martes, 13 de septiembre de 2016

ENTRE LOS UROS

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La novela y la vida
 
ENTRE LOS UROS
 
Se encontraron en esa celda, frente a frente, y no se reconocieron. Raúl tenía la mirada sostenida tan sólo por las hilachas de la dignidad que le restaba. Gualberto, consumido ya por la idea de la muerte, veía pero no miraba. Pero allí estaban ellos dos, los dos defensas del mejor equipo de fulbito que Letras de la Católica pueda recordar.
Y es que cuarentiocho horas antes de ser fusilado, todo hombre mira ya hacia adentro, hacia cualquier esquina de sus intestinos o entre los recovecos de su alma. Los dos serían fusilados. Y ya no le importaba a nadie, pero Gualberto era culpable y Raúl era inocente.
Gualberto no estaba en paz. El camarada Gonzalo no estaba allí con él. El Partido Comunista del Perú tampoco. Pero ése era el glorioso destino que aguardaba a quien se jactaba de ser el más audaz jefe militar regional del Ejército Guerrillero Popular. Gualberto era senderista convicto y confeso. Gualberto, el camarada Marte, tenía miedo.
La celda estaba cubierta por un silencio color de niebla. Repentinamente, Raúl rompió en sórdido llanto y alcanzó a gritar que era inocente. Hombre de izquierda, promotor de titulaciones en un asentamiento humano, había caído, como muchos otros antes, víctima de una infeliz coincidencia con el huir de un comando de aniquilamiento. Ni los comunicados, ni las peticiones de tantos que lo sabían inocente, pudieron impedir que el burocrático compás de un tribunal sin rostro, y la pena de muerte, siguieran su curso
Gualberto llegó a escuchar el clamor de inocencia de Raúl, mas pensó que esa sangre, junto con la suya, contribuiría a cimentar la Nueva Democracia. Y, como Raúl, cayó dormido al anochecer.
El estruendo de una explosión desprendió a ambos de los catres a los que aferrados dormían como si fueran la vida misma. De entre el polvo alrededor de una pared derruida surgió una voz:
-Por aquí camarada. Es el EGP y su liberación…
-¿Y yo? –gritó Raúl.
-Síguenos –dijo el camarada Marte, quizá en un acto de humana compasión.
Escaparon entre las ráfagas de ametralladoras y sus silencios. Nadie dijo nada más en dos horas. En la huida, la columna de liberación se reconstituyó: eran cinco hombres y dos mujeres.
Huir en medio del altiplano no es fácil. Tarde o temprano -ellos lo sabían- llegarían los helicópteros. Y quizá por eso Marte, ya al mando, ordenó partir la columna en grupos de tres.
El camarada Marte señaló a Raúl. Él entendió que iría con él. El tercer elemento sería una mujer, la camarada Isidora. Sin mediar más de diez palabras, la columna se dividió y la fuga continuó.
Trotaron sin parar hasta el amanecer. Entonces caminaron hasta una choza a medio terminar -o quizá a medio destruir-. Entraron y casi en un solo movimiento Isidora arrojó a Raúl dos pedazos de carne seca que extrajo de su morral. Se dirigió luego a Marte y, al encuentro de sus miradas, comprendió que Isidora y Marte eran amantes. Marte se acercó a ella y tomó sus manos entre las suyas y la abrazó. Ambos lloraron y, luego Raúl también lloró.
La choza era pequeña pero el miedo la hacía aparecer muy grande. Isidora llamó entonces a Gualberto por su nombre y sólo entonces Raúl reparó en que Marte no era su verdadero nombre. Y Raúl pensó, como piensa uno en Cubillas cuando escucha que alguien se llama Teófilo, en el Gualberto Guillén que conoció en Letras de la Católica. Y entre el murmullo de la pareja de guerrilleros -que no era distinto al de cualquier pareja en cualquier parque- todos quedaron dormidos.
Raúl soñaba con la final del campeonato de fulbito del 74: dos a uno; un gol de Guillén y uno de él. La celebración en El Jíbaro duró hasta las dos y media de la mañana. ¡Qué tal partido! Y, en eso, cuando su sueño iba camino al delirio, los callosos de Isidora cubrieron su boca con suavidad:
-Levántate, toma ese FAL, y, sin ruido, pégate a un lado de la ventana. Nos están rodeando.
Raúl hizo lo que le dijeron casi con entusiasmo. Al llegar a la ventana se dio cuenta de que no era una película o un sueño sino su vida misma lo que transcurría en su mente y frente a sí. Marte ya estaba apostado en la otra ventana e Isidora, echada sobre el piso, apuntaba a la puerta, desde el fondo de la choza, tan sólo protegida por un montón de troncos medio quemados y su morral.
Una vez más, las ráfagas de ametralladoras interrumpieron la paz de los apus del Collao. Lo que vino fue confuso. Isidora quedó tendida para siempre y Marte en su ira abaleó y luego apedreó a un sargento, dos soldados y dos ronderos. Los demás, todos ronderos, huyeron dejando en el camino rifles caseros y hondas harapientas. Raúl descargó su FAL, mas nunca supo si él también mató.
