Guillermo Nugent1
Una
piedra gorda
Al inicio de
2005, la intensidad de los comentarios políticos en los medios aumentó
súbitamente. En la ciudad surandina de Andahuaylas el mayor del ejército en
situación de retiro Igor Antauro Humala, junto con seguidores del movimiento
etnocacerista dirigido por él y su hermano mayor Ollanta, comandante del
ejército en reciente situación de retiro, habían tomado por asalto la única
comisaría del lugar.
Las acciones
fueron cruentas y en el incidente fallecieron cuatro policías, algunos de ellos
asesinados con ensañamiento evidente, según mostró una toma de video. Al cabo
de 36 horas, más o menos, Humala y quienes estaban dentro de la comisaría se
entregaron a las autoridades. Para entonces, el gobierno central había enviado
una comisión negociadora a cargo del director de la Policía Nacional, poco
después nombrado Ministro del Interior. En Andahuaylas hubo toque de queda en la
noche y la ciudad fue declarada en estado de emergencia por treinta días, lo
que quiere decir con garantías individuales constitucionales suspendidas.
Antauro Humala y
los demás ocupantes del local policial en Andahuaylas fueron trasladados a
Lima. En los días siguientes varios de ellos fueron dejados en libertad.
Únicamente Humala y sus cómplices más cercanos siguen detenidos, en espera de
un juicio. A ellos les tocó, además, ser los primeros internos en un nuevo
penal, Piedras Gordas, clasificado como de máxima seguridad. Ciertamente, para
los hermanos Humala el incidente de Andahuaylas es una piedra bastante gorda de
sobrellevar para sus planes de proyección política.
Han pasado ya
dos meses y los movimientos sociales de protesta, que suelen ser variados y
conflictivos en los meses de verano, no han hecho la menor reivindicación o
muestra de solidaridad con las acciones dirigidas por Humala. Nadie ha pedido
ni siquiera tímidamente la puesta en libertad de los detenidos, un dato que
generalmente es revelador del grado de legitimidad social y política de los
líderes de un movimiento.
¿Malentendido
dijo?
A veces los
malentendidos están más cerca de la verdad que las afirmaciones que pretenden
ser verdaderas. La crisis de Andahuaylas protagonizada por los etnocaceristas
es un caso ejemplar, tanto por el lado de sus protagonistas más inmediatos como
por la reacción que produjo en el terreno de la opinión. Si bien el hecho
político fue de importancia mínima con relación a los escándalos políticos o
las movilizaciones sociales, nos parece que es de una importancia excepcional
para entender cómo anda la imaginación política en el país.
Todo parece
indicar que, con la captura de la comisaría de Andahuaylas, los Humala buscaban
un baño mediático antes que un baño de sangre. Protagonizar un acontecimiento
que captara la atención pública en el mismo comienzo de un año preelectoral y
que permitiera una mayor presencia en las intenciones de voto de los electores.
La muerte de los cuatro policías fue mucho más resaltada por los medios
audiovisuales que la captura del local de la comisaría. Puesto en imágenes: el
cadáver arrastrado de un policía al que un humalista le trata de quitar el arma
de reglamento quedó más grabado en los televidentes que las arengas de Antauro
Humala parado sobre una camioneta de la policía.
La captura del
local policial de Andahuaylas tenía esa vistosidad escénica de los actos
iniciales del MRTA a mediados de la década de 1980. Esta referencia acaso no
tiene mucho sentido para quienes intervinieron en la toma, pues eran en su
mayoría jóvenes. No era una repetición, en ese sentido. Pero sí tuvo la
connotación de escena conocida en la opinión pública, al menos la que se
tramita en los medios de comunicación.
Ante las
frecuentes declaraciones de Humala, tanto da si Antauro u Ollanta, acerca de
fusilamientos masivos para solucionar los problemas políticos del país, la
muerte de los cuatro policías ciertamente no era un hecho del que pudieran
arrepentirse los etnocaceristas. Estaba sí, fuera de sus cálculos, el rechazo
general que produjo la asonada en el país y en especial el horror ante los
asesinatos cometidos. Rápidamente, Humala se dio cuenta del aislamiento
político en que había quedado. La entrega de Antauro a las autoridades no tuvo
sabor a triunfo político, mientras Ollanta no sabía qué hacer para tomar
distancia de este intento de presentación en sociedad del etnocacerismo.
