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Nuestra América Nativa. Puerto Rico (2-3)
PUERTO RICO
ENAJENACIÓN COLONIAL Y LIBERACIÓN
Nils Castro
Opinión
13/09/2019
puerto_rico.jpg
Vernos en el espejo de Puerto Rico
En
resumidas cuentas, la dominación material de Estados Unidos sobre
Borinquen data de la ocupación militar, iniciada en 1898 en remplazo del
colonialismo español.
Dominio consolidado por medio siglo de represión militar y policial, y
derrota física de las protestas y alzamientos patrióticos borinqueños,
como en la Masacre de Ponce, de 1937, y el Grito de Jujuya, de 1950 No
obstante, a la par el colonialismo también
arrolló al país con la promoción sociopolítica y cultural de su
hegemonía, esto es, de la aceptación inducida del régimen colonial,
mediante la siembra de una cultura de subordinación: complejo de
inferioridad moral y técnica, miedo a que el amo te abandone
en la orfandad, así como fascinación ante la “vitrina” del status
colonial, que hacen del Estado Libre Asociado una forma superior de
alienación colonial.
Superando
con creces la alta tasa de emigración que más de 10 años de crisis
económica habían mantenido en alza, el desastre material bruscamente
precipitado por Irma
y María en 2017 ‑‑seguido de la falta de confianza en el proceso de
reconstrucción‑‑, provocó una hecatombe demográfica de dimensiones
genocidas. Todo eso solo podrá detenerse eliminando la raíz del mal, a
través de un proceso de emancipación nacional.
Puerto
Rico ‑‑país que la ONU reconoce como “nación latinoamericana y
caribeña”‑‑ debe tener el mismo derecho que sus vecinos a ser miembro de
la comunidad internacional,
tener sus propias relaciones políticas y económicas con las demás
naciones y ser parte de los organismos internacionales y regionales, con
quienes negociar y decidir sus políticas de intercambio, desarrollo y
colaboración. Es haciendo uso soberano de estos
mecanismos como República Dominicana, Cuba, Jamaica y los países del
Caricom ‑‑incluso las pequeñas naciones del Caribe Oriental‑‑ pueden
construir confianza en sí mismas y hacerle frente a ese género de
problemas.
¿Tiene
sentido ser una colonia, incluso de la metrópoli más poderosa? La
experiencia puertorriqueña insiste en demostrar lo contrario. En su
tragedia, el pueblo boricua
está atrapado entre la falta de atribuciones ‑‑y la incompetencia‑‑ de
los funcionarios locales, la indiferencia de las autoridades
estadunidenses, y la falta de confianza en sí mismo de una parte de su
propio pueblo. En contraste con sus naciones vecinas,
Puerto Rico padece más obstáculos, problemas e incertidumbres para
enfrentar cada desafío, una vez que demasiados factores permanecen fuera
de sus manos.
Tal
situación ya no tenía sentido durante la administración Obama y menos
en la de Trump. El primero deportó a tantos inmigrantes como pudo y el
segundo endurece las
barreras migratorias; pero mientras centenas de miles de
centroamericanos, mexicanos y otros son deportados, mayor número de
puertorriqueños sigue ingresando. En este último período, en Washington,
el Congreso ‑‑órgano que constitucionalmente ejerce los poderes
norteamericanos sobre la Isla-- rechazó considerar a Puerto Rico como
una jurisdicción doméstica; esto es, reconfirmó su exclusión
reiterándole su status de posesión foránea. Y al hacerlo enterró las
últimas fantasías coloniales de los apátridas que aún anhelan
hacer de su país otro estado de la Unión, a contrapelo del querer de la
mayoría de los políticos estadunidenses.
Las
secuelas de Irma y María impiden eludir una realidad de a puño: el
actual status político de la Isla ‑‑la supuesta autonomía del Estado
Libre Asociado‑‑ no solo
es ineficaz sino insostenible; solo acarrea mayor endeudamiento,
deterioro social y vulnerabilidades. Como, a su vez, la opción de
integrarse a Estados Unidos, además de abjurar de la cultura propia, es
inaceptable para la mayoría de los norteamericanos. Las
realidades cambiaron; ningún anterior espejismo es ya sostenible, ni
siquiera como ficción. Solo como república independiente Puerto Rico
podrá superar su agonía. Y solo eso puede darle viabilidad y desarrollo
integral a su pueblo.
