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UN DÍA COMO HOY NOS ABANDONA PARA SIEMPRE EN TIERRAS MEXICANAS EL GRAN APRISTÓLOGO PERUANO RICARDO MELGAR BAO (1948 – 2020)
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DAHIL
MELGAR (2021). "EL PROCESO DE HISTORIOGRAFIAR LA GUERRA FRÍA, LA
ALIANZA REVOLUCIONARIA AMERICANA (APRA) INDÓMITA Y SU VIVENCIA
TRANSGENERACIONAL EN MI FAMILIA", 21-II-2021
La
Guerra Fría atravesó la vida de mi padre (Ricardo Melgar Bao) no sólo
porque en su juventud pudo atestiguar la victoria del esfuerzo brutal
por erradicar los proyectos de
utopía latinoamericana a nivel continental, sino porque ésta delinearía
uno de los grandes temas de su quehacer intelectual: el exilio aprista y
las muchas vertientes que asumió el antiimperialismo en América Latina.
Aún más, podría decirse que mi padre era hechura del mismo exilio que
estudiaba. Su abuelo paterno, Pedro Tirso Melgar Conde, en su militancia
aprista, se exilió en Argentina entre 1926 y 1939. En su vida
militante, mi bisabuelo escribió bajo el pseudónimo “Tirso, el
esperpento en marcha” (adoptando el título de la propuesta de la
estética política del insigne Ramón María del Valle-Inclán) Sus escritos
cuestionaban ya al argentino Leopoldo Lugones, ya a las dictaduras
militares que se sucedían en Perú: Leguía, Sánchez Cerro y Benavides. El
exilio de mi bisabuelo representó una dolorosa ausencia e impuso un
silencio familiar sobre un tema del que no se hablaba, aun si mi abuelo
paterno, Mario Tirso Melgar Tizón, su único hijo varón y el mayor de sus
cuatro vástagos, se hubiera asumido aprista desde los 13 años.
La
resonancia de las ideologías en el ámbito de lo doméstico, lo familiar y
lo privado, además de provocar la ausencia de mi bisabuelo, incidió
sobre algo tan íntimo como el nombre y la disputa por el registro de la
fecha de nacimiento de mi padre. Mi papá nació en los minutos de
transición entre el 21 y el 22 de febrero de 1946, en medio de la
algarabía callejera por el festejo del cumpleaños de Víctor Raúl Haya de
la Torre (quien había nacido el 22 de febrero de 1895). Mi abuelo se
había encaminado del hospital a la celebración del cumpleaños de Haya de
la Torre en el paseo de antorchas en la Avenida Alfonso Ugarte para
saludar a su líder político. El azaroso y fortuito golpe que representó
el que mi padre, el primogénito de una familia fervorosamente aprista,
naciera en fecha tan solemne, implicaba que debía llamarse Víctor Raúl.
Sin embargo, según relata mi papá, como su padre “andaba entretenido [en
el festejo callejero de Haya], mis abuelos paternos convencieron a mi
madre que lo más apropiado para mí era un nombre no militante. Mi abuelo
sabía de los nombres quemantes que en tiempos de dictadura” (Ricardo
Melgar Bao, testimonio, 21 de febrero de 2016). Una pugna similar se
suscitó en torno a la fecha de registro de su nacimiento, pues se optó
por la mesura de registrarlo el día 21, en vez del 22, que coincidía con
el natalicio de Haya de la Torre.
En
los distintos vaivenes de la política y de los regímenes militares
peruanos, mi abuelo Mario fue uno de los perseguidos por las cruzadas en
contra de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) entre 1948
y 1956. Por la persecución perdería su empleo y se vería sumergido en
intermitentes etapas de clandestinidad. Mi abuela, Elsa Bao Ormea, lo
acompañaría la mayoría de las veces, hasta que un día, cansada de huir,
dejó de hacerlo. Mi abuelo también habría desfilado, al igual que otros
apristas de su época, por la fortaleza colonial de El Real Felipe y El
Sexto, estancias que le dejarían secuelas permanentes en su salud.