Hasta aquí los
acontecimientos en su sentido más crudo. Veamos algunos elementos de cerca. En
la imaginación colectiva, el sur andino es un lugar asociado no solamente a lo
que antes se llamaba rebeliones indígenas, sino específicamente a la violencia
política de los últimos veinte años. Digo bien imaginación. Es verdad que para
los actores más inmediatos, la incursión en Andahuaylas probablemente tenía más
que ver con el lugar de nacimiento del mariscal Cáceres que algún tipo de
alusión al escenario violento de las décadas de 1980 y 1990.
La primera
paradoja, o malentendido, de los muchos que componen este episodio es que el
modelo de acción insurreccional, y esta sí es una diferencia con el MRTA, es
utilizado como dispositivo de propaganda para tener una mayor participación en
las intenciones de voto de los ciudadanos. Aquí podemos notar con claridad una
de las consecuencias perversas del abuso de las encuestas de opinión y la forma
muy concreta en que tienden a suplantar la formación de un juicio político. En
efecto, la asonada de Humala, si es cierta la hipótesis que la define como
evento preelectoral, muestra que se trata de impactar en la opinión pública, no
importa mediante qué procedimiento. De hecho, hay una relación inversamente
proporcional entre la notoriedad de la acción y la difusión magra de la
peculiar ideología etnocacerista.
La pobreza en
los debates políticos no siempre se explica por una limitación de los
planteamientos como tales. La dificultad está en la inexistencia de un espacio
público para el debate político. Un espacio basado en las libertades
ciudadanas. Todo se reduce, entonces, a la búsqueda de la acción más
espectacular o de la acusación más estentórea, lo que logre un aumento en el
porcentaje de las preferencias. Esto, erróneamente, se ha adjudicado a una
concepción light de la política. Como vemos, incluso organizaciones con
ideologías «pesadas» como el etnocacerismo no escapan a esta concepción
efectista. La ideología tiene que ser emocionante para todos.
Si de sopesar
emociones se trata, en el incidente de Andahuaylas está por una parte la
rebelión y de otro el asesinato. Probablemente, por todos los años de violencia
política extrema vivida, en especial en las zonas del sur andino, el rechazo al
asesinato como acto políticamente justificado tiende a tener un peso moral
bastante mayor que cualquier otro tipo de consideraciones. La crisis de Ilave,
unos meses antes, que culminó con el linchamiento público del alcalde, ya había
sido objeto de un repudio unánime en todo el país, incluso teniendo en cuenta
que el funcionario asesinado estaba muy lejos de haber realizado una gestión
intachable.
El rechazo no es
al asesinato como tal, sino a una figura muy precisa: cuando es parte de una
plataforma pública de afirmación política. Ello explica por qué las reacciones
públicas no son igualmente exigentes cuando se trata de linchamientos de
personas marginales o asesinatos de alcaldes por obra de sicarios vinculados al
narcotráfico o alguna otra actividad ilegal. Estos casos, más bien, suelen ser
contemplados con preocupación, pero sobre el trasfondo de una cierta
resignación. El asesinato como parte de una afirmación política aparentemente
choca con una muy fuerte resistencia en el sentido común cívico.
Traducción
y representación
Cuando Humala
anuncia fusilamientos de funcionarios corruptos o preconiza la vía del golpe
militar como forma de llegar al gobierno, las declaraciones cumplen la función,
con frecuencia confundida en los análisis, de traducción de un estado de ánimo
pero no de representación. Un actor público puede tener una gran capacidad de
traducir estados anímicos que son producto de la frustración, pero eso no lo
convierte necesariamente en un representante político. Aquí está, en mi
opinión, la limitación. El discurso puede transmitir una serie de emociones que
permanecen difusas en las prácticas diarias, pero la representación consiste en
una propuesta de organización institucional, no solamente de un movimiento o
partido, sino de los intereses de la sociedad civil. En el etnocacerismo se
puede observar con mayor nitidez lo que ha sido una constante de las
organizaciones políticas peruanas en el último cuarto de siglo: dispositivos
para la traducción antes que para la representación.
Como las
emociones son de trayectoria irregular por definición, no son homogéneas ni
constantes en su significado, reducir la política a la dimensión de la
traducción equivale a minimizar la representación de intereses, que por el
contrario se articulan alrededor de agrupaciones estables. La representación es
el resultado del trabajo y del arte de hacer explícitos los múltiples intereses
que se conectan entre sí de formas variadas en la vida social.
