jueves, 19 de septiembre de 2019

Nuestra América Nativa. Puerto Rico (2-3) PUERTO RICO ENAJENACIÓN COLONIAL Y LIBERACIÓN

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Nuestra América Nativa. Puerto Rico (2-3)
 
PUERTO RICO
 
ENAJENACIÓN COLONIAL Y LIBERACIÓN
 
Nils Castro
Opinión
13/09/2019
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         Vernos en el espejo de Puerto Rico
         En resumidas cuentas, la dominación material de Estados Unidos sobre Borinquen data de la ocupación militar, iniciada en 1898 en remplazo del colonialismo español. Dominio consolidado por medio siglo de represión militar y policial, y derrota física de las protestas y alzamientos patrióticos borinqueños, como en la Masacre de Ponce, de 1937, y el Grito de Jujuya, de 1950 No obstante, a la par el colonialismo también arrolló al país con la promoción sociopolítica y cultural de su hegemonía, esto es, de la aceptación inducida del régimen colonial, mediante la siembra de una cultura de subordinación: complejo de inferioridad moral y técnica, miedo a que el amo te abandone en la orfandad, así como fascinación ante la “vitrina” del status colonial, que hacen del Estado Libre Asociado una forma superior de alienación colonial.
         Superando con creces la alta tasa de emigración que más de 10 años de crisis económica habían mantenido en alza, el desastre material bruscamente precipitado por Irma y María en 2017 ‑‑seguido de la falta de confianza en el proceso de reconstrucción‑‑, provocó una hecatombe demográfica de dimensiones genocidas. Todo eso solo podrá detenerse eliminando la raíz del mal, a través de un proceso de emancipación nacional.
         Puerto Rico ‑‑país que la ONU reconoce como “nación latinoamericana y caribeña”‑‑ debe tener el mismo derecho que sus vecinos a ser miembro de la comunidad internacional, tener sus propias relaciones políticas y económicas con las demás naciones y ser parte de los organismos internacionales y regionales, con quienes negociar y decidir sus políticas de intercambio, desarrollo y colaboración. Es haciendo uso soberano de estos mecanismos como República Dominicana, Cuba, Jamaica y los países del Caricom ‑‑incluso las pequeñas naciones del Caribe Oriental‑‑ pueden construir confianza en sí mismas y hacerle frente a ese género de problemas.
         ¿Tiene sentido ser una colonia, incluso de la metrópoli más poderosa? La experiencia puertorriqueña insiste en demostrar lo contrario. En su tragedia, el pueblo boricua está atrapado entre la falta de atribuciones ‑‑y la incompetencia‑‑ de los funcionarios locales, la indiferencia de las autoridades estadunidenses, y la falta de confianza en sí mismo de una parte de su propio pueblo. En contraste con sus naciones vecinas, Puerto Rico padece más obstáculos, problemas e incertidumbres para enfrentar cada desafío, una vez que demasiados factores permanecen fuera de sus manos.
         Tal situación ya no tenía sentido durante la administración Obama y menos en la de Trump. El primero deportó a tantos inmigrantes como pudo y el segundo endurece las barreras migratorias; pero mientras centenas de miles de centroamericanos, mexicanos y otros son deportados, mayor número de puertorriqueños sigue ingresando. En este último período, en Washington, el Congreso ‑‑órgano que constitucionalmente ejerce los poderes norteamericanos sobre la Isla-- rechazó considerar a Puerto Rico como una jurisdicción doméstica; esto es, reconfirmó su exclusión reiterándole su status de posesión foránea. Y al hacerlo enterró las últimas fantasías coloniales de los apátridas que aún anhelan hacer de su país otro estado de la Unión, a contrapelo del querer de la mayoría de los políticos estadunidenses.
         Las secuelas de Irma y María impiden eludir una realidad de a puño: el actual status político de la Isla ‑‑la supuesta autonomía del Estado Libre Asociado‑‑ no solo es ineficaz sino insostenible; solo acarrea mayor endeudamiento, deterioro social y vulnerabilidades. Como, a su vez, la opción de integrarse a Estados Unidos, además de abjurar de la cultura propia, es inaceptable para la mayoría de los norteamericanos. Las realidades cambiaron; ningún anterior espejismo es ya sostenible, ni siquiera como ficción. Solo como república independiente Puerto Rico podrá superar su agonía. Y solo eso puede darle viabilidad y desarrollo integral a su pueblo.