Como
solo la independencia boricua puede ofrecerle a Estados Unidos una
forma honrosa de deshacerse de un problema que cada día es más enfadoso.
Para ello, Washington
tendrá que compartir los costos de una transición cuyos términos y
plazos deberá negociar con el independentismo puertorriqueño. Nada
inaudito: eso es tan factible en Puerto Rico como lo fue en Panamá,
donde la espinosa cuestión del Canal interoceánico así
se resolvió. Para esto, el primer paso es hacer conocer el caso como un
problema general cuya trascendencia reclama solución, como Omar
Torrijos lo hizo. Eso requiere que todos los independentistas y
soberanistas, tanto en su Isla como en la vida política
estadunidense, movilicen a las comunidades de origen boricua,
esclarezcan a la opinión pública norteamericana y presionen al Congreso
para dimensionar ese tema en su agenda.
Como asimismo toca que los latinoamericanos y caribeños hagamos
lo que nos corresponde, porque ese también es nuestro problema. Puerto
Rico es una muestra –territorialmente chica pero muy concentrada‑‑ de
muchos problemas de matriz colonial o neocolonial
que también actúan, de unas u otras maneras, entre los pliegues de la
identidad, la cultura política y la capacidad de autodeterminación que
los latinoamericanos compartimos. Para todos nosotros, es un reto acerca
de nuestra propia condición neocolonial. Y
en este sentido, espejo de nuestras propias flaquezas.
Del fracaso a la insolvencia y la crisis demográfica
¿Por
qué en los últimos lustros la crisis económica se agravó con esa
rapidez? Durante los años 50 del siglo pasado el régimen colonial había
evolucionado del frenesí
azucarero al estilo de urbanización característico de los suburbios
estadunidenses, al reorientar la economía puertorriqueña ‑‑mediante
varios años de incentivos fiscales‑‑ a prestarle acogida privilegiada a
las empresas norteamericanas interesadas en las
industrias química y electrónica. Cuando en los años 70 la crisis
petrolera mundial hizo fracasar la refinería recién construida en la
Isla, Washington agregó incentivos para atraer compañías farmacéuticas.
Con
todo, veinte años después Estados Unidos decidió proponer tratados de
libre comercio a otros países de la región, como el Nafta con México y
el Cafta-RD con los
países centroamericanos y la República Dominicana que, con esto,
pasaron a ser más atrayentes para invertir en la producción de
mercancías destinadas al mercado norteamericano. A lo cual se añadiría
que en 2006 concluyó la vigencia de los incentivos para atraer
empresas a Puerto Rico, y muchas prefirieron ubicarse en las naciones
signatarias de esos tratados, en las cuales rigen legislaciones
laborales y políticas más duras para los trabajadores, y salarios
menores que en la Isla, donde rigen las normas norteamericanas.
Con esto en Borinquen la cesantía iba a crecer un 13 por ciento, más
del doble de la que la existe en Estados Unidos.
La
decadencia del “milagro” puertorriqueño se tornó más visible, en tanto
que la Isla perdió interés para la economía norteamericana, y hasta
condiciones para sostener
a su población. En cualquier parte del mundo las calamidades económicas
constituyen un poderoso motivo de emigración. Por lo mismo ‑‑bajos
salarios y desempleo, incertidumbre e inseguridad, deterioro y pérdida
de servicios sociales, desamparo y creciente violencia,
naufragio de las expectativas‑‑, cada año centenas de miles de
centroamericanos y mexicanos buscan irse al Norte, mientras Estados
Unidos procura impedir su ingreso mediante los cuerpos policiales de sus
propios países de origen y tránsito, y de la “migra”
y las fuerzas armadas norteamericanas, y deporta a gran parte de
quienes logran entrar.
Entre
los puertorriqueños la crisis tiene similares efectos, con la radical
diferencia de que ellos viajan con pasaporte estadunidense y las
autoridades norteamericanas
no tienen otro remedio que dejarlos pasar. Se calcula que entre los
años 2006 y 2011 una cuarta parte del PIB puertorriqueño se perdió a
consecuencia del éxodo. Con ello, en los años que precedieron a los
grandes huracanes de 2017, ya se habían de la Isla
ido unos 144,000 habitantes, una caída cercana al 3 por ciento de la
población, tras varias décadas de normal crecimiento demográfico. Esto
reflejó el hecho de que en esos años ya más del 40 por ciento de la
población boricua había caído por debajo de la línea
de la pobreza. El 42 por ciento de quienes se iban declaraban marcharse
en busca de empleo.