Cuando se habla
de crisis de los partidos políticos, o todavía de manera más laxa, de crisis de
representación, se omite señalar el carácter predominante de la política como
traducción. En nuestra sociedad, y en varias otras del continente, esto se
expresa en la crónica aparición de agrupaciones «independientes», que
justamente se concentran de manera exclusiva en traducir emociones y con ello,
naturalmente, ganar la mayor cantidad posible de votos. Por supuesto, lo más
conveniente para las empresas transnacionales, los especuladores financieros y
las fuerzas dominantes de la política internacional es contar con países
gobernados por «independientes». Al no tener compromiso con ningún tipo de
intereses como parte de su identidad política, la fuerza de los sobornos y
otras formas de seducción, no necesariamente ilegales, adquieren una dimensión
irresistible, pues los traductores no tienen que dar cuentas a nadie.
Simplemente deben movilizar emociones en el sentido que les resulte más
conveniente en un momento dado.
¿Qué tipo de
emociones busca traducir el etnocacerismo y cómo tratan de evitar la cuestión
de la representación?
Por una parte,
se apoya en el descontento producto de las condiciones extendidas de pobreza y
de formas de empleo muy precarias, y en la presencia protectora de una figura
providencial. Si vemos la historia reciente de países vecinos, tanto Hugo
Chávez como Lucio Gutiérrez, en Venezuela y Ecuador respectivamente, mostraron
que una actitud de pública insubordinación puede ser la antesala para una
amplia recompensa política en el futuro.
Pero por sobre
todo se trata de un intento de darle utilidad a la sombra política del general
Juan Velasco. En la escena política actual, la figura de Velasco es satanizada
por todos los políticos civiles sin excepción, más allá de ser o no
conservadores. El movimiento de los Humala es el único que ha hecho una
explícita reivindicación de la memoria de Velasco. El tema no es en absoluto
incidental y toca uno de los problemas más polémicos en la manera de entender
la democracia política en el país.
El gobierno
militar que hubo en el Perú entre 1968 y 1976 (además de otros cuatro, de tono
conservador, hasta 1980) es un episodio cuya elaboración política sigue
pendiente. Como se sabe, lo que menos se discute o menciona suele ocurrir que
es lo más importante. Si la mención a Velasco por los humalistas ha sido más
bien eventual aunque siempre explícita, el meollo se encuentra en la
reivindicación y peculiar mutación que ha tenido el nacionalismo en los últimos
treinta años.
Podría decirse,
dada su formación francesa, que la relación de los Humala con Velasco es
correspondiente, pantógrafo reductor mediante, a la de Luis Napoleón con
Napoleón Bonaparte. El nacionalismo militar del velasquismo tuvo como base una
serie de reivindicaciones sociales y de autonomía en las relaciones exteriores.
Fueron años de un tipo de optimismo social que no se han repetido. El
nacionalismo de la época velasquista fue básicamente afirmativo y su logro
simbólico más importante, la reivindicación de Túpac Amaru como figura
histórica de afirmación nacional, no ha podido ser removido de la escena
oficial por los gobiernos civiles que le siguieron.
Si bien hoy
sabemos que se adquirieron armas debido a la hipótesis de un muy probable
conflicto armado con Chile y que a Velasco indistintamente se le llamaba chino
o, en menor medida, el cholo, ciertamente el discurso xenofóbico o de
enfrentamiento racial no fue especialmente dominante en aquellos años. Una
manera de explicar este cambio es que las demandas sociales a propósito de la
propiedad de la tierra, las relaciones laborales en la industria o del sistema
educativo estaban en el centro de las discusiones públicas, además de una
censura a los medios de comunicación, no por incruenta menos degradante.
Los pros y los
contras del régimen militar de la época giraban en torno de esos tópicos y de
maneras muy encontradas. En un lenguaje más actual podría decirse que las
demandas culturales, como las referidas a la raza o el nacionalismo xenofóbico,
no eran los principales elementos para congregar voluntades o para establecer
líneas divisorias en la arena pública. La oligarquía era un tema de debate más
intenso que establecer cuál era la verdadera raza peruana y la retórica
antiimperialista o más genéricamente tercermundista era más relevante que la
demonización de los países limítrofes.