         Como solo la independencia boricua puede ofrecerle a Estados Unidos una forma honrosa de deshacerse de un problema que cada día es más enfadoso. Para ello, Washington tendrá que compartir los costos de una transición cuyos términos y plazos deberá negociar con el independentismo puertorriqueño. Nada inaudito: eso es tan factible en Puerto Rico como lo fue en Panamá, donde la espinosa cuestión del Canal interoceánico así se resolvió. Para esto, el primer paso es hacer conocer el caso como un problema general cuya trascendencia reclama solución, como Omar Torrijos lo hizo. Eso requiere que todos los independentistas y soberanistas, tanto en su Isla como en la vida política estadunidense, movilicen a las comunidades de origen boricua, esclarezcan a la opinión pública norteamericana y presionen al Congreso para dimensionar ese tema en su agenda.
         Como asimismo toca que los latinoamericanos y caribeños hagamos lo que nos corresponde, porque ese también es nuestro problema. Puerto Rico es una muestra –territorialmente chica pero muy concentrada‑‑ de muchos problemas de matriz colonial o neocolonial que también actúan, de unas u otras maneras, entre los pliegues de la identidad, la cultura política y la capacidad de autodeterminación que los latinoamericanos compartimos. Para todos nosotros, es un reto acerca de nuestra propia condición neocolonial. Y en este sentido, espejo de nuestras propias flaquezas.
         Del fracaso a la insolvencia y la crisis demográfica
         ¿Por qué en los últimos lustros la crisis económica se agravó con esa rapidez? Durante los años 50 del siglo pasado el régimen colonial había evolucionado del frenesí azucarero al estilo de urbanización característico de los suburbios estadunidenses, al reorientar la economía puertorriqueña ‑‑mediante varios años de incentivos fiscales‑‑ a prestarle acogida privilegiada a las empresas norteamericanas interesadas en las industrias química y electrónica. Cuando en los años 70 la crisis petrolera mundial hizo fracasar la refinería recién construida en la Isla, Washington agregó incentivos para atraer compañías farmacéuticas.
         Con todo, veinte años después Estados Unidos decidió proponer tratados de libre comercio a otros países de la región, como el Nafta con México y el Cafta-RD con los países centroamericanos y la República Dominicana que, con esto, pasaron a ser más atrayentes para invertir en la producción de mercancías destinadas al mercado norteamericano. A lo cual se añadiría que en 2006 concluyó la vigencia de los incentivos para atraer empresas a Puerto Rico, y muchas prefirieron ubicarse en las naciones signatarias de esos tratados, en las cuales rigen legislaciones laborales y políticas más duras para los trabajadores, y salarios menores que en la Isla, donde rigen las normas norteamericanas. Con esto en Borinquen la cesantía iba a crecer un 13 por ciento, más del doble de la que la existe en Estados Unidos.
         La decadencia del “milagro” puertorriqueño se tornó más visible, en tanto que la Isla perdió interés para la economía norteamericana, y hasta condiciones para sostener a su población. En cualquier parte del mundo las calamidades económicas constituyen un poderoso motivo de emigración. Por lo mismo ‑‑bajos salarios y desempleo, incertidumbre e inseguridad, deterioro y pérdida de servicios sociales, desamparo y creciente violencia, naufragio de las expectativas‑‑, cada año centenas de miles de centroamericanos y mexicanos buscan irse al Norte, mientras Estados Unidos procura impedir su ingreso mediante los cuerpos policiales de sus propios países de origen y tránsito, y de la “migra” y las fuerzas armadas norteamericanas, y deporta a gran parte de quienes logran entrar.
         Entre los puertorriqueños la crisis tiene similares efectos, con la radical diferencia de que ellos viajan con pasaporte estadunidense y las autoridades norteamericanas no tienen otro remedio que dejarlos pasar. Se calcula que entre los años 2006 y 2011 una cuarta parte del PIB puertorriqueño se perdió a consecuencia del éxodo. Con ello, en los años que precedieron a los grandes huracanes de 2017, ya se habían de la Isla ido unos 144,000 habitantes, una caída cercana al 3 por ciento de la población, tras varias décadas de normal crecimiento demográfico. Esto reflejó el hecho de que en esos años ya más del 40 por ciento de la población boricua había caído por debajo de la línea de la pobreza. El 42 por ciento de quienes se iban declaraban marcharse en busca de empleo.
