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Novedades de Nueva Sociedad 279 (5-12)
EL FUTURO DEL TRABAJO
MITOS Y REALIDADES
Tema 05.- Luces y sombras del ingreso básico universal
Descartadas durante mucho tiempo como utópicas, las propuestas de un ingreso básico universal están cobrando impulso tanto entre las fuerzas de la derecha como de la izquierda. En Estados Unidos, sus mayores defensores son los tecnocapitalistas, y muchos piensan en el ingreso básico como una forma de desmantelar el Estado de Bienestar. Por eso, la izquierda debe actuar con cautela, pero al mismo tiempo defender un ingreso básico capaz de abarcar a una población amplia, en el marco de un reparto más equitativo de la riqueza y el tiempo de trabajo.
Por Alyssa Battistoni Enero - Febrero 2019
PDF Luces y sombras del ingreso básico universal
Si hace cinco años alguien mencionaba en una conversación el ingreso básico universal, tenía más posibilidades de encontrarse con un interlocutor desconcertado que con alguien que conociera su significado. Pero el ingreso básico universal –presentado con frecuencia como la política de «pagarle a la gente por existir»– hoy ya está adquiriendo popularidad tanto en Estados Unidos como en otros países. Esta perspectiva plantea que todos reciban un estipendio regular del Estado con independencia de lo que hagan o de cómo lo gasten. Se trata de una vieja idea, que ha adquirido un interés renovado a partir del colapso financiero de 2008: cuando millones de personas perdieron su empleo y se preguntaron si encontrarían uno nuevo, hubo quienes comenzaron a preguntarse si en realidad esa gente tendría la oportunidad de trabajar. El ingreso básico universal fue respaldado recientemente por el Movimiento por las Vidas Negras (m4bl, por sus siglas en inglés) como parte de un programa de reparaciones, en tanto que el Manifiesto Dar el Salto de Canadá (Canada’s Leap Manifesto) llama a considerarlo como una forma de contribuir a la sostenibilidad ambiental. En septiembre de 2018, Jeremy Corbyn declaró que el Partido Laborista analizaría las perspectivas de implementar un ingreso básico universal en el Reino Unido, mientras que en Escocia existen experimentos en la misma línea apoyados por el progresista Partido Nacional Escocés (snp, por sus siglas en inglés). A su vez, en Francia, Benoît Hamon obtuvo en 2017 la candidatura presidencial por el Partido Socialista con una plataforma que incluía un ingreso básico universal.
El creciente debate público se ha visto acompañado, además, por un pequeño pero significativo número de programas experimentales, sobre todo en Europa. Unos 250 habitantes de Utrecht, en los Países Bajos, comenzaron a recibir 960 euros por mes otorgados por el gobierno, mientras que una experiencia finlandesa promovía el pago mensual de 550 euros a entre 5.000 y 10.000 personas1. Ninguno de los montos resulta suficiente para vivir, aunque tampoco se trata de sumas despreciables. En el mundo actual, eeuu alberga lo que más se aproxima a un programa de ingresos básicos: el Fondo Permanente de Alaska. Desde 1982, con recursos generados por el petróleo, el fondo le ha pagado a cada residente de ese estado desde algunos cientos hasta 2.000 dólares por año. Pero los más destacados defensores del ingreso básico universal en eeuu son hoy los tecnocapitalistas, como Peter Thiel y Marc Andreessen; a excepción de Alaska, las experiencias de un ingreso básico universal no están siendo implementadas por el sector público, sino desde el ámbito privado. En particular, la aceleradora de startups Y Combinator inició en 2017 un programa piloto de ingresos básicos en Oakland, que propone pagar entre 1.000 y 2.000 dólares mensuales a 100 familias, sin ningún condicionamiento.
Suele señalarse que tanto Milton Friedman como Martin Luther King apoyaban la idea del ingreso básico. Y la nueva generación de partidarios es igualmente ecléctica: el espectro abarca desde capitalistas de riesgo pro-Trump, como Thiel, hasta partidarios de un «comunismo de lujo totalmente automatizado», como Peter Frase. En síntesis, las razones para abogar por el ingreso básico universal son tantas y tan diferentes como las versiones que el mecanismo podría adoptar. Una versión funciona como una especie de obligación moral, es decir, como una dádiva concedida a los desdichados que se tornan obsoletos debido a la aparición de robots más inteligentes y eficientes que ellos. Otra modalidad aspira a lograr un universalismo igualitario y cuestiona la legitimidad de la riqueza acumulada de forma privada. También hay una versión que ve el ingreso básico universal como la chispa para una generación de emprendedores, mientras que otra simplemente busca evitar una revuelta de las masas precarizadas.
