llama al usurpador, como Fernando lo era en España; aparenta restituir
al legítimo a sus estados y termina por encadenar X echar a las llamas al
infeliz Ulmén, sin querer ni aún oír su defensa. Este es el ejemplo de Fernando
VII con su usurpador; los reyes europeos sólo padecen destierros, el Ulmén de
Chile termina su vida de un modo atroz.
«Después de
algunos meses "añade usted" he hecho muchas reflexiones sobre la
situación de los americanos y sus esperanzas futuras; tomo grande interés en
sus sucesos; pero me faltan muchos informes relativos a su estado actual y a lo
que ellos aspiran; deseo infinitamente saber la política de cada provincia como
también su población; si desean repúblicas o monarquías, si formarán una gran
república o una gran monarquía. Toda noticia de esta especie que usted pueda
darme o indicarme las fuentes a que debo ocurrir, la estimaré como un favor muy
particular».
Siempre las
almas generosas se interesan en la suerte de un pueblo que se esmera por
recobrar los derechos con que el Creador y la naturaleza le han dotado; y es
necesario estar bien fascinado por el error o por las pasiones para no abrigar
esta noble sensación; usted ha pensado en mi país, y se interesa por él, este
acto de benevolencia me inspira el más vivo reconocimiento.
He dicho la
población que se calcula por datos más o menos exactos, que mil circunstancias
hacen fallidos, sin que sea fácil remediar esta inexactitud, porque los más de
los moradores tienen habitaciones campestres, y muchas veces errantes; siendo
labradores, pastores, nómadas, perdidos en medio de espesos e inmensos bosques,
llanuras solitarias, y aislados entre lagos y ríos caudalosos. ¿Quién será
capaz de formar una estadística completa de semejantes comarcas? Además, los
tributos que pagan los indígenas; las penalidades de los esclavos; las
primicias, diezmos y derechos que pesan sobre los labradores, y otros
accidentes alejan de sus hogares a los pobres americanos. Esto sin hacer
mención de la guerra de exterminio que ya ha segado cerca de un octavo de la
población, y ha ahuyentado una gran parte; pues entonces las dificultades son
insuperables y el empadronamiento vendrá a reducirse a la mitad del verdadero
censo.
Todavía es más
difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios sobre
su política, y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a
adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se
puede prever cuando el género humano se hallaba en su infancia rodeado de tanta
incertidumbre, ignorancia y error, cuál sería el régimen que abrazaría para su
conservación? ¿Quién se habría atrevido a decir tal nación será república o
monarquía, ésta será pequeña, aquélla grande? En mi concepto, esta es la imagen
de nuestra situación. Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un
mundo aparte, cercado por dilatados mares; nuevos en casi todas las artes y
ciencias, aunque en cierto modo viejos en los usos de la sociedad civil. Yo
considero el estado actual de América, como cuando desplomado el imperio romano
cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y
situación, o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o
corporaciones, con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos
volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las
cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que
en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios, ni europeos, sino una
especie mezcla entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores
españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento, y nuestros
derechos los de Europa, tenemos que disputar a éstos a los del país, y que
mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallemos en el
caso más extraordinario y complicado. No obstante que es una especie de
adivinación indicar cuál será el resultado de la línea de política que América
siga, me atrevo aventurar algunas conjeturas que, desde luego, caracterizo de
arbitrarias, dictadas por un deseo racional, y no por un raciocinio probable.