Esta
sangría ‑‑que enseguida de los ciclones Irma y María se disparó
abruptamente‑‑ incluye tanto a profesionales y técnicos como a
trabajadores manuales, envejece
la edad promedio de los habitantes del país, reduce la población en
edad productiva y agrega otros daños: disminuye la población activa,
merma la demanda, retrae la oferta de empleos y el valor de los salarios
y, al cabo, hace que más gente se vaya. En 2017,
antes de ambos meteoros, en Puerto Rico quedaban 3.7 millones de
boricuas y en Estados Unidos ya residían 4.7 millones.
Se
calcula que entre 2006 y 2011 una cuarta parte del PIB se perdió por
efecto del éxodo. Una consecuencia de todo esto fue la crisis fiscal y
presupuestaria que ya
en ese entonces amenazaba quebrar al gobierno isleño y hasta la
gobernabilidad del país. A la sombra de las facilidades que antaño les
daba ser un territorio estadunidense, los gobiernos boricuas se
endeudaron más de la cuenta. Y, ante la presión de los acreedores,
al no ser un país independiente Puerto Rico carece de los instrumentos
con que una república soberana contaría para enfrentar el problema.
Como, a la vez, al tampoco ser un estado parte de la Unión, no puede
solicitar las ayudas que la legislación estadunidense
prevé para las entidades que sí son parte de la federación.
Según
el Centro para una Nueva Economía (CNE), entidad independiente
puertorriqueña, en 2013 la deuda de la Isla ya alcanzaba los US$ 70,000
millones, unos US$ 19,000
por habitante. Ella representaba el 102% del PIB, proporción que no se
correspondía con lo que Puerto Rico produce; es decir, la Isla ya se
había vuelto estructuralmente insolvente. Su debacle presupuestaria
resultaba de que por más de 20 años Borinquen nunca
generó ingresos suficientes para pagar sus gastos de operación ‑‑en
parte para representar el papel de “vitrina” del ELA‑‑, por lo cual sus
gobernantes siguieron pidiendo préstamos al mercado estadunidense de
bonos, hasta llegar al punto donde el país dejó
de tener crédito.
Si
lo hicieron por irresponsabilidad o corrupción, o presumiendo que al
final de cuentas el gobierno estadunidense no dejaría a la Isla caer en
la insolvencia y el
caos, la historia pronto lo dictaminará. Pero la conducta de Washington
DC en ningún caso ha sido la misma ante la debacle de un estado de la
Unión que ante la de un “territorio”; sobre todo si de antemano rechaza
cualquier posibilidad de que este eventualmente
pueda convertirse en estado.
Atrapados sin salida
Como
amargo fruto de tamaño endeudamiento, en febrero de 2014 la
calificadora Standard and Poor’s degradó la deuda puertorriqueña hasta
la categoría de chatarra o “bonos
basura”, decisión que días después fue seguida por sus homólogas Fitch y
Moody’s. En los tres casos, aduciendo las dificultades del pequeño país
para financiar un déficit de US$ 2,200 millones. Con una insuficiencia
fiscal que en tres años crecería otros 200
millones más, el gobierno boricua ya estaba al filo de la bancarrota, e
impedido de recurrir a nuevos préstamos en términos “normales”, al no
tener cómo amortizar a los bonistas una deuda de US$ 73,000, adquirida
mayormente en Wall Street.
Según
el Banco Gubernamental de Fomento (BGF), cuando el gobierno
puertorriqueño intentaba armar su presupuesto del año 2015‑16, había un
déficit estructural de US$
651 millones. Eso, sin considerar que el déficit general de US$ 2,400
millones no consideraba US$ 400 millones que faltaban en cuentas
atrasadas de ese banco, ni US$ 500 millones que el gobierno les adeudaba
a los contribuyentes por haberles cobrado en exceso.