         Esta sangría ‑‑que enseguida de los ciclones Irma y María se disparó abruptamente‑‑ incluye tanto a profesionales y técnicos como a trabajadores manuales, envejece la edad promedio de los habitantes del país, reduce la población en edad productiva y agrega otros daños: disminuye la población activa, merma la demanda, retrae la oferta de empleos y el valor de los salarios y, al cabo, hace que más gente se vaya. En 2017, antes de ambos meteoros, en Puerto Rico quedaban 3.7 millones de boricuas y en Estados Unidos ya residían 4.7 millones.
         Se calcula que entre 2006 y 2011 una cuarta parte del PIB se perdió por efecto del éxodo. Una consecuencia de todo esto fue la crisis fiscal y presupuestaria que ya en ese entonces amenazaba quebrar al gobierno isleño y hasta la gobernabilidad del país. A la sombra de las facilidades que antaño les daba ser un territorio estadunidense, los gobiernos boricuas se endeudaron más de la cuenta. Y, ante la presión de los acreedores, al no ser un país independiente Puerto Rico carece de los instrumentos con que una república soberana contaría para enfrentar el problema. Como, a la vez, al tampoco ser un estado parte de la Unión, no puede solicitar las ayudas que la legislación estadunidense prevé para las entidades que sí son parte de la federación.
         Según el Centro para una Nueva Economía (CNE), entidad independiente puertorriqueña, en 2013 la deuda de la Isla ya alcanzaba los US$ 70,000 millones, unos US$ 19,000 por habitante. Ella representaba el 102% del PIB, proporción que no se correspondía con lo que Puerto Rico produce; es decir, la Isla ya se había vuelto estructuralmente insolvente. Su debacle presupuestaria resultaba de que por más de 20 años Borinquen nunca generó ingresos suficientes para pagar sus gastos de operación ‑‑en parte para representar el papel de “vitrina” del ELA‑‑, por lo cual sus gobernantes siguieron pidiendo préstamos al mercado estadunidense de bonos, hasta llegar al punto donde el país dejó de tener crédito.
         Si lo hicieron por irresponsabilidad o corrupción, o presumiendo que al final de cuentas el gobierno estadunidense no dejaría a la Isla caer en la insolvencia y el caos, la historia pronto lo dictaminará. Pero la conducta de Washington DC en ningún caso ha sido la misma ante la debacle de un estado de la Unión que ante la de un “territorio”; sobre todo si de antemano rechaza cualquier posibilidad de que este eventualmente pueda convertirse en estado.
         Atrapados sin salida
         Como amargo fruto de tamaño endeudamiento, en febrero de 2014 la calificadora Standard and Poor’s degradó la deuda puertorriqueña hasta la categoría de chatarra o “bonos basura”, decisión que días después fue seguida por sus homólogas Fitch y Moody’s. En los tres casos, aduciendo las dificultades del pequeño país para financiar un déficit de US$ 2,200 millones. Con una insuficiencia fiscal que en tres años crecería otros 200 millones más, el gobierno boricua ya estaba al filo de la bancarrota, e impedido de recurrir a nuevos préstamos en términos “normales”, al no tener cómo amortizar a los bonistas una deuda de US$ 73,000, adquirida mayormente en Wall Street.
         Según el Banco Gubernamental de Fomento (BGF), cuando el gobierno puertorriqueño intentaba armar su presupuesto del año 2015‑16, había un déficit estructural de US$ 651 millones. Eso, sin considerar que el déficit general de US$ 2,400 millones no consideraba US$ 400 millones que faltaban en cuentas atrasadas de ese banco, ni US$ 500 millones que el gobierno les adeudaba a los contribuyentes por haberles cobrado en exceso.