La posición de
los moradores del hemisferio americano, ha sido por siglos puramente pasiva; su
existencia política era nula. Nosotros estábamos en un grado todavía más abajo
de la servidumbre y, por lo mismo, con más dificultad para elevarnos al goce de
la libertad. Permítame usted estas consideraciones para elevar la cuestión. Los
Estados son esclavos por la naturaleza de su constitución o por el abuso de
ella; luego un pueblo es esclavo, cuando el gobierno por su esencia o por sus
vicios, holla y usurpa los derechos del ciudadano o súbdito. Aplicando estos
principios, hallaremos que América no solamente estaba privada de su libertad,
sino también de la tiranía activa y dominante. Me explicaré. En las
administraciones absolutas no se reconocen límites en el ejercicio de las
facultades gubernativas: la voluntad del gran sultán, Kan, Bey y demás
soberanos despóticos, es la ley suprema, y ésta, es casi arbitrariamente
ejecutada por los bajáes, kanes y sátrapas subalternos de Turquía y Persia, que
tienen organizada una opresión de que participan los súbditos en razón de la
autoridad que se les confía. A ellos está encargada la administración civil,
militar, política, de rentas, y la religión. Pero al fin son persas los jefes
de Ispahán, son turcos los visires del gran señor, son tártaros los sultanes de
la Tartaria. China no envía a buscar mandarines, militares y letrados al país
de Gengis Kan que la conquistó, a pesar de que los actuales chinos son
descendientes directos de los subyugados por los ascendientes de los presentes
tártaros.
¡Cuán diferente
entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta que, además de privarnos de los
derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie de infancia
permanente, con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera
manejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración interior,
conoceríamos el curso de los negocios públicos y su mecanismo, moraríamos
también de la consideración personal que impone a los ojos del pueblo cierto
respeto maquinal que es tan necesario conservar en las revoluciones. He aquí
por qué he dicho que estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues que no
nos está permitido ejercer sus funciones.
Los americanos
en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no
ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo y,
cuando más, el de simples consumidores; y aun esta parte coartada con
restricciones chocantes; tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de
Europa, el estanco de las producciones que el rey monopoliza, el impedimento de
las fábricas que la misma Península no posee, los privilegios exclusivos del
comercio hasta de los objetos de primera necesidad; las trabas entre provincias
y provincias americanas para que no se traten, entiendan, ni negocien; en fin,
¿quiere usted saber cuál era nuestro destino? Los campos para cultivar el añil,
la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón; las llanuras solitarias para
criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las entrañas de la
tierra para excavar el oro que no puede saciar a esa nación avarienta.
Tan negativo era
nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna otra asociación
civilizada, por más que recorro la serie de las edades y la política de todas
las naciones. Pretender que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y
populoso sea meramente pasivo, ¿no es un ultraje y una violación de los
derechos de la humanidad?
Estábamos, como
acabo de exponer, abstraídos y, digámoslo así, ausentes del universo en cuanto
es relativo a la ciencia del gobierno y administración del Estado. Jamás éramos
virreyes ni gobernadores sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y
obispos pocas veces; diplomáticos nunca; militares sólo en calidad de subalternos;
nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados ni
financistas, y casi ni aun comerciantes; todo en contravención directa de
nuestras instituciones.
El emperador
Carlos V formó un pacto con los descubridores, conquistadores y pobladores de
América que, como dice Guerra, es nuestro contrato social. Los reyes de España
convinieron solemnemente con ellos que lo ejecutasen por su cuenta y riesgo,
prohibiéndoles hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les
concedía que fuesen señores de la tierra, que organizasen la administración y
ejerciesen la judicatura en apelación; con otras muchas exenciones y
privilegios que sería prolijo detallar. El rey se comprometió a no enajenar
jamás las provincias americanas, como que a él no tocaba otra jurisdicción que
la del alto dominio, siendo una especie de propiedad feudal la que allí tenían
los conquistadores para sí y sus descendientes. Al mismo tiempo existen leyes
expresas que favorecen casi exclusivamente a los naturales del país,
originarios de España, en cuanto a los empleos civiles, eclesiásticos y de
rentas. Por manera que con una violación manifiesta de las leyes y de los
pactos subsistentes, se han visto despojar aquellos naturales de la autoridad
constitucional que les daba su código.
