Más allá de las versiones en torno a los sucesos de Juli e Ilave, las ceremonias fúnebres del 8 de marzo adquirieron un carácter simbólico. La ausencia del alto mando militar y de las autoridades del Estado en las exequias de los uniformados, y la asistencia masiva de la población aimara, fueron la confirmación evidente de una verdad negada.
La Prensa Grande, y en particular la Televisión Peruana urdieron una mentira de almanaque, orientada a demostrar que los reclutas que perecieran ahogados en el río el domingo 5 de marzo fueron víctimas de los comuneros. Dijeron sin ambages que “una turba de pobladores” los acosó y persiguió con crueldad hasta obligarlos a meterse al río “para salvarse”.
Para mostrar la “autenticidad” de la versión, la tele convirtió en un sólo video dos hechos ocurridos en días diferentes y en lugares distintos. La primera parte del video mostrado correspondía al sábado 4 de marzo, y fue filmada en Juli. La segunda, recoge hechos ocurridos al día siguiente, el domingo 5, y fue tomada en Ilave.
Por lo demás, los pobladores que aparecen en uno y otro video, son diferentes. Se trata, en un caso, de comuneros de Juli y en el otro, de pobladores de Ilave. Por arte de magia se “juntan” los dos videos, como una sola secuencia. Eso descalifica todo.
El sábado 4, en efecto, los comuneros de Juli hostigaron a los soldados y les enrostraron su presencia en una circunstancia en la que habían venido a “coordinar” acciones con la Policía Nacional, acusada por los pobladores de alevosos ataques a la ciudadanía.
Los soldados, jaqueados por la multitud, huyeron y se refugiaron en la Base Militar de la localidad. Hasta allí la población los siguió para hacerles sentir su rechazo. En esa circunstancia, efectivos de la Base hicieron uso de disparos, provocando heridas a 5 personas. Esa confrontación, sin embargo, concluyó allí.
Al día siguiente, ya en Ilave se produjo otro hecho. El escenario era distinto, como lo eran tanto los comuneros, como los soldados. Allí, el Capitán Frisancho -hombre con antecedentes oscuros y acusaciones penales- dispuso que sus soldados –“los perros”, los llamaba- “vadearan” el rio portado mochilas, fusiles e indumentaria de combate.
Como “las órdenes se cumplen sin dudas ni murmuraciones siendo el único responsable de las mismas el superior que las dicta”, los soldados acataron lo dispuesto, aunque algunos de ellos, no sabían nadar. “Vayan agarrados unos de otros por los brazos”, pareciera les dijo el autor de las órdenes, que cautelosamente, se quedó en la orilla.
Estando en el rio, y ante la furia de la corriente y la extrema frialdad de las aguas, los uniformados se fueron soltando para quedar en libertad de nadar: la corriente los separó y, quienes no supieron desenvolverse ante esa contingencia, quedaron a la deriva y se ahogaron. Los comuneros, ubicados en el cerro, gritaban consignas, pero no podían lanzar nada por la distancia que los separaba de los soldados.
Percibieron, sin embargo, que estos se ahogaban y corrieron a auxiliarlos. Lograron salvar a 5, pero uno ya era cadáver y otros habían desaparecido. Los encontraron luego, fallecidos. La necropsia fue inapelable: hipotermia y muerte por ahogamiento.
Vistas así las cosas, es meridianamente claro que la Televisión manipuló descaradamente los hechos y mintió a sabiendas con un propósito avieso: atribuir la culpa a los comuneros -“la turba”, como los llamó peyorativamente-. Pero si fue indigna la conducta de la tele, peor fue el comportamiento de la cúpula castrense.
Ella no debió comprometer opinión sin investigar los hechos, recurriendo a fuentes confiables. Y no debió avalar el operativo frustrado, dado su trágico desenlace. Optó, sin embargo, por transitar en contra de la verdad, y cargó contra los comuneros con una ligereza enfermiza. Los hechos le saltaron a la cara y demostraron la precariedad de su versión.
Es claro que el jefe del Comando Conjunto de la Fuerza Armada no la tenía fácil. Juzgó su deber “salvar al superior”, porque, obviamente, él es el superior, y debe cuidar su propio pellejo. Pero, además, debió justificar el que los soldados no hubiesen hecho uso de sus armas. Y no podía admitirlo porque no era necesario: no estaban amenazados por nadie. SI lo decía, se caía la versión de la tele.
Buscó entonces jugar una partida a dos bandas. Por un lado “humanizar” a su tropa, asegurando que no iba a disparar contra el pueblo. Por otro, devolver la piedra que le lanzara Otárola en su deposición ante la Fiscalía. Allí, el Primer Ministro dijo emulando a Pilatos: “Los Mandos Militares no nos consultan sus Operativos”. El general, dijo aludiendo al gobierno: “no podemos hacer uso de las armas”. En otras palabras, nos exponen inermes.
Quizá si en otras circunstancias, un brulote como el urdido en torno al tema, hubiese sido aceptada por la ciudadanía. Pero ocurre que así como no hay crimen perfecto, tampoco hay mentira perfecta. Y hubo una pieza que hizo que cayera todo el andamiaje laboriosamente construido: la versión de Liubomir Fernández, corresponsal de la República, y el único que estuvo en Ilave la mañana del domingo 5, en las proximidades de los comuneros. El vio todo y describió todo. Nadie pudo desmentirlo. Por eso, lo odian.
A partir de allí, cayó el telón. Nadie del gobierno, llegó a los funerales; y tampoco asomó el Mando Castrense. Las víctimas eran gente del pueblo, aimaras todos, hijos de comuneros y hermanos de comuneros. Por eso fueron enterrados en familia, en lo que Federico Engels llamara “la familia extensa”, es decir la Comunidad entera .
Todo ello explica la infinita ira del Comando Conjunto de la FF.AA. que se expresó en un video torpe, venenoso y vengativo contra los comuneros; y el ataque físico al periodista Fernández. Finalmente, fue la voz de la impotencia la que habló, fusil en mano.
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