Por lo tanto, el ingreso básico se postula con frecuencia como una solución postideológica adaptada a la nueva era de la política: la extraña confluencia de intereses de la izquierda y la derecha tiende a ser leída como un signo de que se debe renunciar a las posiciones políticas en aras de un compromiso racional. Sin embargo, lo que resulta transversalmente atractivo no es la funcionalidad del ingreso básico universal, sino su defecto. Dado que es políticamente ambiguo, tiene el potencial para actuar como un caballo de Troya en la izquierda o la derecha: los sectores críticos de la izquierda temen que sirva como un vehículo para disolver los restos del Estado de Bienestar, mientras que sus impulsores lo anuncian como la «vía capitalista hacia el comunismo». ¿Qué versión de ingreso básico obtendremos? Más que de una marcada postura ideológica de las medidas aplicadas, dependerá de las fuerzas políticas que las modelen. Es por ello que la perspectiva de impulsar el ingreso básico en eeuu precisamente ahora –cuando la derecha controla todo– obliga a encender las alarmas: la izquierda adepta al ingreso básico universal debe proceder con cautela.
Esto no significa que el ingreso básico sea una causa perdida. Por el contrario, la incapacidad del capitalismo de proporcionar una vida digna a los más de 7.000 millones de personas que hoy habitan el planeta es uno de sus más evidentes problemas y, al mismo tiempo, una de las mayores oportunidades para que la izquierda ofrezca una alternativa. Aun sin ser la única respuesta, un ingreso básico podría señalarnos la dirección correcta.
Elevar el piso
Como es lógico, los sindicatos se han mostrado reacios a sumarse a una política que sugiere que muchos empleos pueden resultar superfluos. Sin embargo, mientras crece el interés por el tema, el ingreso básico universal ya cuenta con al menos un converso surgido del movimiento laboral: es Andy Stern, ex-presidente de la Unión Internacional de Empleados de Servicios (seiu, por sus siglas en inglés). Su libro Raising the Floor [Elevando el piso], publicado en 2016, explica por qué el ingreso básico es el modo de «inventar un futuro mejor»2.
Stern se ha autoposicionado desde hace tiempo como un visionario, dispuesto a sacar al movimiento laboral del tradicionalismo anquilosado y buscarle nuevos horizontes. No obstante, dentro del ámbito sindical, es una figura controvertida y criticada por ser demasiado amigable con los patrones. Trabajó con Walmart en la reforma del sistema de salud y con Paul Ryan en asuntos de responsabilidad fiscal; en una reciente entrevista con Vox, expresó que el movimiento sindical tenía un papel más bien puntual y especializado (un «rol boutique») en la representación de los empleados individuales3. Solo era cuestión de tiempo para que estableciera un vínculo con amigos poderosos en el mundo tecnológico.
Al dejar su cargo en la seiu en 2010, Stern describe cómo le picó la curiosidad por lo tecnológico. Pasó de una pc a una Mac y empezó a googlear; en oscuras publicaciones del sector, como TechCrunch y el sitio futurista alternativo Singularity Hub, leyó acerca de robots que se desempeñan como asesores financieros, pero también como periodistas, barmen, camareros de hotel o guardias de seguridad y, por supuesto, como acompañantes sexuales. En una digresión sorprendente, compara la cantidad de gente que participa en el juego online Nieblas de Pandaria con la de los miembros del movimiento sindical organizado: «El movimiento laboral estadounidense en su conjunto habría necesitado décadas para alcanzar semejante capacidad de afiliación». ¡Vale la pena vivir estos tiempos! Aunque... ¿qué ocurrirá con ese 47% de los trabajadores cuyos puestos parecen estar en riesgo por la automatización? Stern, cuyo libro anterior apuntaba a convertir a eeuu en «un país que trabaja», comenzó a preocuparse por un cercano «futuro sin empleos». Desde luego, no alude a una ausencia total de puestos de trabajo, sino a que la cantidad no será suficiente.
Para resolver qué hacer, Stern se reúne con mucha gente. Con Steven Berkenfeld, un banquero de inversión (cuya aptitud para evaluar el futuro puede considerarse, en el mejor de los casos, dudosa, después de haber sido ejecutivo en Lehman Brothers en el momento del colapso de 2008), quien declara que «priorizar a la gente por encima de las ganancias en este país es casi antiestadounidense». Habla con Carl Camden, el ceo de Kelly Services, la primera agencia de empleos temporales o, según el eufemismo de Stern, «la primera empresa que vio el potencial de negocios del empleo temporal». (La empresa se hizo famosa por llamar a sus secretarias temporales «Kelly Girls»; de acuerdo con lo que anunciaba una publicidad en 1971, una Kelly Girl «nunca se toma vacaciones. Nunca pide aumento. Nunca te cuesta ni un centavo por tiempo de inactividad». Y, por supuesto, «nunca deja de complacer»). Habla con David Cote, el ceo de Honeywell International, que dice que los empleos «van a llegar» (como ya ha ocurrido antes).