Gualberto estaba herido. Sangraba y contenía sus entrañas con los dedos de ambas manos entrecruzados. No se dijeron nada. Raúl salió entonces de la choza y Gualberto se volvió a donde yacía Isidora. La abrazó. La besó. La volvió a besar. Se hizo un vendaje de su blusa, y partieron. Esta vez, la oxidada ametralladora finlandesa que ahora cargaba Raúl sería su única arma de defensa.
Caminaron sin parar hacia el Este, hasta que volvió a caer la noche. Las luces de Puno se veían a lo lejos y el Titicaca, esa noche espejo de una vanidosa luna, se extendía a unos pocos metros como insinuando un reparador descanso. Tomaron un pedazo de algo que pudo haber sido una chullpa como escondite. Y se desparramaron por el polvo con los ojos clavados entre las estrellas.
-Sé que te parecerá una cojudez pero tú acaso no eres Guillén…
-¿Por qué? -respondió Marte sin titubear.
-Porque yo soy La Rosa, de Letras, de la Católica.
Gualberto, aún sangrando, con los dientes apretados y sin dejar de mirar al cielo, estiró la mano hasta encontrar la de Raúl. Y la tomó casi con toda la fuerza que le quedaba. Raúl, entonces, sintió la necesidad de hablar:
-¿Por qué Gualberto? ¿Por qué wayqéy? ¿Por qué esta maldita violencia? No contestes. No tienes que contestar. Yo no soy nadie paras juzgarte…
-Isidora ha muerto, wayqéy. Ni Dios ni el hijo de puta de Guzmán me la devolverán. Ya esa tarde. El jijuna comiendo torta de cumpleaños y nosotros cayendo uno a uno por sus propios soplos. Moriremos, Raúl. Moriremos juntos… Como en la cancha…
-Y la ley de arrepentimiento? -preguntó Raúl.
-¿Acaso nos preguntaron algo en la choza? No seas ingenuo. Eso es para los protegidos de Guzmán.
El diálogo se vio cortado por el relincho de un caballo. Raúl trepó sobre un gran bloque de piedra y vio el animal enterrando el hocico en el ichu tierno que rodeaba el zócalo de la chullpa. No terminaba de imaginar lo que eso significaba cuando, a lo lejos, la complicidad de la luz de la luna delineó un grupo de hombres que se dirigían hacia donde ellos se hallaban.
-¡Muévete, carajo! Viene una patrulla y tenemos un caballo… -exclamó Raúl.
.Tómalo y vete… -contestó Marte.
-Podemos ir los dos… Vamos… -replicó Raúl.
-No seas cojudo… ¡Lárgate! Ese animal seguro no puede contigo.
-Tómalo tú. Yo soy inocente o puedo ser arrepentido…
-Tú ya no puedes ser sino terrorista muerto –sentenció Gualberto.
Gualberto entonces se incorporó y logró ver el caballo entre los restos de la pared de la chullpa:
-Yo tomaré el caballo y escaparé hacia los cerros. Tú tendrás tiempo de llegar al lago y buscar cómo cruzar a Bolivia –planteó Gualberto con la voz de Marte.
-¿Y si te entrego? Tú morirás de todas maneras: aquí o fusilado. ¿Me entiendes? Pasaré por arrepentido –dijo Raúl con angustia.
-No te creerán. Morirás aquí conmigo igual… ¡Están ya a tiro de fusil! Me voy…
Y extrayendo fuerzas de la propia tierra, el camarada Marte saltó sobre las piedras y tomó el caballo. Trepó a medias e inició el galope hacia lo que seguramente fue su muerte.
Raúl tuvo tiempo de llegar al lago. Tomó por asalto, con ametralladora en mano, una balsa de un viejo uro. Lanzó el arma al Titicaca, abrazó el remo y desapareció en el horizonte.
Y han pasado los años y no puedo dejar de pensar que fui capaz de entregarte. Y tú estás muerto y yo estoy vivo. Quiero pensar que, al final, el mundo está bien: que tú eras culpable y yo era inocente. Pero no tengo paz. Y moriré sin ella, entre los uros. Entre los uros, wayqéy…
Entre los uros también moriré, hoy
HERNÁN GARRIDO LECCA.
 
Nota del libro.- Nació en Lima, en 1960. Ha ejercido el periodismo escrito, radial y televisivo en diferentes medios. Además de diversos títulos en los campos de la economía y la ciencia y tecnología, ha publicado más de una decena de cuentos para niños y tres colecciones de relatos. Ha obtenido menciones y premios en certámenes literarios, entre los que cabe mencionar el Premio Mundial de Literatura José Martí (San José de Costa Rica, 1997); el Premio José María Arguedas (Perú, 1989); el Premio Saúl Cantoral (1989); El Cuento de las Mil Palabras de la revista Caretas, 1993 y el Premio Pez de Oro (Puno, Perú, 2004)
 
En Estática Doméstica. Tres generaciones de cuentistas peruanos (1951 – 1981)
Selección y Prólogo de David Miklos
TEXTOS DE DIFUSIÓN CULTURAL UNAM
Primera edición, 2005
355 páginas, 14 x 20.5 cms
Págs. 125-132
 
 
 
 
COLECTIVO PERÚ INTEGRAL
12 de septiembre 2016

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