El
presupuesto de ingresos y gastos del Fondo General del Gobierno
ascendía entonces a US$ 9,565 millones, calculándose que el siguiente
año fiscal iba a estar unos
US$ 500 millones por debajo de este monto, lo que obligaría a prever
dolorosos recortes18. Sin embargo, no lograba concebir una reforma
tributaria aceptable y la única fórmula propuesta era volver a aumentar
el Impuesto de Venta y Uso (IVU) a los servicios
y bienes de consumo, elevándolo al 16% y extendiéndolo a servicios que
antes no tributaban, opción electoralmente funesta que enseguida fue
derrotada en el Congreso isleño, donde no obtuvo siquiera el apoyo de
todos los legisladores del partido gobernante.
Todo
eso generó un repertorio de consecuencias socioeconómicas y
humanitarias. Por ejemplo, Borinquen siguió perdiendo seguridad
alimentaria y comenzó una crisis de
la atención sanitaria. Luego de que desde los años 50 relegó la
agricultura, pasó a importar cerca del 87% de los alimentos que consume a
diario. Como el periódico El Nuevo Día dijo el 24 septiembre de 2014,
el Programa de Ciencias y Tecnologías de Alimentos
de la Universidad de Puerto Rico señaló que la deficiencia de la
seguridad alimentaria se debe a que “no estamos organizados como país”, y
que “si nos cierran los muelles, nos morimos de hambre”.
Esto
es secuela de una decisión que el Congreso de Estados Unidos adoptó en
1920, sin consultar a los borinqueños, cuando la Ley Jones sometió al
territorio de Puerto
Rico a las leyes norteamericanas de cabotaje. Esto obliga a la Isla a
usar exclusivamente la marina mercante estadunidense, la más cara del
mundo, para la cual Borinquen tiene un interés marginal. Además de los
perjuicios que eso le causa a la economía puertorriqueña,
en la vida diaria incluso dificulta consumir alimentos frescos.
Las
consecuencias sanitarias del sometimiento de la Isla a las ocurrencias
de las políticas económicas de Washington DC no son menores. Por
ejemplo, desde 2015 (dos
años antes de Irma y María) las limitaciones presupuestarias que todo
ello origina implicaron disminuir la cantidad de pacientes que los
hospitales públicos pueden atender, por la reducción del número y
calidad de los proveedores de insumos médicos que pueden
pagar. Solo en ese año, más de 3,000 médicos abandonaron el país. Fue
preciso restringir las cirugías electivas y diversas áreas suspendieron
servicios por el despido de empleados y la sobrecarga de los que quedan
para atender a los pacientes.19
En
otras palabras, hacía más de 15 años el gobierno de Puerto Rico estaba
atrapado sin salida, con las manos atadas por el mismo problema que
agobia a las demás instancias
vitales de la economía y la sociedad borinqueñas: el dominio colonial
que Estados Unidos ejerce sobre la Isla desde 1898. Aunque en 1952
Washington le concedió cierta autonomía al Estado Libre Asociado (ELA),
que le concedía una limitada administración interna,
ahora el gobierno puertorriqueño no tiene facultades siquiera para
declararse en bancarrota.
El
7 de noviembre de 2013 el Washington Post reconoció que la crisis
económica puertorriqueña estaba fundamentada en la estructura del status
político del territorio.
“Los problemas económicos y financieros de Puerto Rico son
estructurales ‑‑trazables, en última instancia, a su confusa situación
política”, la cual no se ha resuelto a pesar “de décadas de tediosas
disputas políticas”, lo que pone a ese territorio en “el
problema más mundano de asegurar la solvencia [económica]”, con
prioridad sobre cualquier otro asunto. El Post descartaba cualquier
posibilidad de que el Congreso estadunidense apruebe darle alguna
asistencia económica especial a la Isla, advirtiendo que eso
no va a ocurrir puesto que esa corporación “es hostil a los rescates
[…] y no se tiene claro cómo esa solución puede encajar en el marco
legal y constitucional único que vincula a Puerto Rico y Estados
Unidos”.
Finalmente,
el periódico observaba que de 2004 al 2013 la economía boricua ya había
decrecido un 16 por ciento, y atribuía la recesión iniciada en la Isla
en 2006 (dos
años antes de la crisis global que detonó en 2008) a que ese año
finalizaron los privilegios fiscales que hasta entonces se les habían
otorgado a las corporaciones norteamericanas para que se radicasen en la
Isla. Con lo cual el Post concluía que son muchos
los villanos culpables de la debacle económica boricua, con la ironía
de que Puerto Rico solo logra llamar la atención de Estados Unidos
cuando ya está en serios problemas.