Stern también habla con algunos referentes de organizaciones sindicales de eeuu, como Saket Soni, de la Coalición Nacional de Trabajadores Temporales (National Guestworker Alliance) y Ai-jen Poo, de la Coalición Nacional de Trabajadoras del Hogar (National Domestic Workers Alliance). Busca así entender «el costado oscuro de la gig economy [trabajos por encargo]», el que representan los jornaleros que duermen a la intemperie en Nueva Orleans después del huracán Katrina y que reciben como paga una fracción del dinero asignado a los contratistas de las obras de construcción. Para entender el crecimiento de la desigualdad económica, Stern lee –digamos– El capital en el siglo xxi de Thomas Piketty. («Como la mayoría de la gente que lo compró, leí muy poquito del libro», admite). Contrata a una mujer de Kenia para transcribir una entrevista, por lo cual paga una factura de 4,67 dólares, y usa TaskRabbit para desarmar y trasladar su bicicleta a otra parte del país, por lo cual paga 80 dólares más gastos de envío. Llega finalmente a la conclusión de que los puestos que subsistirán tras el advenimiento de los robots serán los mejores y los peores: los programadores de Google y los choferes de Uber. Dado que estos últimos trabajos serán tan inseguros y tan mal remunerados, el creciente número de personas obligadas a recurrir a ellos necesitará algo más para poder cubrir sus gastos. Es allí donde aparece el ingreso básico: como mecanismo de protección en la gig economy.
Una utopía para realistas
En el caso del periodista holandés Rutger Bregman, no se trata de impulsar el ingreso básico universal como un modo de evitar un futuro aún más sombrío, sino como oportunidad para construir una utopía. Los avances en la ciencia, la tecnología y la medicina indican que las perspectivas para la prosperidad humana son mejores que nunca, aunque las ambiciones políticas se han desdibujado en pequeños retoques tecnocráticos y los sueños de una buena vida obtienen como respuesta oleadas de basura de consumo. ¿Es esto realmente lo mejor que podemos hacer? ¿Por qué ahora, cuando casi todo parece técnicamente posible, parecemos incapaces de imaginar algo en verdad inspirador? Para Bregman, el ingreso básico representa el camino hacia una genuina realización humana: la utopía postrabajo que necesitamos y que, de hecho, podemos alcanzar. Es una utopía para realistas.
Esta utopía –no tener que trabajar tanto o con tanto esfuerzo; dedicar más tiempo al ocio; hacer lo que uno quiere y no lo que le ordenan– es quizás la más antigua de todas. En palabras de un poeta, la tierra de la abundancia medieval era aquella donde «el dinero ha sido reemplazado por la buena vida» y «quien duerme más tiempo es quien más gana». Durante más de un siglo, parecía estar al alcance. Tanto Karl Marx como Benjamin Franklin, John Stuart Mill, Oscar Wilde y John Maynard Keynes veían la creciente productividad con la certeza de que pronto sería suficientemente alta para satisfacer las necesidades y los deseos humanos con unas pocas horas semanales de trabajo. En la década de 1960, con la automatización en expansión, ya casi se daba por sentado que tendríamos más tiempo de ocio, y la pregunta era qué haríamos con él. ¿Nos aburriríamos? ¿Lo desperdiciaríamos frente al televisor? ¿Perderíamos nuestro propósito en la vida?
Esas preocupaciones nos parecen entrañablemente ingenuas. «No nos morimos de aburrimiento, sino que nos matamos trabajando», advierte Bregman. Pero no es porque figuras como Keynes y Mill estuvieran equivocadas: lo que ocurre es que no tuvieron en cuenta la política. En lugar de aumentar el ocio de los trabajadores, la mayor productividad se dirigió a incrementar el beneficio de los dueños del capital. El colapso financiero de 2008 y la consecuente recesión no hicieron más que empeorar las cosas. En la actualidad, en vez de relajarse y disfrutar la vida, la mayoría de la gente trabaja más, en un intento desesperado por aferrarse a su empleo, o trabaja menos de lo que necesita para sostenerse.
El trabajo es en sí mismo bastante malo. Pero Bregman argumenta convincentemente que trabajar menos ayudaría a resolver muchos otros problemas: estrés, cambio climático, catástrofes, desempleo, desigualdad en la distribución de la riqueza, etc. De hecho, el aumento del tiempo de ocio constituiría casi una fórmula milagrosa frente a los problemas existentes: «¿Hay algo que no se pueda resolver trabajando menos?», pregunta Bregman. En lugar de obligar a la gente a trabajar para ganarse la vida, ¿por qué no darle simplemente dinero, es decir, un ingreso básico universal? La experiencia muestra sistemáticamente que tener un ingreso adecuado hace a los seres humanos más felices, más sanos e incluso más inteligentes. Si se les da dinero a los pobres, así sean personas sin techo en Londres o trabajadores de las canteras en Nairobi, el resultado será bueno para todos. Se reducen la delincuencia, la mortalidad infantil, la desnutrición y la incidencia del embarazo adolescente, y aumentan la igualdad de género, el rendimiento educativo y el crecimiento económico.
