Por
Atilio Borón
Siguiendo el guión pautado por los expertos y estrategos
de la CIA especializados en desestabilizar y demoler gobiernos, en
Venezuela la contrarrevolución produjo un “salto de calidad”: del
calentamiento de la calle, fase inicial del proceso, se pasó a una
guerra civil no declarada como tal pero desatada con inusual ferocidad.
Ya no se trata de guarimbas, de ocasionales refriegas o de violentos
disturbios callejeros. Los ataques a escuelas, hospitales infantiles y
maternidades; la destrucción de flotas enteras de autobuses; los saqueos
y los ataques a las fuerzas de seguridad, inermes con sus cañones de
agua y gases lacrimógenos ante la ferocidad de los mercenarios de la
sedición y el linchamiento de un joven al grito de “chavista y ladrón”
son síntomas inequívocos que proclaman a los gritos que en Venezuela el
conflicto ha escalado hasta convertirse en una guerra civil que ya
afecta a varias ciudades y regiones del país. Si algo faltaba para caer
en cuenta de la inédita gravedad de la situación y de la determinación
de las fuerzas sediciosas de consumar sus designios hasta sus últimas
consecuencias el emblemático incendio de la casa natal del Comandante
Hugo Chávez Frías pone doloroso fin a cualquier especulación al
respecto.
Sería ingenuo y suicida pensar que la dinámica de este
enfrentamiento, concebido para generar una devastadora crisis
humanitaria, puede ser otra cosa que el prólogo para una “intervención
humanitaria” del Comando Sur de Estados Unidos. Esta amenaza exige de
parte del gobierno bolivariano una respuesta rápida y contundente,
porque a medida que pase el tiempo las cosas irán empeorando. El
patriótico y democrático llamado del presidente Nicolás Maduro a una
Constituyente sólo sirvió para atizar la violencia y el salvajismo de la
contrarrevolución. La razón es bien clara: esta no quiere una solución
política de la crisis que ella misma ha creado. Lo que pretende es
profundizar la disolución del orden social, acabar con el gobierno
chavista y aniquilar a toda su dirigencia, propinando un brutal
escarmiento para que en los próximos cien años el pueblo venezolano no
vuelva a tener la osadía de querer ser dueño de su destino. Los intentos
de acordar con un sector dialoguista de la oposición fracasaron por
completo. No por falta de voluntad del gobierno sino porque, y esa es la
ominosa realidad, la hegemonía de la contrarrevolución ha pasado, en la
coyuntura actual, a manos de su fracción terrorista y esta es comandada
desde Estados Unidos. En Venezuela se está aplicando, con metódica
frialdad y bajo el permanente monitoreo de Washington, el modelo libio
de “cambio de régimen”, y sería fatal no tomar conciencia de sus
intenciones y sus consecuencias. El gobierno bolivariano ha ofrecido en
innumerables ocasiones el ramo del olivo para pacificar al país. No sólo
su oferta fue desechada sino que la derecha golpista escaló sus
actividades terroristas. Ante ello, la única actitud sensata y racional
que le resta al gobierno del presidente Nicolás Maduro es proceder a la
enérgica defensa del orden institucional vigente y movilizar sin
dilaciones al conjunto de sus fuerzas armadas para aplastar la
contrarrevolución y restaurar la normalidad de la vida social. Venezuela
es objeto no sólo de una guerra económica, una brutal ofensiva
diplomática y mediática sino que, ahora, de una guerra no convencional
que ha cobrado más de medio centenar de muertos y producido ingentes
daños materiales. “Plan contra plan”, decía Martí. Y si una fuerza
social declara una guerra contra el gobierno se requiere de éste una
respuesta militar. El tiempo de las palabras ya se agotó y sus
resultados están a la vista.
Y esto es así porque lo que está en juego no sólo es la
Revolución Bolivariana; es la misma integridad nacional de Venezuela la
que está amenazada por una dirigencia antipatriótica y colonial que se
arrastra en el estiércol de la historia para implorar al jefe del
Comando Sur y a los mandamases de Washington que acudan en auxilio de la
contrarrevolución. Si esta llegara a triunfar, ahogando en sangre al
legado del Comandante Chávez, Venezuela desaparecería como estado-nación
independiente y se convertiría, de facto, en el estado número 51 de
Estados Unidos, apoderándose mediante esta conspiración de la mayor
riqueza petrolera del planeta. Sería ocioso detenernos a elaborar el
tremendo retroceso que tal eventualidad tendría sobre toda Nuestra
América. Queda muy poco tiempo, días apenas, para erradicar esta mortal
amenaza. La absoluta y criminal intransigencia de la oposición
terrorista cierra cualquier otro camino que no sea el de su completa y
definitiva derrota militar. Desgraciadamente ahora le toca hablar a las
armas, antes de que, como dijera en su tiempo Simón Bolívar, el chavismo
tenga que reconocer que también él ha “arado en el mar” y que toda su
esperanzadora y valiente empresa de emancipación nacional y social haya
saltado por el aire y desaparecido sin dejar rastros. No hay que
escatimar esfuerzo alguno para evitar tan desastroso desenlace.
No hay comentarios:
Publicar un comentario