Un país discapacitado
Tales
comentarios, que el principal diario de Washington DC publicó cuatro
años antes de los ciclones de 2017 reflejaban dos virajes que el drama
boricua había experimentado
durante el período precedente. Uno, que el status colonial de la Isla
ya no era solo un problema de los puertorriqueños sino un dilema
estadunidense. Mientras una parte del establishment aún no sabe cómo
resolverlo y prefiere mirar para otro lado, ya hay otra
que busca la forma y la coyuntura política más airosas para solucionar
el asunto o, más concretamente, para deshacerse del mismo.
El
otro, que la cuestión de Puerto Rico ‑‑la de su condición colonial‑‑ al
fin se ha desatascado de los dime‑diretes de la Guerra Fría, que por
más de medio siglo la
tergiversaron y complicaron. Vale recordar que hasta avanzados los años
40 del siglo pasado las andanzas nacionalistas de don Pedro Albizu
Campos eran seguidas con simpatía por los pueblos hispanoamericanos, sin
que ningún observador lo calificase de prosoviético.
Solo después sería que el tema borinqueño, atrapado entre el
antimperialismo y la histeria macartysta, fue mixtificado para perseguir
a los patriotas, y hasta justificar el perverso encarcelamiento que
sepultó en vida a Don Pedro.
Esto
es, ya hay quienes pueden percibir el problema conforme a su propia
naturaleza, sin esas distorsiones. Y lo primero que salta a la vista es
lo más obvio: que los
puertorriqueños son un pueblo y una cultura diferentes, y que en su
Isla no hay nada que a Estados Unidos le resulte indispensable. Que,
antes bien, la posesión de la Isla le impone a Washington subsidiar una
situación que cada día cuesta más al Tesoro sin
tener sentido para los contribuyentes.
Y
que por añadidura activa un imparable surtidor de unos inmigrantes
latinos que, para muchos anglosajones, no merecen mejor acogida que los
procedentes de más lejanos
orígenes tercermundistas. Pero que, a diferencia de los otros, al poco
de arribar pueden ejercer derechos ciudadanos y expanden un sector
social cuyo peso electoral y político incrementan sin que se los pueda
echar como indocumentados.
Sin
embargo, por el extremo opuesto la alta tasa de emigración
puertorriqueña es uno de los medios que mejor contribuyen a apaciguar
los disgustos sociales en la Isla.
Poder irse a Estados Unidos constituye una válvula de desahogo, que
explica por qué más de 10 años de empeoramiento de las condiciones de
vida no han derivado en violencia política. De hecho, antes de los
grandes ciclones de 2017 ya más de la mitad de los
borinqueños se había ido a Estados Unidos. Pero cuando el impacto de
Irma y María destrozó una infraestructura y una institucionalidad ya
carcomidas, el abrupto incremento de la emigración pasó a significar un
desastre demográfico. De enero a octubre de ese
año 193 mil puertorriqueños abandonaron su patria. Tras ambos
huracanes, otros 270 mil. Un año después de María, en octubre de 2018 la
masa emigrante aún duplicaba la del año anterior: ese mes 85 mil
personas dejaron su tierra natal.
Ahora,
luego de María, no solo el Post sino gran parte de la prensa
estadunidense y hasta el Congreso de Washington, aceptan que en Puerto
Rico hay una catástrofe tan
grande que es difícil de calificar. Lo admiten luego de la devastación
que María dejó en septiembre de 2017, esto es, más de una década después
de que la tragedia boricua empezó a ser muy visible.
Aun
así, la anterior displicencia de dichos medios y autoridades acerca de
una crisis tan largamente incubada no fue inocente. Al culpar a la
inusual fortaleza de ambos
meteoros, unos y otros escabullen responsabilidades, eludiendo recordar
por qué se acumularon tantos años de deterioro de la infraestructura
material y de los servicios de atención a la gente, hasta que la otrora
vitrina del Caribe se volvió tan endeble. Los
ciclones son peligrosos pero no imprevisibles: por allí pasan desde
tiempos inmemoriales. Si Irma y María tuvieron esa intensidad ello no
excusa la magnitud del caos, ni la complejidad de sus consecuencias;
hace una década, Puerto Rico resistía los grandes
huracanes mejor que las demás naciones caribeñas y se recuperaba con
mayor prontitud. Pero ahora sucedió lo contrario; la Isla se tornó un
país discapacitado.