Pese a que Bregman sostiene una mirada utópica, no queda cautivo de los tecnofuturistas: en su opinión, para comprender la automatización y sus efectos, conviene estudiar historia en lugar de especular acerca del futuro. Después de todo, hace décadas que hay robots. Y el actual interés por la idea del ingreso básico también tiene precedentes históricos: el tema concitó la atención en la década de 1930 y más aún a fines de los años 60 y comienzos de los 70; en 1969, Richard Nixon llegó a proponer un proyecto de ley (que nunca se aprobó) para introducir una forma de ingreso básico que denominó «impuesto negativo sobre la renta».
Los años 70 también fueron testigos de unos cuantos proyectos que ponían el ingreso básico en acción. Hubo cinco ensayos desarrollados en América del Norte. El más significativo consistió en una experiencia quinquenal llevada a cabo con fondos federales en la localidad canadiense de Dauphin, que se convirtió en un éxito imprevisto en todos los aspectos. Cuando se garantizó un ingreso por encima de la línea de pobreza (alrededor de 19.000 dólares anuales para una familia de cuatro personas), se observó una permanencia más prolongada en la escuela y más tiempo en familia, a la vez que se redujeron los casos de hospitalización, violencia doméstica y consultas por problemas de salud mental.
Mientras tanto, en cuatro programas experimentales llevados a cabo más o menos al mismo tiempo en eeuu, la gente exhibió una tendencia sistemática a trabajar menos horas a cambio de un ingreso y a dedicar la mayor parte de su tiempo libre a la crianza de los hijos, a búsquedas artísticas independientes y a la educación. Resulta que los seres humanos no son indolentes cuando no se ven forzados a trabajar (¿sería acaso algo tan terrible si lo fueran?): simplemente realizan el tipo de actividades que en realidad quieren hacer. La argumentación de Bregman en favor del ingreso básico es contundente, responde a principios humanistas y está apuntalada por la evidencia pragmática. De hecho, resulta tan convincente que uno termina preguntándose por qué no existe ya el ingreso básico si sus ventajas son tan obvias. El problema no es que el ingreso básico no parezca suficientemente bueno; es que parece demasiado bueno para ser real. Ese representa precisamente uno de los mayores desafíos políticos del ingreso básico: lograr que la gente se lo tome en serio. Los políticos suelen ser reacios a respaldar ideas que suenan a música celestial. En Suiza, un referéndum realizado en 2016 y sometido a un amplio debate proponía introducir un ingreso básico con un punto de partida muy alto (alrededor de 2.300 euros), pero el plan obtuvo 77% de rechazo por parte de los votantes y finalizó en una derrota rotunda. Ninguno de los principales partidos políticos nacionales apoyó la iniciativa, que fue interpretada más como una herramienta publicitaria que como una verdadera campaña por el ingreso básico universal.
Los programas de la década de 1970 también chocaron con los obstáculos políticos. Cuando un gobierno conservador llegó al poder en Canadá en 1979, desechó el experimento del ingreso básico sin siquiera haber analizado sus resultados. En eeuu, con el ascenso de la Nueva Derecha a finales de los años 70, el interés por el ingreso básico se transformó en sospecha hacia los beneficiarios de la ayuda social. Aunque el ingreso básico no llegó a ninguna parte, los robots siguieron estando. Y dado que la automatización no se vio acompañada de una respuesta política, todavía convivimos con sus efectos: estancamiento salarial, derrumbe de la clase media, reducción del poder sindical y aumento de la desigualdad.
Lo curioso, sin embargo, es que hoy el ingreso básico universal no parece estar expuesto a la misma resistencia política que describiera Michał Kalecki en su clásico ensayo de 1943 «Aspectos políticos del pleno empleo»4. Kalecki sostiene allí que los desafíos que deben superarse para alcanzar el pleno empleo no son económicos, sino políticos: si la gente puede vivir sin necesidad de aceptar cualquier puesto con el salario que sea, el poder derivado de la potestad de despedir –el mayor poder que tiene un patrón– disminuye considerablemente. Al proporcionar una fuente confiable de ingresos, el ingreso básico lograría el mismo efecto; sus defensores pertenecientes a movimientos sindicales de izquierda señalan, por lo tanto, que funcionaría en esencia como un fondo permanente para huelgas. Pero en tal caso, ¿por qué a los empresarios –al menos a los de Silicon Valley– les gusta tanto el ingreso básico?