De cuanto he
referido, será fácil colegir que América no estaba preparada, para desprenderse
de la metrópoli, como súbitamente sucedió por el efecto de las ilegítimas
cesiones de Bayona, y por la inicua guerra que la regencia nos declaró sin derecho
alguno para ello no sólo por la falta de justicia, sino también de legitimidad.
Sobre la naturaleza de los gobiernos españoles, sus decretos conminatorios y
hostiles, y el curso entero de su desesperada conducta, hay escritos del mayor
mérito en el periódico El Español, cuyo autor es el señor Blanco; y estando
allí esta parte de nuestra historia muy bien tratada, me limito a indicarlo.
Los americanos
han subido de repente y sin los conocimientos previos y, lo que es más
sensible, sin la práctica de los negocios públicos a representar en la escena
del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados,
administradores del erario, diplomáticos, generales, y cuantas autoridades
supremas y subalternas forman la jerarquía de un Estado organizado con
regularidad.
Cuando las
águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su
vuelo arrollaron a los frágiles gobiernos de la Península, entonces quedamos en
la orfandad. Ya antes habíamos sido entregados a la merced de un usurpador
extranjero. Después, lisonjeados con la justicia que se nos debía, con
esperanzas halagüeñas siempre burladas; por último, inciertos sobre nuestro
destino futuro, y amenazados por la anarquía, a causa de la falta de un
gobierno legítimo, justo y liberal, nos precipitamos en el caos de la
revolución. En el primer momento sólo se cuidó de proveer a la seguridad
interior, contra los enemigos que encerraba nuestro seno. Luego se extendió a
la seguridad exterior; se establecieron autoridades que sustituimos a las que
acabábamos de deponer encargadas de dirigir el curso de nuestra revolución y de
aprovechar la coyuntura feliz en que nos fuese posible fundar un gobierno
constitucional digno del presente siglo y adecuado a nuestra situación.
Todos los nuevos
gobiernos marcaron sus primeros pasos con el establecimiento de juntas
populares. Estas formaron en seguida reglamentos para la convocación de
congresos que produjeron alteraciones importantes. Venezuela erigió un gobierno
democrático y federal, declarando previamente los derechos del hombre,
manteniendo el equilibrio de los poderes y estatuyendo leyes generales en favor
de la libertad civil, de imprenta y otras; finalmente, se constituyó un
gobierno independiente. La Nueva Granada siguió con uniformidad los establecimientos
políticos y cuantas reformas hizo Venezuela, poniendo por base fundamental de
su Constitución el sistema federal más exagerado que jamás existió;
recientemente se ha mejorado con respecto al poder ejecutivo general, que ha
obtenido cuantas atribuciones le corresponden. Según entiendo, Buenos Aires y
Chile han seguido esta misma línea de operaciones; pero como nos hallamos a
tanta distancia, los documentos son tan raros, y las noticias tan inexactas, no
me animaré ni aun a bosquejar el cuadro de sus transacciones.