Obviamente,
el problema no es meteorológico. Esta vez los huracanes cruzaron
Borinquen luego de más de 10 años de crisis económica, peor
mantenimiento y evidente deterioro,
de lo cual el pueblo puertorriqueño no es responsable. Al contrario, es
víctima de la incapacidad y desidia del régimen colonial para prever y
atender el problema, y concretar soluciones. La naturaleza da lugar a
fenómenos, a veces violentos, pero la fuerza
del huracán no causó esta catástrofe, sino que reveló sus causas.
En
la misma temporada, tres huracanes mayores golpearon islas y costas del
Caribe y el Golfo de México: Harvey, que afectó a Texas en agosto; en
septiembre Irma, que
además de cruzar Puerto Rico atacó Florida, y María, que tras golpear a
Puerto Rico se fue al Atlántico. Texas y Florida recibieron rápido y
abundante auxilio federal aun antes del arribo de esas tormentas y hasta
completar la restauración. Pero en ambos casos
Puerto Rico recibió escasa, tardía y regateada ayuda y, año y medio
después, aún padecía daños que a su vez daban lugar a otros problemas
sociales y morales.20
Por
el Caribe los ciclones soplaban siglos antes del arribo de los primeros
humanos; hoy son eventos cuyas trayectorias y magnitudes los servicios
meteorológicos anticipan.
Pero en Puerto Rico la imprevisión, la precaria organización
comunitaria, la crisis fiscal y la falta de mantenimiento, la debilidad
moral de las autoridades oficiales, su incapacidad para decidir e
ineficacia para actuar, más la insensibilidad colonial que
agravó la situación, no vienen de una maldad natural sino política.
Vienen de que allí las decisiones más relevantes no se toman en esta
nación sino en Washington DC.
La versión más insólita
Nadie
sabe con exactitud cuántas víctimas mortales la Isla sufrió desde el
impacto de María y durante sus amargas secuelas: falta de agua potable,
de alimentos, de
energía eléctrica y combustibles, de vivienda habitable, de asistencia
sanitaria y medicamentos, y de seguridad policial, además de la
destrucción de las comunicaciones terrestres y las telecomunicaciones,
el cierre de negocios y el desempleo masivo, que aterran
y victimizan tanto como los peores eventos naturales.
Al
cesar la tormenta, miles de viviendas y lugares de trabajo habían
quedado inútiles, y 60 mil casas habitadas estaban sin techo,
precariamente cubiertas con lonas.
Más del 80 por ciento de los hogares puertorriqueños seguía sin
electricidad en diciembre de 2017, y muchos no pudieron tenerla hasta
avanzado 2018 (ejemplo extremo, la isla y municipio de Culebra no fue
reconectada al sistema eléctrico del país sino en marzo
de 2018). Y en todo el territorio persisten los apagones, y abundan los
medios de alumbrado público que en 2019 seguían sin reponer.21
Dos
semanas después de María el gobierno de la Isla aún declaraba que el
ciclón había causado la muerte de 64 personas. No obstante, un estudio
de la Universidad George
Washington elevó la cifra a 2,975 fallecidos y, poco más tarde, otro de
la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Harvard calculó 4,645
víctimas fatales, tras lo cual el gobierno local subió su estimación a
1,427.22
La
investigación de Harvard constituyó de hecho una radiografía del país:
en una sociedad tan desigual y disfuncional como la puertorriqueña, al
momento de ocurrir
ambos huracanes el 44 por ciento de la población de la Isla vivía en la
pobreza ‑‑en contraste con un promedio nacional de 12 por ciento en
Estados Unidos‑‑ y la mayor proporción de muertes y damnificados tuvo
lugar precisamente en las zonas de mayor pobreza.
Además,
la mayor parte de los fallecimientos ocurrió pasados los meteoros, y
por causas muy precisas: incapacidad del sistema de atención pública,
fragilidad y desabastecimiento
de sus clínicas y hospitales, así como complicaciones médicas derivadas
de la falta de electricidad y de los apagones, sobre todo entre los
pacientes necesitados de cirugías o dependientes de equipos de diálisis y
de respiradores artificiales. Aunque en algunos
sitios se contaba con generadores eléctricos, no alcanzaba el
combustible.