Es posible que parte de su entusiasmo provenga simplemente de una ingenuidad bienintencionada: Sam Altman, de Y Combinator, cree que «dentro de 50 años parecerá ridículo que hayamos usado el miedo a no poder comer como un modo de motivar a la gente» (como si eso no hubiera sido todo el tiempo una de las características distintivas del capitalismo). Supuestamente, cuando uno se libera de la necesidad de ganarse la vida, surgen el espíritu emprendedor y el carácter innovador interior; ya no se trata de que nos den apenas la posibilidad de pescar, cazar y criticar como nos plazca. Entretanto, la perspectiva del ingreso básico como sostén de la gig economy es un reconocimiento tácito de que el capitalismo no puede pagar todos sus costos y, por eso, transfiere de los empleadores privados al ámbito público la responsabilidad de otorgar un salario digno. Y existe un argumento aún peor para promover el ingreso básico universal como mecanismo de descarga de la presión: según Stern, sus defensores harían bien en convencer a los ricos preocupados de que esa es su mejor apuesta para evitar «la guillotina» en medio de la creciente desigualdad y desesperación.
Pero no es necesario ser Robespierre para sospechar de una propuesta que anuncia explícitamente su intención de proteger a los ricos frente a la furia de la clase trabajadora; sobre todo, cuando una de las principales preguntas en torno del ingreso básico es de dónde saldrá el dinero. Stern cree que, por razones políticas, los partidarios del ingreso básico no deberían promover un impuesto orientado a «desplumar a los ricos»: la amplia coalición requerida por el ingreso básico será imposible de lograr si los ricos se oponen desde el comienzo. (Por desgracia, esa ya es la misma tesitura para la mayoría de las políticas). Lo que propone, en cambio, es financiar el ingreso universal sacando dinero de importantes programas de bienestar social (cupones de alimentos, asistencia para vivienda, crédito tributario por ingreso del trabajo) y cobrar un impuesto al valor agregado sobre bienes de consumo; más tentativamente, considera un impuesto sobre el patrimonio, un gravamen a las transacciones financieras y recortes al gasto militar. Sin embargo, si el ingreso básico se financia mediante la canibalización de programas sociales existentes y la aplicación de impuestos regresivos al consumo, la mayor carga del subsidio a los salarios bajos pasa entonces a recaer perversamente en los pobres y en la clase trabajadora. El hecho de que esta propuesta haya sido formulada por un ex-líder sindical es una muestra de la debilidad de la izquierda. En efecto, la visión de Stern sobre las perspectivas políticas del trabajo es muy vaga. El ingreso básico aparece aquí planteado de forma explícita como una solución frente al problema del decreciente poder sindical: «Era hora de que yo buscara respuestas más allá de los sindicatos», declara Stern en las primeras 30 páginas. Como alternativa, propone crear un Partido del Ingreso Básico, que podría presentar candidatos para el Congreso en cada uno de los distritos y amenazar con la desobediencia fiscal –el arma de los ricos– hasta que ese órgano legislativo acuerde votar un paquete sobre el tema. La idea, que obviamente no cuaja, revela los límites del sindicalismo al estilo Stern: empezar colaborando con Walmart en el sistema de salud y conformarse pronto si el Estado en declive arroja unas monedas al ejército de reserva de choferes de Uber, encargados de trasladar a los ricos de un enclave gentrificado a otro; en lugar de hacer frente al futuro distópico, mejor establecerse en el interregno del presente con todos sus síntomas mórbidos. Sin embargo, tal como ha señalado el escritor Ben Tarnoff, los lugares donde el desarrollo tecnológico no ha producido un futuro distópico y sin empleos (como Suecia) no se limitan a tener tecnología, sino que también tienen sindicatos fuertes y un Estado de Bienestar robusto. La sociedad descarnadamente desigual, tan temida por Stern y otros futuristas del ingreso básico, no surge por la mera llegada de los robots: surge porque apenas unas pocas personas son sus propietarios.
Bregman reconoce esta situación y aboga de manera explícita por una «redistribución a gran escala» del dinero, el tiempo y los robots, es decir, ingreso, trabajo y medios de producción. Sostiene que toda la riqueza se produce socialmente y que, por lo tanto, debe repartirse del mismo modo. No se trata tanto de que esta vez sea diferente, sino de que tenemos la oportunidad de hacerlo. Aunque no llega a incitar a apropiarse directamente de los robots, Bregman propone aplicar impuestos a los ricos y a las transacciones financieras, tanto para financiar el ingreso básico como para desincentivar determinadas actividades (como las bancarias) que generan dinero «sin crear nada de valor».