Los sucesos de
México han sido demasiado varios, complicados, rápidos y desgraciados para que
se puedan seguir en el curso de la revolución. Carecemos, además, de documentos
bastante instructivos, que nos hagan capaces de juzgarlos. Los independientes
de México, por lo que sabemos, dieron principio a su insurrección en septiembre
de 1810, y un año después, ya tenían centralizado su gobierno en Zitácuaro,
instalado allí una junta nacional bajo los auspicios de Fernando VII, en cuyo
nombre se ejercían las funciones gubernativas. Por los acontecimientos de la
guerra, esta junta se trasladó a diferentes lugares, y es verosímil que se haya
conservado hasta estos últimos momentos, con las modificaciones que los sucesos
hayan exigido. Se dice que ha creado un generalísimo o dictador que lo es el
ilustre general Morelos; otros hablan del célebre general Rayón; lo cierto es
que uno de estos dos grandes hombres o ambos separadamente ejercen la autoridad
suprema en aquel país; y recientemente ha aparecido una constitución para el
régimen del Estado. En marzo de 1812 el gobierno residente en Zultepec,
presentó un plan de paz y guerra al virrey de México concebido con la más
profunda sabiduría. En él se reclamó el derecho de gentes estableciendo principios
de una exactitud incontestable. Propuso la junta que la guerra se hiciese como
entre hermanos y conciudadanos; pues que no debía ser más cruel que entre
naciones extranjeras; que los derechos de gentes y de guerra, inviolables para
los mismos infieles y bárbaros, debían serlo más para cristianos, sujetos a un
soberano y a unas mismas leyes; que los prisioneros no fuesen tratados como
reos de lesa majestad, ni se degollasen los que rendían las armas, sino que se
mantuviesen en rehenes para canjearlos; que no se entrase a sangre y fuego en
las poblaciones pacíficas, no las diezmasen ni quitasen para sacrificarlas y,
concluye, que en caso de no admitirse este plan, se observarían rigurosamente
las represalias. Esta negociación se trató con el más alto desprecio; no se dio
respuesta a la junta nacional; las comunicaciones originales se quemaron
públicamente en la plaza de México, por mano del verdugo; y la guerra de
exterminio continuó por parte de los españoles con su furor acostumbrado,
mientras que los mexicanos y las otras naciones americanas no la hacían, ni aun
a muerte con los prisioneros de guerra que fuesen españoles. Aquí se observa
que por causas de conveniencia se conservó la apariencia de sumisión al rey y
aun a la constitución de la monarquía. Parece que la junta nacional es absoluta
en el ejercicio de las funciones legislativa, ejecutiva y judicial, y el número
de sus miembros muy limitado.
Los
acontecimientos de la tierra firme nos han probado que las instituciones
perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y
luces actuales. En Caracas el espíritu de partido tomó su origen en las
sociedades, asambleas y elecciones populares; y estos partidos nos tornaron a
la esclavitud. Y así como Venezuela ha sido la república americana que más se
ha adelantado en sus instituciones políticas, también ha sido el más claro
ejemplo de la ineficacia de la forma demócrata y federal para nuestros
nacientes Estados. En Nueva Granada las excesivas facultades de los gobiernos
provinciales y la falta de centralización en el general han conducido aquel
precioso país al estado a que se ve reducido en el día. Por esta razón sus
débiles enemigos se han conservado contra todas las probabilidades. En tanto
que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas
que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente
populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra
ruina. Desgraciadamente, estas cualidades parecen estar muy distantes de
nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario, estamos dominados de
los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española que
sólo ha sobresalido en fiereza, ambición, venganza y codicia.
Es más difícil,
dice Montesquieu, sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar uno libre.
Esta verdad está comprobada por los anales de todos los tiempos, que nos
muestran las más de las naciones libres, sometidas al yugo, y muy pocas de las
esclavas recobrar su libertad. A pesar de este convencimiento, los meridionales
de este continente han manifestado el conato de conseguir instituciones
liberales, y aun perfectas; sin duda, por efecto del instinto que tienen todos
los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible; la que se alcanza
infaliblemente en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas sobre las
bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad. Pero ¿seremos nosotros
capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una
República? ¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado, se
lance a la esfera de la libertad, sin que, como a Ícaro, se le deshagan las
alas, y recaiga en el abismo? Tal prodigio es inconcebible, nunca visto. Por
consiguiente, no hay un raciocinio verosímil, que nos halague con esta
esperanza.
Yo deseo más que
otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su
extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la
perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo
sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me
atrevo a desearlo; y menos deseo aún una monarquía universal de América, porque
este proyecto sin ser útil, es también imposible. Los abusos que actualmente existen
no se reformarían, y nuestra regeneración sería infructuosa. Los Estados
americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las
llagas y las heridas del despotismo y la guerra. La metrópoli, por ejemplo,
sería México, que es la única que puede serlo por su poder intrínseco, sin el
cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el istmo de Panamá punto céntrico
para todos los extremos de este vasto continente, ¿no continuarían éstos en la
languidez, y aún en el desorden actual? Para que un solo gobierno dé vida,
anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pública, corrija,
ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo sería necesario que tuviese las facultades
de un Dios y, cuando menos, las luces y virtudes de todos los hombres.