         El presupuesto de ingresos y gastos del Fondo General del Gobierno ascendía entonces a US$ 9,565 millones, calculándose que el siguiente año fiscal iba a estar unos US$ 500 millones por debajo de este monto, lo que obligaría a prever dolorosos recortes18. Sin embargo, no lograba concebir una reforma tributaria aceptable y la única fórmula propuesta era volver a aumentar el Impuesto de Venta y Uso (IVU) a los servicios y bienes de consumo, elevándolo al 16% y extendiéndolo a servicios que antes no tributaban, opción electoralmente funesta que enseguida fue derrotada en el Congreso isleño, donde no obtuvo siquiera el apoyo de todos los legisladores del partido gobernante.
         Todo eso generó un repertorio de consecuencias socioeconómicas y humanitarias. Por ejemplo, Borinquen siguió perdiendo seguridad alimentaria y comenzó una crisis de la atención sanitaria. Luego de que desde los años 50 relegó la agricultura, pasó a importar cerca del 87% de los alimentos que consume a diario. Como el periódico El Nuevo Día dijo el 24 septiembre de 2014, el Programa de Ciencias y Tecnologías de Alimentos de la Universidad de Puerto Rico señaló que la deficiencia de la seguridad alimentaria se debe a que “no estamos organizados como país”, y que “si nos cierran los muelles, nos morimos de hambre”.
         Esto es secuela de una decisión que el Congreso de Estados Unidos adoptó en 1920, sin consultar a los borinqueños, cuando la Ley Jones sometió al territorio de Puerto Rico a las leyes norteamericanas de cabotaje. Esto obliga a la Isla a usar exclusivamente la marina mercante estadunidense, la más cara del mundo, para la cual Borinquen tiene un interés marginal. Además de los perjuicios que eso le causa a la economía puertorriqueña, en la vida diaria incluso dificulta consumir alimentos frescos.
         Las consecuencias sanitarias del sometimiento de la Isla a las ocurrencias de las políticas económicas de Washington DC no son menores. Por ejemplo, desde 2015 (dos años antes de Irma y María) las limitaciones presupuestarias que todo ello origina implicaron disminuir la cantidad de pacientes que los hospitales públicos pueden atender, por la reducción del número y calidad de los proveedores de insumos médicos que pueden pagar. Solo en ese año, más de 3,000 médicos abandonaron el país. Fue preciso restringir las cirugías electivas y diversas áreas suspendieron servicios por el despido de empleados y la sobrecarga de los que quedan para atender a los pacientes.19
         En otras palabras, hacía más de 15 años el gobierno de Puerto Rico estaba atrapado sin salida, con las manos atadas por el mismo problema que agobia a las demás instancias vitales de la economía y la sociedad borinqueñas: el dominio colonial que Estados Unidos ejerce sobre la Isla desde 1898. Aunque en 1952 Washington le concedió cierta autonomía al Estado Libre Asociado (ELA), que le concedía una limitada administración interna, ahora el gobierno puertorriqueño no tiene facultades siquiera para declararse en bancarrota.
         El 7 de noviembre de 2013 el Washington Post reconoció que la crisis económica puertorriqueña estaba fundamentada en la estructura del status político del territorio. “Los problemas económicos y financieros de Puerto Rico son estructurales ‑‑trazables, en última instancia, a su confusa situación política”, la cual no se ha resuelto a pesar “de décadas de tediosas disputas políticas”, lo que pone a ese territorio en “el problema más mundano de asegurar la solvencia [económica]”, con prioridad sobre cualquier otro asunto. El Post descartaba cualquier posibilidad de que el Congreso estadunidense apruebe darle alguna asistencia económica especial a la Isla, advirtiendo que eso no va a ocurrir puesto que esa corporación “es hostil a los rescates […] y no se tiene claro cómo esa solución puede encajar en el marco legal y constitucional único que vincula a Puerto Rico y Estados Unidos”.
         Finalmente, el periódico observaba que de 2004 al 2013 la economía boricua ya había decrecido un 16 por ciento, y atribuía la recesión iniciada en la Isla en 2006 (dos años antes de la crisis global que detonó en 2008) a que ese año finalizaron los privilegios fiscales que hasta entonces se les habían otorgado a las corporaciones norteamericanas para que se radicasen en la Isla. Con lo cual el Post concluía que son muchos los villanos culpables de la debacle económica boricua, con la ironía de que Puerto Rico solo logra llamar la atención de Estados Unidos cuando ya está en serios problemas.