Pese a que la versión del ingreso básico de Bregman es mucho más atractiva, su programa político resulta decepcionante. Bregman expresa que las ideas cambian el mundo, y el ingreso básico es una idea evidentemente tan buena que solo necesitamos difundirla. La última frase del libro pertenece a Keynes, el héroe implícito de la obra, quien dijo alguna vez que «en realidad, el mundo se gobierna con poco más que las ideas». Pero, por supuesto, se gobierna con muchas otras cosas (sobre todo, dinero y poder). La semana laboral de 15 horas pronosticada por Keynes no llegó a concretarse porque la sola idea no era suficiente. Además, hay que enfatizar que Keynes se refería más a la ideología que a las ideas per se; a sistemas de pensamiento que apuntalan nuestros supuestos, independientemente de que lo sepamos o no. Y el problema con el ingreso básico es que tiende a ser leído como una idea sin ideología. Al hablar de la tendencia pro ingreso ciudadano en Europa, Bregman la describe como un movimiento de base y «transversal». A escala local, donde se propone la mayoría de los programas, en gran medida el debate es pragmático. El programa de Utrecht, por ejemplo, se denomina «Weten Wat Werkt» (Saber lo que Funciona), lo que implica reconocer que muchos ven como inviable y disfuncional el actual sistema de bienestar (welfare) –que incluso en Europa ha cedido cada vez más y más terreno a un sistema trabajocéntrico (workfare)–. Pero, por supuesto, es el equilibrio existente en materia de poder político el que determina qué puede ser considerado pragmático. La propia posición de Bregman, más allá de que está situada con firmeza en la izquierda, oscila entre dos polos, impulsando el ingreso básico universal como la «vía capitalista al comunismo» (según la expresión del filósofo belga Philippe van Parijs) y como la vía capitalista... para salvar al capitalismo de sí mismo. La postura postideológica de Stern es aún más explícita: en un momento, imagina un diálogo entre Martin Luther King y el politólogo liberal Charles Murray (cuyo controvertido libro The Bell Curve [La curva en campana], publicado en 1997, alega que existen diferencias raciales en la inteligencia por cuestiones genéticas). Stern sostiene que sus desavenencias respecto a la relación entre el ingreso básico y el papel del Estado en la sociedad no son más que puntos que se apartan de una idea común, consistente en darle dinero a la gente. Pero esas desavenencias van al fondo del asunto. El debate sobre el ingreso básico trata sobre las obligaciones mutuas de los seres humanos, los orígenes de la propiedad, los propósitos de la vida humana, los tipos de sociedad... Y cuando esas visiones más amplias se trasladan a una política, no representan la mera sugerencia de un plan común para darle dinero a la gente: ofrecen consideraciones completamente diferentes sobre cuánto dinero se debe dar, de dónde debe provenir y quién lo debe recibir.
La versión izquierdista-futurista del ingreso básico suele ser descripta, según la aguda ocurrencia de Philippe van Parijs, como una reforma no reformista: un objetivo que puede alcanzarse dentro del capitalismo, pero que tiene el potencial para cambiar suficientemente sus condiciones e ir más allá de él. El ingreso básico es el monorriel totalmente automatizado hacia el comunismo de lujo, donde todos somos dueños de los robots y cada cual recibe lo que necesita. Este ingreso universal no es un mecanismo de protección frente a los empleos precarios, sino la condición material para la realización humana. Pero no cualquier ingreso lo será: para que represente un paso genuino hacia una sociedad poslaboral, debe ser genuinamente universal e incondicional, proporcionar un ingreso suficiente para vivir y complementar (más que reemplazar) el Estado de Bienestar. Este ingreso básico universal es el que nace de las feministas marxistas que en los años 70 advertían sobre el trabajo no remunerado de reproducción social; de las mujeres trabajadoras de color, que en los años 60 luchaban por los derechos de los beneficiarios de la ayuda social; y de los arquitectos del «Presupuesto de la Libertad» [Freedom Budget], que intentaron trasladar los logros del movimiento de derechos civiles a un programa orientado a la justicia económica. Lo que todos ellos querían no era apenas un ingreso básico, sino un ingreso suficiente; es decir, que fuera adecuado no solamente para sobrevivir, sino también para llevar una vida digna o incluso buena.
En la versión de derecha, en cambio, un monto miserable en efectivo reemplaza a los bienes y servicios públicos. Se trata de un ingreso ciudadano que no vale la pena. Esta modalidad de ingreso básico constituye un mecanismo para racionalizar –dicho con más precisión, «vaciar»– el Estado de Bienestar en nombre de las ideas liberales de libertad. El argumento es que la gente sabe mejor que el Estado lo que necesita, aunque no suele decir cómo hará esa gente para pagar los 12.000 dólares anuales que puede costar el servicio de atención médica.