El espíritu de
partido que al presente agita a nuestros Estados, se encendería entonces con
mayor encono, hallándose ausente la fuente del poder, que únicamente puede
reprimirlo. Además, los magnates de las capitales no sufrirían la
preponderancia de los metropolitanos, a quienes considerarían como a otros
tantos tiranos; sus celos llegarían hasta el punto de comparar a éstos con los
odiosos españoles. En fin, una monarquía semejante sería un coloso deforme, que
su propio peso desplomaría a la menor convulsión.
Mr. de Pradt ha
dividido sabiamente a la América en quince o diecisiete Estados independientes
entre sí, gobernados por otros tantos monarcas. Estoy de acuerdo en cuanto a lo
primero, pues la América comporta la creación de diecisiete naciones; en cuanto
a lo segundo, aunque es más fácil conseguirla, es menos útil; y así no soy de
la opinión de las monarquías americanas. He aquí mis razones. El interés bien
entendido de una república se circunscribe en la esfera de su conservación,
prosperidad y gloria. No ejerciendo la libertad imperio, porque es precisamente
su opuesto, ningún estímulo excita a los republicanos a extender los términos
de su nación, en detrimento de sus propios medios, con el único objeto de hacer
participar a sus vecinos de una Constitución liberal. Ningún derecho adquieren,
ninguna ventaja sacan venciéndolos, a menos que los reduzcan a colonias,
conquistas o aliados, siguiendo el ejemplo de Roma. Máximas y ejemplos tales
están en oposición directa con los principios de justicia de los sistemas
republicanos, y aún diré más, en oposición manifiesta con los intereses de sus
ciudadanos; porque un Estado demasiado extenso en sí mismo o por sus
dependencias, al cabo viene en decadencia, y convierte su forma libre en otra
tiránica; relaja los principios que deben conservarla, y ocurre por último al
despotismo. El distintivo de las pequeñas repúblicas es la permanencia; el de
las grandes es vario, pero siempre se inclina al imperio. Casi todas las
primeras han tenido una larga duración; de las segundas sólo Roma se mantuvo
algunos siglos, pero fue porque era república la capital y no lo era el resto
de sus dominios que se gobernaban por leyes e instituciones diferentes.
Muy contraria es
la política de un rey, cuya inclinación constante se dirige al aumento de sus
posesiones, riquezas y facultades; con razón, porque su autoridad crece con
estas adquisiciones, tanto con respecto a sus vecinos, como a sus propios
vasallos que temen en él un poder tan formidable cuanto es su imperio que se
conserva por medio de la guerra y de las conquistas. Por estas razones pienso
que los americanos ansiosos de paz, ciencias, artes, comercio y agricultura,
preferirían las repúblicas a los reinos, y me parece que estos deseos se
conforman con las miras de Europa.
No convengo en
el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado
perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros;
por igual razón rehuso la monarquía mixta de aristocracia y democracia que
tanta fortuna y esplendor ha procurado a Inglaterra. No siéndonos posible
lograr entre las repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos
caer en anarquías demagógicas, o en tiranías monócratas. Busquemos un medio
entre extremos opuestos que nos conducirán a los mismos escollos, a la
infelicidad y al deshonor. Voy a arriesgar el resultado de mis cavilaciones
sobre la suerte futura de América; no la mejor, sino la que sea más asequible.