         Un país discapacitado
         Tales comentarios, que el principal diario de Washington DC publicó cuatro años antes de los ciclones de 2017 reflejaban dos virajes que el drama boricua había experimentado durante el período precedente. Uno, que el status colonial de la Isla ya no era solo un problema de los puertorriqueños sino un dilema estadunidense. Mientras una parte del establishment aún no sabe cómo resolverlo y prefiere mirar para otro lado, ya hay otra que busca la forma y la coyuntura política más airosas para solucionar el asunto o, más concretamente, para deshacerse del mismo.
         El otro, que la cuestión de Puerto Rico ‑‑la de su condición colonial‑‑ al fin se ha desatascado de los dime‑diretes de la Guerra Fría, que por más de medio siglo la tergiversaron y complicaron. Vale recordar que hasta avanzados los años 40 del siglo pasado las andanzas nacionalistas de don Pedro Albizu Campos eran seguidas con simpatía por los pueblos hispanoamericanos, sin que ningún observador lo calificase de prosoviético. Solo después sería que el tema borinqueño, atrapado entre el antimperialismo y la histeria macartysta, fue mixtificado para perseguir a los patriotas, y hasta justificar el perverso encarcelamiento que sepultó en vida a Don Pedro.
         Esto es, ya hay quienes pueden percibir el problema conforme a su propia naturaleza, sin esas distorsiones. Y lo primero que salta a la vista es lo más obvio: que los puertorriqueños son un pueblo y una cultura diferentes, y que en su Isla no hay nada que a Estados Unidos le resulte indispensable. Que, antes bien, la posesión de la Isla le impone a Washington subsidiar una situación que cada día cuesta más al Tesoro sin tener sentido para los contribuyentes.
         Y que por añadidura activa un imparable surtidor de unos inmigrantes latinos que, para muchos anglosajones, no merecen mejor acogida que los procedentes de más lejanos orígenes tercermundistas. Pero que, a diferencia de los otros, al poco de arribar pueden ejercer derechos ciudadanos y expanden un sector social cuyo peso electoral y político incrementan sin que se los pueda echar como indocumentados.
         Sin embargo, por el extremo opuesto la alta tasa de emigración puertorriqueña es uno de los medios que mejor contribuyen a apaciguar los disgustos sociales en la Isla. Poder irse a Estados Unidos constituye una válvula de desahogo, que explica por qué más de 10 años de empeoramiento de las condiciones de vida no han derivado en violencia política. De hecho, antes de los grandes ciclones de 2017 ya más de la mitad de los borinqueños se había ido a Estados Unidos. Pero cuando el impacto de Irma y María destrozó una infraestructura y una institucionalidad ya carcomidas, el abrupto incremento de la emigración pasó a significar un desastre demográfico. De enero a octubre de ese año 193 mil puertorriqueños abandonaron su patria. Tras ambos huracanes, otros 270 mil. Un año después de María, en octubre de 2018 la masa emigrante aún duplicaba la del año anterior: ese mes 85 mil personas dejaron su tierra natal.
         Ahora, luego de María, no solo el Post sino gran parte de la prensa estadunidense y hasta el Congreso de Washington, aceptan que en Puerto Rico hay una catástrofe tan grande que es difícil de calificar. Lo admiten luego de la devastación que María dejó en septiembre de 2017, esto es, más de una década después de que la tragedia boricua empezó a ser muy visible.
         Aun así, la anterior displicencia de dichos medios y autoridades acerca de una crisis tan largamente incubada no fue inocente. Al culpar a la inusual fortaleza de ambos meteoros, unos y otros escabullen responsabilidades, eludiendo recordar por qué se acumularon tantos años de deterioro de la infraestructura material y de los servicios de atención a la gente, hasta que la otrora vitrina del Caribe se volvió tan endeble. Los ciclones son peligrosos pero no imprevisibles: por allí pasan desde tiempos inmemoriales. Si Irma y María tuvieron esa intensidad ello no excusa la magnitud del caos, ni la complejidad de sus consecuencias; hace una década, Puerto Rico resistía los grandes huracanes mejor que las demás naciones caribeñas y se recuperaba con mayor prontitud. Pero ahora sucedió lo contrario; la Isla se tornó un país discapacitado.