Otra cuestión radica en determinar con exactitud quiénes deben recibir un ingreso básico. A veces se habla de un «dividendo de ciudadanía», que establece un límite explícito de beneficiarios por nacionalidad. En términos más generales, lo de «universal» tiene un carácter aspiracional: solo ha habido propuestas serias a escala nacional o local. Por lo tanto, tal como ocurre con otros programas de bienestar social, los debates sobre el ingreso básico estarán atados indudablemente a cuestiones de nacionalidad y migración. En el contexto europeo, a medida que la crisis de refugiados se intensifica, debemos evitar que el ingreso básico sea utilizado para consolidar la «Fortaleza Europa». En los debates sobre el programa suizo, por ejemplo, Luzi Stamm (miembro del Parlamento por el derechista Partido Popular Suizo) dijo que podía imaginar un apoyo al ingreso básico, pero solo para los suizos. «Teóricamente, si Suiza fuera una isla, la respuesta sería sí», explicó. «Pero con fronteras abiertas es totalmente imposible, sobre todo para nuestro país, que tiene un nivel de vida alto».
A su vez, en eeuu, resulta particularmente peligrosa la combinación de nativismo y liberalismo que configura la coalición de Donald Trump: cuesta imaginar que en la era Trump pueda implementarse un programa de ingresos básicos sin que eso sea apenas un vehículo para desmantelar los restos del Estado de Bienestar, reforzando al mismo tiempo el nacionalismo con la exclusión de los no ciudadanos y su imposibilidad de acceder a la prosperidad común. Una vez aclarado este punto, no parece probable que el ingreso básico forme parte de la agenda inmediata del gobierno de Trump. En lugar de inventar el futuro, la política de Trump consiste en tomarlo prestado del pasado mediante un despilfarro como el acuerdo con la firma Carrier5, que otorga dinero público a empresas privadas en un intento por revivir un imaginario de mediados del siglo pasado, cuando los hombres tenían puestos de trabajo reales en las fábricas. Entretanto, todo indica que los programas de bienestar social sufrirán un renovado ataque por parte de un gobierno republicano dispuesto a recortar el gasto del Estado.
Sin embargo, el aparente éxito de Trump con su apelación a la nostalgia de mediados del siglo pasado significó un balde de agua fría para las visiones utópicas. Después de unos años de coqueteo con el ingreso básico, la izquierda estadounidense tiende a retomar la demanda de pleno empleo (en lugar de pleno desempleo), sobre todo a través de una garantía federal. Desde luego, hay mucho trabajo útil por hacer y, al igual que el ingreso, los puestos de trabajo deberían distribuirse de la forma más equitativa posible. La tarea de rehacer la ideología del trabajo podría convertirse en una carga demasiado pesada en los próximos años. Aun así, no deberíamos dejar de oponernos a la reificación del trabajo como fuente de ingreso y reconocimiento social.
Como consecuencia del continuo proceso de expropiación y proletarización, miles de millones de personas en el mundo han quedado en una condición que el historiador Michael Denning denomina «vida sin salario», como sobrante para las necesidades del capital y luchando por subsistir en un sistema que comienza «no con la oferta de trabajo, sino con el imperativo de ganarse la vida»6. Por lo tanto, pese a que el ingreso básico suena como un programa para países ricos (un lujo posible a partir de un cierto nivel de prosperidad), podría ser aún más prometedor en aquellos lugares donde parece inalcanzable. En los últimos años se han lanzado programas piloto de ingreso universal en Namibia, Kenia y Uganda, mayormente financiados por ong; en líneas generales, el desarrollo más reciente en este sentido son los programas de transferencia de efectivo, que otorgan dinero a los necesitados (a menudo, bajo determinados criterios o restricciones) con el objetivo de reducir la pobreza. En otros sitios, el apoyo estatal contribuye más que los salarios privados a proveer el sustento: el antropólogo James Ferguson destaca que son más los sudafricanos que reciben un ingreso de los programas gubernamentales (asignación por hijos, ayuda a discapacitados) que los que lo obtienen del trabajo asalariado. Ferguson sostiene que el ingreso básico puede ser el camino para alcanzar el bienestar social en países donde la perspectiva de creación de empleo a una escala poblacional adecuada representa casi una fantasía.
Por supuesto que el modelo basado en el crecimiento de posguerra en eeuu y Europa occidental ahora también es una fantasía. Trump no logrará que eeuu vuelva a ser grande del modo en que prometió. No regresarán los puestos de trabajo en las fábricas, ni las tasas de crecimiento de 4%. Y los acuerdos desesperados por mantener en funcionamiento determinadas plantas no evitarán la presencia de los robots: Carrier, por ejemplo, ya ha dicho que la mayor parte del dinero prometido como inversión en su establecimiento de Indiana será destinado a la automatización. Es por ello que, a pesar de los peligros que encierra el ingreso universal, sigue siendo un momento importante para que la izquierda desarrolle la visión de una sociedad menos centrada en el trabajo: a medida que se torna más evidente la futilidad de la nostalgia fordista, tanto aquí como en el resto del planeta, es necesario que la izquierda aproveche la oportunidad para impulsar una perspectiva diferente respecto a lo que debe ser el trabajo, cuánto tiempo debemos dedicarle y a qué papel debe jugar en nuestras vidas.