No
obstante, la versión más insólita fue la sostenida por el presidente
Donald Trump cuando dos semanas después él finalmente visitó la Isla,
donde afirmó que, por
su bajo número de víctimas ‑‑según él, entre 6 y 18 fallecidos‑‑, María
no fue “una catástrofe real”, como la que un año antes el ciclón
Katrina había causado en Nueva Orleans.
Dado
que ese mismo día el presidente se marchó sin anunciar algún apoyo a
los damnificados, algunos medios de prensa criticaron su insensibilidad y
desgano. En respuesta,
él descargó toda la responsabilidad en los propios puertorriqueños y
sus autoridades electas. Adujo que ya se les había concedido demasiada
ayuda que ellos no habían utilizado debidamente, pretexto en el que él
continuaría insistiendo. Sintomáticamente, año
y medio después, ante los reclamos de que todavía urgen recursos para
reconstruir al país, volvió a culpar a los “incompetentes y corruptos”
políticos de Puerto Rico, acusándolos de que solo saben quejarse y
malgastar los fondos asignados, sin que el gobierno
de la Isla haga nada bien, motivo por lo cual “el lugar es un caos
[donde] nada funciona”.23
No
pongo en duda su diagnóstico sobre esos funcionarios coloniales, como
después lo demostraría la defenestración del gobernador por el
movimiento ciudadano. Trump
incluso destacó un dato irrefutable, al agregar que en la Isla “la red
eléctrica y toda la infraestructura ya eran un desastre antes del paso
de los huracanes”24. Aunque esto es así por una causa que él calló: más
de 10 años continuos de crisis económica ‑‑de
la cual Washington es asimismo responsable—previamente suprimieron la
atención a esa red e infraestructura, hasta causarles su presente
fragilidad.
El
desdén de Trump no es un error político personal, sino expresión de una
actitud colonial que él, y el establishment político norteamericano,
comparten con millones
de estadunidenses. Su cariz despectivo refleja y recicla la negación a
reconocerle a Puerto Rico y a sus habitantes los mismos derechos y
consideraciones ‑‑y hasta a reconocerle el número de muertos‑‑ que a los
estados de Florida, Luisiana o Texas. Como a
la vez insiste en la prédica ‑‑dirigida tanto a los norteamericanos
como a los propios puertorriqueños‑‑ de una intrínseca e irremediable
ineptitud de los isleños para administrar sus asuntos.
Por
lo tanto, de la discapacidad de los boricuas para vivir y decidir por
sí mismos ‑‑y para subsistir como país‑‑, incapacidad que psicológica y
culturalmente presume
un complejo de capitulación que los reduce a rogar y agradecer dádivas
coloniales. Aunque objetivamente las carencias y retrasos de la
reconstrucción han vuelto a demostrar la incapacidad y fracaso del
status imperante, la reiterada y multiforme prédica de
esa supuesta ineptitud de los isleños les supone una fatal condena a
resignarse a las iniquidades coloniales, es decir, a la alienación
colonial.
Vernos en el espejo de Puerto Rico
En
resumidas cuentas, la dominación material de Estados Unidos sobre
Borinquen data de la ocupación militar, iniciada en 1898 en remplazo del
colonialismo español.
Dominio consolidado por medio siglo de represión militar y policial, y
derrota física de las protestas y alzamientos patrióticos borinqueños,
como en la Masacre de Ponce, de 1937, y el Grito de Jujuya, de 1950 No
obstante, a la par el colonialismo también
arrolló al país con la promoción sociopolítica y cultural de su
hegemonía, esto es, de la aceptación inducida del régimen colonial,
mediante la siembra de una cultura de subordinación: complejo de
inferioridad moral y técnica, miedo a que el amo te abandone
en la orfandad, así como fascinación ante la “vitrina” del status
colonial, que hacen del Estado Libre Asociado una forma superior de
alienación colonial.
Superando
con creces la alta tasa de emigración que más de 10 años de crisis
económica habían mantenido en alza, el desastre material bruscamente
precipitado por Irma
y María en 2017 ‑‑seguido de la falta de confianza en el proceso de
reconstrucción‑‑, provocó una hecatombe demográfica de dimensiones
genocidas. Todo eso solo podrá detenerse eliminando la raíz del mal, a
través de un proceso de emancipación nacional.