Por la
naturaleza de las localidades, riquezas, población y carácter de los mexicanos,
imagino que intentarán al principio establecer una república representativa, en
la cual tenga grandes atribuciones el poder Ejecutivo, concentrándolo en un
individuo que, si desempeña sus funciones con acierto y justicia, casi
naturalmente vendrá a conservar una autoridad vitalicia. Si su incapacidad o
violenta administración excita una conmoción popular que triunfe, ese mismo
poder ejecutivo quizás se difundirá en una asamblea. Si el partido
preponderante es militar o aristocrático, exigirá probablemente una monarquía
que al principio será limitada y constitucional, y después inevitablemente
declinará en absoluta; pues debemos convenir en que nada hay más difícil en el
orden político que la conservación de una monarquía mixta; y también es preciso
convenir en que sólo un pueblo tan patriota como el inglés es capaz de contener
la autoridad de un rey, y de sostener el espíritu de libertad bajo un cetro y
una corona.
Los Estados del
istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizás una asociación. Esta magnífica
posición entre los dos grandes mares, podrá ser con el tiempo el emporio del
universo. Sus canales acortarán las distancias del mundo: estrecharán los lazos
comerciales de Europa, América y Asia; traerán a tan feliz región los tributos
de las cuatro partes del globo. ¡Acaso sólo allí podrá fijarse algún día la
capital de la tierra! Como pretendió Constantino que fuese Bizancio la del
antiguo hemisferio.
Nueva Granada se
unirá con Venezuela, si llegan a convenirse en formar una república central,
cuya capital sea Maracaibo o una nueva ciudad que con el nombre de Las Casas
(en honor de este héroe de la filantropía), se funde entre los confines de
ambos países, en el soberbio puerto de Bahía Honda. Esta posición aunque
desconocida, es más ventajosa por todos respectos. Su acceso es fácil y su
situación tan fuerte, que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y
saludable, un territorio tan propio para la agricultura como para la cría de
ganados, y una gran de abundancia de maderas de construcción. Los salvajes que
la habitan serían civilizados, y nuestras posesiones se aumentarían con la
adquisición de la Guajira. Esta nación se llamaría Colombia como tributo de
justicia y gratitud al creador de nuestro hemisferio. Su gobierno podrá imitar
al inglés; con la diferencia de que en lugar de un rey habrá un poder
ejecutivo, electivo, cuando más vitalicio, y jamás hereditario si se quiere
república, una cámara o senado legislativo hereditario, que en las tempestades
políticas se interponga entre las olas populares y los rayos del gobierno, y un
cuerpo legislativo de libre elección, sin otras restricciones que las de la
Cámara Baja de Inglaterra. Esta constitución participaría de todas las formas y
yo deseo que no participe de todos los vicios. Como esta es mi patria, tengo un
derecho incontestable para desearla lo que en mi opinión es mejor. Es muy
posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de un gobierno
central, porque es en extremo adicta a la federación; y entonces formará por sí
sola un Estado que, si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos
de todos géneros.
Poco sabemos de
las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile y el Perú; juzgando por lo
que se trasluce y por las apariencias, en Buenos Aires habrá un gobierno
central en que los militares se lleven la primacía por consecuencia de sus
divisiones intestinas y guerras externas. Esta constitución degenerará
necesariamente en una oligarquía, o una monocracia, con más o menos
restricciones, y cuya denominación nadie puede adivinar. Sería doloroso que tal
caso sucediese, porque aquellos habitantes son acreedores a la más espléndida
gloria.
El reino de
Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por las costumbres
inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los
fieros republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las
justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en
América, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí
el espíritu de libertad; los vicios de Europa y Asia llegarán tarde o nunca a
corromper las costumbres de aquel extremo del universo. Su territorio es
limitado; estará siempre fuera del contacto inficionado del resto de los
hombres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformidad en
opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre.
El Perú, por el
contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal; oro
y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí
mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad; se
enfurece en los tumultos, o se humilla en las cadenas. Aunque estas reglas
serían aplicables a toda la América, creo que con más justicia las merece Lima
por los conceptos que he expuesto, y por la cooperación que ha prestado a sus
señores contra sus propios hermanos los ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos
Aires. Es constante que el que aspira a obtener la libertad, a lo menos lo
intenta. Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la democracia, ni los
esclavos y pardos libertos la aristocracia; los primeros preferirán la tiranía
de uno solo, por no padecer las persecuciones tumultuarias, y por establecer un
orden siquiera pacífico. Mucho hará si concibe recobrar su independencia.