Falleció joven, en 1962. Con tristeza alcanzó a ver el desmoronamiento
del APRA indómito y la traición de Haya de la Torre, quien, en 1962, se
alió con Manuel A. Odría, el dictador que tan solo seis años antes había
perseguido y masacrado sin descanso a los apristas. Este pacto le causó
un cortocircuito a mi abuelo y a muchos otros apristas que durante
décadas entregaron corazón y cuerpo a la lucha aprista, asumiendo el
alto costo de la persecución política.
"Mi
memoria se pobló de imágenes fragmentadas de mi padre: fue muy fuerte e
impactante que mi madre me llamase a la casa de los abuelos. Me pidió
que la acompañase al día siguiente de la salida del colegio a visitar a
mi padre al penal de «El Sexto». Me impresionó el color gris del penal,
el cual contrastaba con el color ladrillo de «La Penitenciaría», alma
gemela del Palacio Negro de Lecumberri en la Ciudad de México. Los
guardias republicanos nos revisaron, íbamos en fila india. Nos tocó
turno. Me quedé estupefacto tras los barrotes al ver a mi padre al lado
de otros presos políticos: flaco, demacrado, luciendo moretones,
hablando muy parco, lo que era inusual pero comprensible. Digresión: mi
padre en sus evocaciones, recordaba su paso por el penal colonial del
«Real Felipe» en el puerto del Callao y las torturas recibidas que
afectaron su sistema nervioso y sus bronquios de por vida. Celdilla
subterránea de castigo con filtración de agua en la que la única postura
posible de descansar el peso de su cuerpo era apoyar sus rodillas sobre
el fungoso y húmedo muro de piedra, día con día, semana con semana.
Siendo adolescente lo vi pocas veces. Varias de ellas vino a verme a la
casa mi abuelo acompañado de su compañero Charles Smith. Ambos
participaban en brigadas de agitación y propaganda. Un tema recurrente
en los encuentros amicales con Charles a los que me llevaron fue: sus
temerarios éxitos de desmontar oficiales de la policía montada y
despojarlos de sus sables en el centro histórico de Lima. Se turnaban.
Uno se colocaba escondido en el umbral de alguna vieja casona mientras
que el otro, provocaba al oficial con gesticulaciones y gritos. El
oficial desenvainaba la espada, agarraba las bridas con una sola mano y
espoleaba a su caballo para castigar con un sablazo ejemplar al joven
retador. El otro salía sorpresivamente del umbral tomando al jinete por
sorpresa, alzaba con sus dos manos bota y estribo y lo hacía caer
estrepitosamente en el asfalto. Y a salir corriendo en busca de nuevas
hazañas callejeras" (Ricardo Melgar Bao, testimonio, 21 de junio de
2015).
Mi bisabuelo
Pedro, a quien sus nietos llamaban afectuosamente “tatata”, crio
amorosamente a mi padre desde los tres años, junto con mi bisabuela
Angélica Tizón Tijero y las tres hermanas menores de mi abuelo Mario:
Reneé, Doris y Martha, todas ellas jóvenes solteras en ese entonces. La
vida clandestina en la dictadura de Manuel A. Odría no era buen lugar
para un infante, aún menos para el primer nieto de la familia.
No
obstante, al regresar de su exilio en Argentina, mi bisabuelo enterró
sus años de aprista en pos de la redención familiar ante su esposa y sus
tres hijas, a quienes había tenido que abandonar de pequeñas, y que
esperaron por tan largo tiempo su retorno. Sin embargo, continuamente
reafirmaba ante el infante que era mi padre el orgullo que debía sentir
por pertenecer a los Melgar, un linaje de defensores de la República.
Años más tarde consagró este legado simbólico obsequiándole a mi padre
su antiguo retrato de Mariano Melgar, “poeta de los yaravíes”, que yacía
como efigie familiar en el dormitorio mi bisabuelo. Fue una de las
pocas cosas que mis padres trajeron consigo a México. Como guiño hacia
el abuelo que tanto amó, mi padre me puso por segundo nombre Mariana,
invocando con ese bautizo los dones fundacionales de sus ancestros.
Entre
los proyectos que quedaron pendientes en el tintero de mi papá está el
dar esa postergada puntada al gran lienzo de la historia sobre la fase
indómita de la APRA, y zurcir a ella la microhistoria del eco
transgeneracional que dejó el aprismo antiimperialista en su familia.
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