Puerto
Rico ‑‑país que la ONU reconoce como “nación latinoamericana y
caribeña”‑‑ debe tener el mismo derecho que sus vecinos a ser miembro de
la comunidad internacional,
tener sus propias relaciones políticas y económicas con las demás
naciones y ser parte de los organismos internacionales y regionales, con
quienes negociar y decidir sus políticas de intercambio, desarrollo y
colaboración. Es haciendo uso soberano de estos
mecanismos como República Dominicana, Cuba, Jamaica y los países del
Caricom ‑‑incluso las pequeñas naciones del Caribe Oriental‑‑ pueden
construir confianza en sí mismas y hacerle frente a ese género de
problemas.
¿Tiene
sentido ser una colonia, incluso de la metrópoli más poderosa? La
experiencia puertorriqueña insiste en demostrar lo contrario. En su
tragedia, el pueblo boricua
está atrapado entre la falta de atribuciones ‑‑y la incompetencia‑‑ de
los funcionarios locales, la indiferencia de las autoridades
estadunidenses, y la falta de confianza en sí mismo de una parte de su
propio pueblo. En contraste con sus naciones vecinas,
Puerto Rico padece más obstáculos, problemas e incertidumbres para
enfrentar cada desafío, una vez que demasiados factores permanecen fuera
de sus manos.
Tal
situación ya no tenía sentido durante la administración Obama y menos
en la de Trump. El primero deportó a tantos inmigrantes como pudo y el
segundo endurece las
barreras migratorias; pero mientras centenas de miles de
centroamericanos, mexicanos y otros son deportados, mayor número de
puertorriqueños sigue ingresando. En este último período, en Washington,
el Congreso ‑‑órgano que constitucionalmente ejerce los poderes
norteamericanos sobre la Isla-- rechazó considerar a Puerto Rico como
una jurisdicción doméstica; esto es, reconfirmó su exclusión
reiterándole su status de posesión foránea. Y al hacerlo enterró las
últimas fantasías coloniales de los apátridas que aún anhelan
hacer de su país otro estado de la Unión, a contrapelo del querer de la
mayoría de los políticos estadunidenses.
Las
secuelas de Irma y María impiden eludir una realidad de a puño: el
actual status político de la Isla ‑‑la supuesta autonomía del Estado
Libre Asociado‑‑ no solo
es ineficaz sino insostenible; solo acarrea mayor endeudamiento,
deterioro social y vulnerabilidades. Como, a su vez, la opción de
integrarse a Estados Unidos, además de abjurar de la cultura propia, es
inaceptable para la mayoría de los norteamericanos. Las
realidades cambiaron; ningún anterior espejismo es ya sostenible, ni
siquiera como ficción. Solo como república independiente Puerto Rico
podrá superar su agonía. Y solo eso puede darle viabilidad y desarrollo
integral a su pueblo.
Como
solo la independencia boricua puede ofrecerle a Estados Unidos una
forma honrosa de deshacerse de un problema que cada día es más enfadoso.
Para ello, Washington
tendrá que compartir los costos de una transición cuyos términos y
plazos deberá negociar con el independentismo puertorriqueño. Nada
inaudito: eso es tan factible en Puerto Rico como lo fue en Panamá,
donde la espinosa cuestión del Canal interoceánico así
se resolvió. Para esto, el primer paso es hacer conocer el caso como un
problema general cuya trascendencia reclama solución, como Omar
Torrijos lo hizo. Eso requiere que todos los independentistas y
soberanistas, tanto en su Isla como en la vida política
estadunidense, movilicen a las comunidades de origen boricua,
esclarezcan a la opinión pública norteamericana y presionen al Congreso
para dimensionar ese tema en su agenda.
Como
asimismo toca que los latinoamericanos y caribeños hagamos lo que nos
corresponde, porque ese también es nuestro problema. Puerto Rico es una
muestra –territorialmente
chica pero muy concentrada‑‑ de muchos problemas de matriz colonial o
neocolonial que también actúan, de unas u otras maneras, entre los
pliegues de la identidad, la cultura política y la capacidad de
autodeterminación que los latinoamericanos compartimos.
Para todos nosotros, es un reto acerca de nuestra propia condición
neocolonial. Y en este sentido, espejo de nuestras propias flaquezas.
COLECTIVO PERÚ INTEGRAL
17 de septiembre de 2019
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