De todo lo
expuesto, podemos deducir estas consecuencias: las provincias americanas se
hallan lidiando por emanciparse, al fin obtendrán el suceso; algunas se
constituirán de un modo regular en repúblicas federales y centrales; se
fundarán monarquías casi inevitablemente en las grandes secciones, y algunas
serán tan infelices que devorarán sus elementos, ya en la actual, ya en las
futuras revoluciones, que una gran monarquía no será fácil consolidar; una gran
república imposible.
Es una idea
grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo
vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen,
una lengua, unas costumbres y una religión debería, por consiguiente, tener un
solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas
no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos,
caracteres desemejantes dividen a la América. ¡Qué bello sería que el istmo de
Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que
algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto Congreso de los
representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre
los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras
tres partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna
época dichosa de nuestra regeneración, otra esperanza es infundada, semejante a
la del abate St. Pierre que concibió el laudable delirio de reunir un Congreso
europeo, para decidir de la suerte de los intereses de aquellas naciones.
«Mutuaciones
importantes y felices, continuas pueden ser frecuentemente producidas por
efectos individuales». Los americanos meridionales tienen una tradición que
dice: que cuando Quetzalcoatl, el Hermes, o Buda de la América del Sur resignó
su administración y los abandonó, les prometió que volvería después que los
siglos designados hubiesen pasado, y que él restablecería su gobierno, y
renovaría su felicidad. ¿Esta tradición, no opera y excita una convicción de
que muy pronto debe volver? ¡Concibe usted cuál será el efecto que producirá,
si un individuo apareciendo entre ellos demostrase los caracteres de
Quetzalcoatl, el Buda de bosque, o Mercurio, del cual han hablado tanto las
otras naciones? ¿No cree usted que esto inclinaría todas las partes? ¿No es la
unión todo lo que se necesita para ponerlos en estado de expulsar a los
españoles, sus tropas, y los partidarios de la corrompida España, para hacerlos
capaces de establecer un imperio poderoso, con un gobierno libre y leyes
benévolas?
Pienso como
usted que causas individuales pueden producir resultados generales, sobre todo
en las revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o dios del Anáhuac, Quetzalcoatl,
el que es capaz de operar los prodigiosos beneficios que usted propone. Este
personaje es apenas conocido del pueblo mexicano y no ventajosamente; porque
tal es la suerte de los vencidos aunque sean dioses. Sólo los historiadores y
literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar su origen, verdadera o
falsa misión, sus profecías y el término de su carrera. Se disputa si fue un
apóstol de Cristo o bien pagano. Unos suponen que su nombre quiere decir Santo
Tomás; otros que Culebra Emplumajada; y otros dicen que es el famoso profeta de
Yucatán, Chilan-Cambal. En una palabra, los más de los autores mexicanos,
polémicos e historiadores profanos, han tratado con más o menos extensión la
cuestión sobre el verdadero carácter de Quetzalcoatl. El hecho es, según dice
Acosta, que él establece una religión, cuyos ritos, dogmas y misterios tenían
una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás es la más semejante a
ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han procurado alejar la
idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer reconocer en él a un Santo
Tomás como lo afirman otros célebres autores. La opinión general es que
Quetzalcoatl es un legislador divino entre los pueblos paganos de Anáhuac, del
cual era lugarteniente el gran Moctezuma, derivando de él su autoridad. De aquí
que se infiere que nuestros mexicanos no seguirían al gentil Quetzalcoatl,
aunque apareciese bajo las formas más idénticas y favorables, pues que profesan
una religión la más intolerante y exclusiva de las otras.
Felizmente los
directores de la independencia de México se han aprovechado del fanatismo con
el mejor acierto proclamando a la famosa Virgen de Guadalupe por reina de los
patriotas, invocándola en todos los casos arduos y llevándola en sus banderas.
