El tsunami chileno
(Por Atilio A. Boron) El régimen de Piñera -e insisto en lo de
“régimen” porque un gobierno que reprime con la brutalidad que todo el
mundo ha visto no puede considerarse democrático- se enfrenta ante la
más seria amenaza popular jamás enfrentada por gobierno alguno desde el
derrocamiento de la Unidad Popular el 11 de Septiembre de 1973. Las
ridículas explicaciones oficiales no convencen ni a quienes las
divulgan; se oyen denuncias sobre el vandalismo de los manifestantes, o
su criminal desprecio por la propiedad privada, o por la paz y la
tranquilidad para ni hablar de las oblicuas alusiones a la letal
influencia del “castro-madurismo” en el desencadenamiento de las
protestas que culminaron con la declaratoria del “estado de emergencia”
por parte de La Moneda, argumento absurdo y falaz antes esgrimido por el
corrupto que hoy gobierna al Ecuador y abrumadoramente desmentido por
los hechos.
El estupor oficial y el de los sectores de la oposición solidarios
con el modelo económico-político heredado de la dictadura carece por
completo de fundamento, a no ser por el anacronismo de la opulenta
partidocracia dominante (una de las mejor remuneradas del mundo), su
incurable ceguera o su completo aislamiento de las condiciones en que
viven -o sobreviven- millones de chilenas y chilenos. Para un ojo bien
entrenado si hay algo que sorprende es la eficacia de la propaganda que
por décadas convenció a propios y ajenos de las excelsas virtudes del
modelo chileno. Este fue ensalzado hasta el hartazgo por los principales
publicistas del imperio en estas latitudes: politólogos y académicos
del buen pensar, operadores y lobistas disfrazados de periodistas, o
intelectuales coloniales, como Mario Vargas Llosa, quien en un reciente
artículo fustigaba sin piedad a los “populismos” existentes o en ciernes
que atribulan a la región a la vez que exaltaba el progreso “a pasos de
gigante” de Chile.[1]
Este país es para los opinólogos bienpensantes la feliz culminación de
un doble tránsito: de la dictadura a la democracia y de la economía
intervencionista a una de mercado. Lo primero no es cierto, lo segundo
sí, con un agravante: en poquísimos países el capitalismo ha arrasado
con los derechos fundamentales de la persona como en Chile,
convirtiéndolos en costosas mercancías sólo al alcance de una minoría.
El agua, la salud, la educación, la seguridad social, el transporte, la
vivienda, la riqueza minera, los bosques y el litoral marino fueron
vorazmente apropiados por los amigos del régimen, durante la dictadura
de Pinochet y con renovados ímpetus en la supuesta “democracia” que le
sucedió. Este cruel e inhumano fundamentalismo de mercado tuvo como
consecuencia que Chile se convirtiera en el país con el mayor
endeudamiento de hogares de América Latina, producto de la infinita
privatización ya mencionada que obliga a chilenas y chilenos pagar por
todo y a endeudarse hasta el infinito con el dinero que les expropian de
sus sueldos y salarios las pirañas financieras que manejan los fondos
de pensión. Según un estudio de la Fundación Sol “más de la mitad de los
trabajadores asalariados no puede sacar a una familia promedio de la
pobreza” y la distribución del ingreso, dice un estudio reciente del
Banco Mundial, sitúa a Chile junto a Rwanda como uno de los ocho países
más desiguales del mundo. Por último, digamos que la CEPAL comprobó en
su último estudio sobre la cuestión social en Latinoamérica que el 1por
ciento más rico de Chile se apropia del 26,5 por ciento del ingreso
nacional mientras que el 50 por ciento de los hogares más pobres sólo
accede al 2.1 por ciento del mismo. [2]
¿Este es el modelo a imitar?
En suma: en Chile se sintetizan una explosiva combinación de libre
mercado sin anestesia y una democracia completamente deslegitimizada,
que de ella sólo conserva el nombre. Degeneró en una plutocracia que,
hasta hace pocos días -pero ya no más- medraba ante la resignación,
desmoralización y apatía de la ciudadanía, engañada hábilmente por la
oligarquía mediática socia de la clase dominante. Una señal de alerta
del descontento social fue que más de la mitad de la población (el 53.3
por ciento) en edad de votar ni siquiera se molestó en acudir a las
urnas en la primera vuelta de la elección presidencial del 2017. Si bien
en el balotaje la abstención se redujo al 51 por ciento Sebastián
Piñera fue electo con apenas el 26.4 por ciento de los electores
inscriptos. En pocas palabras, sólo uno de cada cuatro ciudadanos se
sintió representado por él. Hoy esa cifra debe ser bastante menor y en
un clima en donde por doquier el neoliberalismo se encuentra acosado por
las protestas sociales. Ha cambiado el clima de época, y no sólo en
Latinoamérica. Sus falsas promesas ya no son más creíbles y los pueblos
se rebelan: algunos, como en Argentina, desalojando a sus voceros del
gobierno a través del mecanismo electoral, y otros intentando con sus
enormes movilizaciones –Chile, Ecuador, Haití, Honduras- poner fin a un
proyecto insanablemente injusto, inhumano y predatorio. Es cierto: hay
un “fin de ciclo” en la región. Pero no, como postulaban algunos, el del
progresismo sino el del neoliberalismo, que sólo podrá ser sostenido, y
no por mucho tiempo, a fuerza de brutales represiones.
[1] Cf. “Retorno a la barbarie”, El País, 31 de Agosto de 2019.
[2] Los datos de la Fundación Sol son recogidos en la nota de Nicolás Bravo Sepúlveda para el periódico digital El Mostrador www.elmostrador.cl/destacado/2019/08/21 . La fuente original está en http://www.fundacionsol.cl/2018/12/un-tercio-de-los-chilenos-no-tiene-ingresos-del-trabajo-suficientes-para-superar-la-pobreza/ Los datos relativos a la desigualdad se encuentran en un informe del Banco Mundial: “Taking on inequality” (Washington: 2016)
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