La
pureza y la encrucijada
Este cambio de
énfasis es central para entender la propuesta del etnocacerismo, que es una
interesante forma para excluir de la discusión política tanto los intereses
económicos como las formas de una política democrática. Los acerca más del lado
de los traductores que de los representantes. Ocuparse del ideario de este
movimiento tiene importancia, pero su mayor eficacia política está en el gesto
insurreccional y en establecer una suerte de identificación entre el uniforme y
la raza. El rasgo más saltante es el intento de vestir con uniformes similares
a los del ejército por parte de los seguidores de Humala. Esto plantea dos
notorias limitaciones. La primera es la identificación política con una
institución jerárquica como el ejército y de un marcado carácter tutelar, que
poco se condice con la democracia política. La novedad es que esta vez se
identifica a la nación con la raza, en el sentido europeo. Es decir, la raza
como límite que establece un ellos y un nosotros antes que la raza como
escenario popular. Este segundo significado es claramente notorio en México,
donde «la raza» es el pueblo o más genéricamente «la gente». Cuando en el
escudo de la UNAM aparece la inscripción «por mi raza hablará el espíritu» está
presente una idea más próxima a la de nación que a la de un grupo genéticamente
diferenciado. No es lo mismo usar un término que sirve para marcar la
diferencia entre los puros y los impuros —la gran atracción del fundamentalismo
religioso y étnico de los tiempos presentes— que hacer de ese mismo término un
escenario de confluencias. En sentido estricto, este es el gran dilema político
de la actualidad en todo el mundo.
Las palabras en
el debate pueden llegar a tener presencia en el discurso de los actores más
disímiles y encontrados. Puede tratarse de raza, libertad, democracia, nación.
La creación de una aldea global en las comunicaciones ha traído, entre sus
varias consecuencias, que la diferencia está cada vez menos en el vocabulario y
más bien se concentra en los usos que se da a esas palabras, en su retórica.
Pero estos usos no son tan diversos como parecen. Los predominantes son los que
sirven para colocar a la pureza en el centro de las argumentaciones y
sentimientos morales y otros los que usan esos mismos términos para ampliar o
crear los espacios de encuentro público que permitan un florecimiento de la
política.
Respecto de las
invocaciones a la raza por los Humala, sin embargo, me permito hacer una
constatación acerca de la raza y el racismo en el Perú. En años recientes, cada
vez ha ganado más acogida en el mundo académico de las ciencias sociales la
idea de caracterizar al Perú como una sociedad racista. Se entiende que se
trata de un racismo contra la población de piel oscura, andina.
Paradójicamente, rara vez se incluye en ese racismo a los sujetos «clásicos» de
tales discriminaciones como la población negra. Menos todavía se explica cómo
al interior de esa matriz cultural fue posible elegir a un presidente japonés.
La cuestión racial, sin embargo, no ha formado parte del programa de acción de
ningún actor político ni tampoco plataforma de reivindicación de los frecuentes
movimientos sociales del país.2
El movimiento de
los Humala es el primer actor político que, consecuente con el discurso antes
señalado, hace de la raza un elemento de reivindicación social y política.
Curiosamente, quienes señalan al racismo como un componente básico en la
dominación social fueron los primeros en cuestionar las apelaciones raciales de
los etnocaceristas.
La
precariedad de la democracia negativa
Los
acontecimientos de Andahuaylas tienen un aspecto que fue prácticamente dejado
de lado en todos los análisis de la situación creada. A ningún sector de la
opinión pública le pareció criticable que se aplicara el toque de queda o que
las garantías constitucionales sobre libertad de reunión o inviolabilidad de
domicilio fueran suspendidas durante treinta días. En nuestra manera de
entender las cosas está el problema de fondo y permite entender la sensación
provisoria de la democracia política en el país.
En nuestra
cultura política la forma democrática predominante es la que llamo democracia
negativa, pues la mejor argumentación que posee es que NO se trata de una
dictadura. Por eso, las elecciones y no a las libertades públicas son
presentadas como el núcleo de un ordenamiento democrático. Eso permite entender
cómo el Estado y los principales actores políticos consideran la cosa más
natural que, ante la menor crisis política, queden suspendidas las garantías
individuales.