Con esto, el entusiasmo político ha formado una mezcla con la religión que ha
producido un fervor vehemente por la sagrada causa de la libertad. La
veneración de esta imagen en México es superior a la más exaltada que pudiera
inspirar el más diestro profeta.
Seguramente la
unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración. Sin
embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las
guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y
reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio
de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades
establecidas; los últimos son siempre menos numerosos aunque más vehementes e
ilustrados. De este modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la
contienda se prolonga, siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna entre
nosotros, la masa ha seguido a la inteligencia.
Yo diré a usted
lo que puede ponernos en aptitud de expulsar a los españoles, y de fundar un gobierno
libre. Es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios
divinos, sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos. América está
encontrada entre sí, porque se halla abandonada de todas las naciones, aislada
en medio del universo, sin relaciones diplomáticas ni auxilios militares y
combatida por España que posee más elementos para la guerra, que cuantos
furtivamente podemos adquirir.
Cuando los
sucesos no están asegurados, cuando el Estado es débil, y cuando las empresas
son remotas, todos los hombres vacilan; las opiniones se dividen, las pasiones
las agitan y los enemigos las animan para triunfar por este fácil medio. Luego
que seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su
protección, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que
conducen a la gloria; entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las
grandes prosperidades a que está destinada la América meridional; entonces las
ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado a Europa,
volarán a Colombia libre que las convidará con un asilo.
Tales son,
señor, las observaciones y pensamientos que tengo el honor de someter a usted
para que los rectifique o deseche según su mérito; suplicándole se persuada que
me he atrevido a exponerlos, más por no ser descortés, que porque me crea capaz
de ilustrar a usted en la materia.
Soy de usted,
etc., etc.
Simón Bolívar
Kingston, 6 de
septiembre de 1815
-.o0o.-
Simón
Bolívar por José Gil de Castro.
La Carta de
Jamaica es un texto escrito por Simón Bolívar el 6 de septiembre de 1815 en
Kingston, capital de la colonia británica de Jamaica, en respuesta a una misiva
de Henry Cullen, un comerciante jamaiquino de origen inglés residente en
Falmouth, cerca de Montego Bay, donde pone las razones que provocaron la caída
de la Segunda República en el contexto de la independencia de Venezuela. La
carta, cuyo título era Contestación de un Americano Meridional a un caballero
de esta Isla, pretendía atraer a Gran Bretaña y al resto de potencias europeas
hacia la causa de los patriotas independentistas americanos.
La edición en
inglés de la carta tuvo el título de A friend y en castellano, Un caballero de
esta isla. El original más antiguo que se conocía es el manuscrito borrador de
la versión inglesa conservado en el Archivo Nacional de Colombia (Bogotá), en
el fondo Secretaría de Guerra y Marina, volumen 323. La primera publicación
conocida de la Carta en castellano apareció impresa en 1833, en el volumen XXI,
Apéndice, de la Colección de documentos relativos a la vida pública del
Libertador, compilada por Francisco Javier Yánez y Cristóbal Mendoza.
No se había
podido localizar el manuscrito original castellano, ni se conocía copia alguna
entre 1815 y 1883, salvo las dos publicadas en inglés, de 1818 y 1825, hasta
que, recientemente, se informó del hallazgo, en un archivo ubicado en Ecuador,
del manuscrito original del documento.
Abril de 2015
Enviado por:
Gbleon
Leer más:
-.o0o.-
Notas.-
-El C-PI difundió esta Carta de Bolívar
el 1º de julio pasado.
-El C-PI difundió importantes
comentarios a la Carta, el reciente 4 de septiembre.
-El C-PI vuelve a difundir la Carta de
Bolívar, por cumplirse su Bicentenario, por el hallazgo del manuscrito original
en castellano (en Ecuador) y por su evidente importancia y actualidad
histórica. Esperamos sea de utilidad para los lectores.
Colectivo
Perú Integral
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