         Obviamente, el problema no es meteorológico. Esta vez los huracanes cruzaron Borinquen luego de más de 10 años de crisis económica, peor mantenimiento y evidente deterioro, de lo cual el pueblo puertorriqueño no es responsable. Al contrario, es víctima de la incapacidad y desidia del régimen colonial para prever y atender el problema, y concretar soluciones. La naturaleza da lugar a fenómenos, a veces violentos, pero la fuerza del huracán no causó esta catástrofe, sino que reveló sus causas.
         En la misma temporada, tres huracanes mayores golpearon islas y costas del Caribe y el Golfo de México: Harvey, que afectó a Texas en agosto; en septiembre Irma, que además de cruzar Puerto Rico atacó Florida, y María, que tras golpear a Puerto Rico se fue al Atlántico. Texas y Florida recibieron rápido y abundante auxilio federal aun antes del arribo de esas tormentas y hasta completar la restauración. Pero en ambos casos Puerto Rico recibió escasa, tardía y regateada ayuda y, año y medio después, aún padecía daños que a su vez daban lugar a otros problemas sociales y morales.20
         Por el Caribe los ciclones soplaban siglos antes del arribo de los primeros humanos; hoy son eventos cuyas trayectorias y magnitudes los servicios meteorológicos anticipan. Pero en Puerto Rico la imprevisión, la precaria organización comunitaria, la crisis fiscal y la falta de mantenimiento, la debilidad moral de las autoridades oficiales, su incapacidad para decidir e ineficacia para actuar, más la insensibilidad colonial que agravó la situación, no vienen de una maldad natural sino política. Vienen de que allí las decisiones más relevantes no se toman en esta nación sino en Washington DC.
         La versión más insólita
         Nadie sabe con exactitud cuántas víctimas mortales la Isla sufrió desde el impacto de María y durante sus amargas secuelas: falta de agua potable, de alimentos, de energía eléctrica y combustibles, de vivienda habitable, de asistencia sanitaria y medicamentos, y de seguridad policial, además de la destrucción de las comunicaciones terrestres y las telecomunicaciones, el cierre de negocios y el desempleo masivo, que aterran y victimizan tanto como los peores eventos naturales.
         Al cesar la tormenta, miles de viviendas y lugares de trabajo habían quedado inútiles, y 60 mil casas habitadas estaban sin techo, precariamente cubiertas con lonas. Más del 80 por ciento de los hogares puertorriqueños seguía sin electricidad en diciembre de 2017, y muchos no pudieron tenerla hasta avanzado 2018 (ejemplo extremo, la isla y municipio de Culebra no fue reconectada al sistema eléctrico del país sino en marzo de 2018). Y en todo el territorio persisten los apagones, y abundan los medios de alumbrado público que en 2019 seguían sin reponer.21
         Dos semanas después de María el gobierno de la Isla aún declaraba que el ciclón había causado la muerte de 64 personas. No obstante, un estudio de la Universidad George Washington elevó la cifra a 2,975 fallecidos y, poco más tarde, otro de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard calculó 4,645 víctimas fatales, tras lo cual el gobierno local subió su estimación a 1,427.22
         La investigación de Harvard constituyó de hecho una radiografía del país: en una sociedad tan desigual y disfuncional como la puertorriqueña, al momento de ocurrir ambos huracanes el 44 por ciento de la población de la Isla vivía en la pobreza ‑‑en contraste con un promedio nacional de 12 por ciento en Estados Unidos‑‑ y la mayor proporción de muertes y damnificados tuvo lugar precisamente en las zonas de mayor pobreza.
         Además, la mayor parte de los fallecimientos ocurrió pasados los meteoros, y por causas muy precisas: incapacidad del sistema de atención pública, fragilidad y desabastecimiento de sus clínicas y hospitales, así como complicaciones médicas derivadas de la falta de electricidad y de los apagones, sobre todo entre los pacientes necesitados de cirugías o dependientes de equipos de diálisis y de respiradores artificiales. Aunque en algunos sitios se contaba con generadores eléctricos, no alcanzaba el combustible.