Se requiere tiempo y una amplia coalición; pero no la que sugiere Stern entre los megamillonarios y las masas de trabajadores precarizados, ni la de los racionalistas postideológicos descripta por Bregman. Lo que hace falta, en cambio, es una coalición con un genuino carácter político y un anclaje en la izquierda, formada por elementos incipientes aunque cada vez más visibles: los trabajadores que necesitan tener mayor influencia, los desocupados, los que luchan por un medio ambiente sostenible y la justicia racial, así como quienes se dedican a tareas de cuidados con o sin remuneración.
Durante mucho tiempo, la izquierda no se organizó con seriedad para proteger los derechos del Estado de Bienestar. Pero en los próximos años será más importante que nunca defender lo que queda de esas prestaciones sociales en eeuu para resistir los embates de Paul Ryan y compañía, sobre todo porque no cabe duda de que la lucha adoptará un repugnante rumbo racial. Y no podemos defender el bienestar como un mero mecanismo de protección para los sectores vulnerables y desfavorecidos de la sociedad, ni como una dádiva concedida a los pobres desdichados, sino como un bien fundamental y universal para todos. En otras palabras, debemos abogar exactamente por lo opuesto a lo que fueron los programas de reformas de Bill Clinton en los años 90: en lugar de delimitar a los pobres que los merecen y los que no, debemos impulsar un esquema de bienestar capaz de abarcar a una población lo más universal posible en las prestaciones sociales. Haciéndose eco de los argumentos socialistas-feministas en torno del valor de la reproducción social, un editorial publicado recientemente en The New York Times sostiene que el ingreso universal es una suerte de compensación por décadas de trabajo que han realizado las mujeres sin remuneración. El Movimiento por las Vidas Negras respaldó el ingreso básico como parte de un programa de reparaciones en el marco del modelo de un nuevo «Presupuesto de la Libertad». Como es comprensible, el movimiento sindical estadounidense ha puesto el énfasis en el aumento de los salarios, pero también puede –y debe– reavivar la demanda orientada a reducir la jornada laboral y lograr más tiempo de ocio. El ingreso básico no es la única forma de concretar esa demanda, ni siquiera es una parte necesaria, pero sus elementos utópicos pueden ayudar a impulsar una agenda más visionaria en materia de trabajo. Probablemente ninguna de las propuestas de ingreso básico universal que hoy escuchamos –en Canadá, Reino Unido o Francia– se parezca al ingreso básico imaginado por los partidarios del «comunismo del lujo» (todavía no hay suficientes para ganar una elección), pero por algo se empieza.
La utopía es posible. Sin embargo, si queremos alcanzarla, debemos transformarla en parte de las demandas y visiones de los movimientos de izquierda a lo largo de los próximos años. Porque no podemos simplemente inventar el futuro: tendremos que luchar por él.
Nota: la versión original de este artículo en inglés fue publicada con el título «The False Promise of Universal Basic Income» en Dissent, primavera de 2017. Traducción de Mariano Grynszpan.
1. El proyecto finlandés fue finalmente cancelado tras cerca de dos años. V. Peter S. Goodman: «Finlandia termina con el ingreso básico universal» en The New York Times, 30/4/2018 [n. del e.].
2. A. Stern y Lee Kravitz: Raising the Floor: How a Universal Basic Income Can Renew Our Economy and Rebuild the American Dream, Public Affairs, Nueva York, 2016.
3. Sean Illing: «Why We Need to Plan for a Future without Jobs» en Vox, 24/11/2016.
4. M. Kalecki: «Political Aspects of Full Employment» en Political Quarterly vol. 14, 1943. [Hay versión en español: «Aspectos políticos del pleno empleo» en Ola Financiera No 21, 5-6/2015].
5. V. «Carrier desobedece a Trump y muda 300 empleos a México» en Expansión, 20/7/2017.
6. M. Denning: «Vida sin salario» en New Left Review No 66, 2011, p. 78. «Hay que insistir en que ‘proletario’ no es un sinónimo de ‘trabajador asalariado’ sino de desposeimiento, expropiación y dependencia radical del mercado. No se necesita un trabajo para ser un proletario: la vida sin salario, no el trabajo asalariado, es el punto de partida para entender el mercado libre» (p. 79).
COLECTIVO PERÚ INTEGRAL
12 de julio 2019
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