En el Perú,
desde 1980 a esta parte hemos visto cómo se ha consolidado la democracia
negativa como principal legitimidad política. Inevitablemente, la propia forma
de argumentación hace de la democracia una especie de «mientras tanto» hasta la
próxima dictadura, a la que simplemente le bastará dar carácter permanente a
las frecuentes suspensiones provisionales de las libertades públicas. Son los
propios gobiernos civiles los que enseñan a la población que la forma más
eficaz de ofrecer seguridad ciudadana es a través del estado de emergencia.
Este lenguaje pernicioso se extiende a otras actividades y consideramos como lo
más natural declarar en estado de emergencia los servicios públicos tales y
cuales como una buena señal que anticipa una próxima solución.
La crisis de
Andahuaylas ha mostrado todo el largo camino que aún queda por transitar desde
la democracia negativa a la democracia basada en las libertades públicas. El
paso del orden basado en el respeto a las jerarquías a otro basado en el
respeto a los espacios públicos.
desco – Revista Quehacer / Enero-Febrero
2005.
Notas.-
1 Sociólogo y psicoterapeuta. Profesor
en el Departamento de Sociología de la UNMSM.
2 Por si fuera poco, el libro Muerte en
el Pentagonito de Ricardo Uceda (Lima: Planeta, 2004), basado en el testimonio
de uno de los miembros del grupo Colina (militares encargados de realizar
asesinatos selectivos en la década de 1990), prácticamente no hace la menor
alusión al racismo. El libro de Uceda es una de las mejores investigaciones
testimoniales sobre el ciclo de la violencia política que empezó en 1980. Las
desinhibidas declaraciones del suboficial Sosa, que funcionan como una especie
de hilo conductor, no dejan entrever que a la base de las formas de odio
extremo de aquellos años, el racismo funcionara como una línea demarcatoria
fundamental. (Debo esta observación a una conversación con María Emma
Mannarelli).
de: Aurelio Miní
<tsunamini@gmail.com> a través de returns.groups.yahoo.com
para: Aurelio Miní Sánchez
<nautaretis@yahoo.com>
fecha: 14 de septiembre de 2013 21:11
asunto: [humanistas_arreligiosos] La
trampa de la moral única +
lista de distribución: humanistas_arreligiosos.gruposyahoo.com
enviado por: returns.groups.yahoo.com
Nota.- El presente artículo está
incluido, como parte final, en el envío:
“LA TRAMPA DE LA MORAL UNICA
Argumentos para una democracia laica
La
Campaña 28 de setiembre día por la despenalización del aborto en América Latina
y el Caribe, la Campaña por una Convención interamericana de los derechos
sexuales y los derechos reproductivos y la Campaña "Tu boca contra los
fundamentalismos" se unen para publicar este libro en el entendido de que
la existencia real de Estados laicos es una premisa fundamental para la
profundización de la democracia en América Latina y el Caribe. Un Estado verdaderamente
laico garantiza la pluralidad de ideas y el respeto a la diferencia en las
opiniones y creencias, situación que todavía no conocen la mayoría de los
Estados en la región. (Los textos están en formato pdf)
PRESENTACIÓN.
EL ORDEN TUTELAR. Para entender el conflicto entre sexualidad y políticas
públicas en América Latina. Guillermo Nugent ¿ESTADO LAICO O ESTADO LIBERAL? Reflexiones
sobre las estrategias jurídico-políticas del feminismo en el mundo actual.
Diego Freedman – Argentina ENTRE REACTIVOS Y DISIDENTES Desandando las
fronteras entre lo religioso y lo secular. Juan Marco Vaggione – Argentina ESTADO
LAICO, BASE DEL PLURALISMO. Patricio Dobrée y Line Bareiro. Articulación
Feminista MARCOSUR.
Esta
publicación ha sido posible gracias al apoyo de la Fundación Ford,
International Women ’s Health Coalition, Global Found for Women y UNIFEM
Es
importante la Campaña del 28 de setiembre.
Seguro tendrá receptividad. Pero aquí se pone el acento en el artículo final,
que aunque data de años atrás es documento necesario para comprender nuestra
situación política actual. Tras largos años de sistemática preparación, el
etnocacerismo llegó al gobierno. Y su gestión bien puede significar el
desahucio final del nacionalismo étnico como vía para el Cambio Social.
Ragarro
20.09.13
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