         No obstante, la versión más insólita fue la sostenida por el presidente Donald Trump cuando dos semanas después él finalmente visitó la Isla, donde afirmó que, por su bajo número de víctimas ‑‑según él, entre 6 y 18 fallecidos‑‑, María no fue “una catástrofe real”, como la que un año antes el ciclón Katrina había causado en Nueva Orleans.
         Dado que ese mismo día el presidente se marchó sin anunciar algún apoyo a los damnificados, algunos medios de prensa criticaron su insensibilidad y desgano. En respuesta, él descargó toda la responsabilidad en los propios puertorriqueños y sus autoridades electas. Adujo que ya se les había concedido demasiada ayuda que ellos no habían utilizado debidamente, pretexto en el que él continuaría insistiendo. Sintomáticamente, año y medio después, ante los reclamos de que todavía urgen recursos para reconstruir al país, volvió a culpar a los “incompetentes y corruptos” políticos de Puerto Rico, acusándolos de que solo saben quejarse y malgastar los fondos asignados, sin que el gobierno de la Isla haga nada bien, motivo por lo cual “el lugar es un caos [donde] nada funciona”.23
         No pongo en duda su diagnóstico sobre esos funcionarios coloniales, como después lo demostraría la defenestración del gobernador por el movimiento ciudadano. Trump incluso destacó un dato irrefutable, al agregar que en la Isla “la red eléctrica y toda la infraestructura ya eran un desastre antes del paso de los huracanes”24. Aunque esto es así por una causa que él calló: más de 10 años continuos de crisis económica ‑‑de la cual Washington es asimismo responsable—previamente suprimieron la atención a esa red e infraestructura, hasta causarles su presente fragilidad.
         El desdén de Trump no es un error político personal, sino expresión de una actitud colonial que él, y el establishment político norteamericano, comparten con millones de estadunidenses. Su cariz despectivo refleja y recicla la negación a reconocerle a Puerto Rico y a sus habitantes los mismos derechos y consideraciones ‑‑y hasta a reconocerle el número de muertos‑‑ que a los estados de Florida, Luisiana o Texas. Como a la vez insiste en la prédica ‑‑dirigida tanto a los norteamericanos como a los propios puertorriqueños‑‑ de una intrínseca e irremediable ineptitud de los isleños para administrar sus asuntos.
         Por lo tanto, de la discapacidad de los boricuas para vivir y decidir por sí mismos ‑‑y para subsistir como país‑‑, incapacidad que psicológica y culturalmente presume un complejo de capitulación que los reduce a rogar y agradecer dádivas coloniales. Aunque objetivamente las carencias y retrasos de la reconstrucción han vuelto a demostrar la incapacidad y fracaso del status imperante, la reiterada y multiforme prédica de esa supuesta ineptitud de los isleños les supone una fatal condena a resignarse a las iniquidades coloniales, es decir, a la alienación colonial.
         Vernos en el espejo de Puerto Rico
         En resumidas cuentas, la dominación material de Estados Unidos sobre Borinquen data de la ocupación militar, iniciada en 1898 en remplazo del colonialismo español. Dominio consolidado por medio siglo de represión militar y policial, y derrota física de las protestas y alzamientos patrióticos borinqueños, como en la Masacre de Ponce, de 1937, y el Grito de Jujuya, de 1950 No obstante, a la par el colonialismo también arrolló al país con la promoción sociopolítica y cultural de su hegemonía, esto es, de la aceptación inducida del régimen colonial, mediante la siembra de una cultura de subordinación: complejo de inferioridad moral y técnica, miedo a que el amo te abandone en la orfandad, así como fascinación ante la “vitrina” del status colonial, que hacen del Estado Libre Asociado una forma superior de alienación colonial.
         Superando con creces la alta tasa de emigración que más de 10 años de crisis económica habían mantenido en alza, el desastre material bruscamente precipitado por Irma y María en 2017 ‑‑seguido de la falta de confianza en el proceso de reconstrucción‑‑, provocó una hecatombe demográfica de dimensiones genocidas. Todo eso solo podrá detenerse eliminando la raíz del mal, a través de un proceso de emancipación nacional.
         Puerto Rico ‑‑país que la ONU reconoce como “nación latinoamericana y caribeña”‑‑ debe tener el mismo derecho que sus vecinos a ser miembro de la comunidad internacional, tener sus propias relaciones políticas y económicas con las demás naciones y ser parte de los organismos internacionales y regionales, con quienes negociar y decidir sus políticas de intercambio, desarrollo y colaboración. Es haciendo uso soberano de estos mecanismos como República Dominicana, Cuba, Jamaica y los países del Caricom ‑‑incluso las pequeñas naciones del Caribe Oriental‑‑ pueden construir confianza en sí mismas y hacerle frente a ese género de problemas.
         ¿Tiene sentido ser una colonia, incluso de la metrópoli más poderosa? La experiencia puertorriqueña insiste en demostrar lo contrario. En su tragedia, el pueblo boricua está atrapado entre la falta de atribuciones ‑‑y la incompetencia‑‑ de los funcionarios locales, la indiferencia de las autoridades estadunidenses, y la falta de confianza en sí mismo de una parte de su propio pueblo. En contraste con sus naciones vecinas, Puerto Rico padece más obstáculos, problemas e incertidumbres para enfrentar cada desafío, una vez que demasiados factores permanecen fuera de sus manos.
         Tal situación ya no tenía sentido durante la administración Obama y menos en la de Trump. El primero deportó a tantos inmigrantes como pudo y el segundo endurece las barreras migratorias; pero mientras centenas de miles de centroamericanos, mexicanos y otros son deportados, mayor número de puertorriqueños sigue ingresando. En este último período, en Washington, el Congreso ‑‑órgano que constitucionalmente ejerce los poderes norteamericanos sobre la Isla-- rechazó considerar a Puerto Rico como una jurisdicción doméstica; esto es, reconfirmó su exclusión reiterándole su status de posesión foránea. Y al hacerlo enterró las últimas fantasías coloniales de los apátridas que aún anhelan hacer de su país otro estado de la Unión, a contrapelo del querer de la mayoría de los políticos estadunidenses.
         Las secuelas de Irma y María impiden eludir una realidad de a puño: el actual status político de la Isla ‑‑la supuesta autonomía del Estado Libre Asociado‑‑ no solo es ineficaz sino insostenible; solo acarrea mayor endeudamiento, deterioro social y vulnerabilidades. Como, a su vez, la opción de integrarse a Estados Unidos, además de abjurar de la cultura propia, es inaceptable para la mayoría de los norteamericanos. Las realidades cambiaron; ningún anterior espejismo es ya sostenible, ni siquiera como ficción. Solo como república independiente Puerto Rico podrá superar su agonía. Y solo eso puede darle viabilidad y desarrollo integral a su pueblo.
         Como solo la independencia boricua puede ofrecerle a Estados Unidos una forma honrosa de deshacerse de un problema que cada día es más enfadoso. Para ello, Washington tendrá que compartir los costos de una transición cuyos términos y plazos deberá negociar con el independentismo puertorriqueño. Nada inaudito: eso es tan factible en Puerto Rico como lo fue en Panamá, donde la espinosa cuestión del Canal interoceánico así se resolvió. Para esto, el primer paso es hacer conocer el caso como un problema general cuya trascendencia reclama solución, como Omar Torrijos lo hizo. Eso requiere que todos los independentistas y soberanistas, tanto en su Isla como en la vida política estadunidense, movilicen a las comunidades de origen boricua, esclarezcan a la opinión pública norteamericana y presionen al Congreso para dimensionar ese tema en su agenda.
         Como asimismo toca que los latinoamericanos y caribeños hagamos lo que nos corresponde, porque ese también es nuestro problema. Puerto Rico es una muestra –territorialmente chica pero muy concentrada‑‑ de muchos problemas de matriz colonial o neocolonial que también actúan, de unas u otras maneras, entre los pliegues de la identidad, la cultura política y la capacidad de autodeterminación que los latinoamericanos compartimos. Para todos nosotros, es un reto acerca de nuestra propia condición neocolonial. Y en este sentido, espejo de nuestras propias flaquezas.
 
 
 
 
COLECTIVO PERÚ INTEGRAL
17 de septiembre de 2019

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