Nuestra América Nativa. Puerto Rico
(1-3)
PUERTO RICO
ENAJENACIÓN COLONIAL Y LIBERACIÓN
Nils Castro
13/09/2019
puerto_rico.jpg
Cuenta una Isla su historia
envuelta en olas de fuego,
todo el camino que le da su memoria
va cubierto de un velo de miedo.1
La literatura sobre las izquierdas en América Latina generalmente
omite el caso de Puerto Rico. Esta insolidaria ignorancia excluye de
nuestra América a ese pueblo y nación, cediendo su territorio a una
potencia colonial. Sin embargo, la experiencia
puertorriqueña, aparte de ser relevante en sí misma, también lo es para
comprender otros importantes aspectos de la cuestión latinoamericana,
como la dialéctica entre lo nacional y lo clasista, las opciones de la
liberación nacional, así como el papel que
la alienación colonial y neocolonial cumple al conformar actitudes de
sometimiento y subordinación en nuestras sociedades.
Ahora
suele mencionarse más a Puerto Rico, tras la catástrofe de los dos
grandes huracanes ‑‑Irma y María‑‑ que abatieron ese país en 2017 y, en
particular, por el
desgano con que el gobierno de Donald Trump demoró en atender esa
tragedia. No obstante, suele pasarse por alto la larguísima crisis
económica puertorriqueña, y sus consecuencias sociales, demográficas,
morales y políticas, que habían venido acumulándose por
más de 12 años ‑‑desde antes de la debacle global que Wall Street
inició en 2008‑‑. Fue esa larga crisis lo que hizo de Puerto Rico un
país y una sociedad tan frágiles como estos ciclones lo revelaron,
puesto que a más crisis previa, mayor vulnerabilidad y
peores tragedias ante cualquier tipo de eventualidades.
A
semejanza de los demás países latinoamericanos, en Puerto Rico las
izquierdas han evolucionado como un conjunto de movimientos constituidos
por corrientes políticas
e ideológicas que exploran caminos distintos no solo por discrepancia
de sus concepciones estratégicas, sino también por elegir diversos
referentes o inspiradores en ultramar, o diferencias entre sus
liderazgos locales. Pero, en este caso nacional, lo que
más largamente distinguió a las izquierdas puertorriqueñas de sus
análogas del Continente han sido sus enfoques sobre el problema
colonial. Mientras en la mayoría de las repúblicas latinoamericanas ello
se zanjó ‑‑de mejor o peor manera‑‑ antes de que sus
posibles opciones de revolución social entraran a discutirse. Y donde
eso no se resolvió en el siglo XIX, ambas cuestiones se entrecruzaron en
el siglo XX y en lo que sigue por venir.
Disyuntivas de la independencia
Como
sabemos, las luchas por la autodeterminación, independencia y soberanía
implican la cuestión de quiénes serán los actores ‑‑el sujeto social‑‑ y
los procedimientos
necesarios para conquistarlas. Así como el propósito de impulsar el
desarrollo social y políticamente más avanzado, que igualmente demanda
encontrar y/o formar sus propios sujetos y estrategia, que no
necesariamente son los mismos. En Puerto Rico, nación permanentemente
sometida a regímenes coloniales ‑‑el español y enseguida el
estadunidense‑‑, las izquierdas evolucionaron bajo la exigencia de
combinar, de uno u otro modo, la lucha por reivindicaciones
anticoloniales con los reclamos para moverse en busca de justicia,
equidad
y solidaridad sociales para su pueblo.
Tras
la euforia proestadunidense suscitada en 1898, cuando en la Guerra
Hispanoamericana las tropas norteamericanas expulsaron a las autoridades
españolas, enseguida
vino la decepción. Ignorando las aspiraciones del pueblo puertorriqueño
a la independencia, los nuevos mandos extranjeros ‑‑allí como en
Filipinas y demás territorios conquistados en el Pacífico‑‑, decidieron
quedarse con el país. Y por añadidura les negaron
a los nativos tanto la posibilidad de adoptar sus propias normas sobre
como elegir sus autoridades y darse ciudadanía propia.
El
gobierno yanqui se centró en implantar sus leyes, su idioma y
costumbres, y particularmente en poner al territorio a disposición del
capital norteamericano interesado
en desarrollar a gran escala la industria del azúcar de caña. Al
cañaveralizar masivamente casi toda la superficie agrícola (solo
quedaron bosques en un 12 por ciento del territorio de la Isla2), los
estadunidenses pusieron en vilo las fuentes tradicionales
de riqueza de la élite local y la subsistencia alimentaria del resto de
la población, lo que avivó un resentimiento nacionalista liderado por
esa élite.
A
su vez, posesionándose para conservar sus privilegios y, por lo tanto,
también para mantener a raya al independentismo popular, la oligarquía
local ‑‑hasta entonces
funcional mentora de los partidos anexionista y autonomista de la
política colonial española‑‑ asumió ante las autoridades norteamericanas
un comportamiento bífido. Combinó algunos reclamos específicos sobre la
propiedad y explotación de la tierra, con las
manifestaciones de sumisión que creyó más oportunas para acreditarse
como los más serviciales administradores del nuevo poder imperial.
La
industrialización azucarera incrementó la masa de peones rurales y
trabajadores de los ingenios. En las condiciones del nuevo género de
dominación colonial, la iniciativa
de organizar esa masa laboral se vinculó al sindicalismo norteamericano
y, por esa vía, a la influencia que en ese entonces aún mantenía el
Partido Obrero Socialista de Estados Unidos. En ese marco tomaron forma
las concepciones y el lenguaje clasistas, junto
a las reivindicaciones de la izquierda obrera norteamericana de esa
época, asimilando a los trabajadores boricuas al movimiento obrero y
socialista estadunidense, ajeno a los reclamos nacionales
puertorriqueños.3
Al
desnacionalizarse así el movimiento obrero, los ideales de la
independencia y del socialismo tomaron caminos separados. Con esto las
reivindicaciones patrióticas
pudieron verse estigmatizadas como señuelos de la oligarquía
puertorriqueña, lo que le sustraía al independentismo su base clasista, y
le restaba al movimiento obrero su naturaleza patriótica. Fractura que
contribuiría a enajenar ambas corrientes, sustrayéndoles
la posibilidad de fusionarse en un movimiento de liberación nacional.
Esos
reclamos borinqueños no eran menores, ni carecían de fuerza y madurez.
Hacía más de un siglo, en noviembre de 1913, la Asamblea extraordinaria
del Partido Unión
de Puerto Rico4, generalmente conocido como el Partido Unionista
‑‑entonces el mayor de la Isla‑‑, repudió la Ley Orgánica o carta
constitucional impuesta por las autoridades norteamericanas y adoptó,
como primer artículo de su programa, la denuncia que dice:
El
pueblo de Puerto Rico se encuentra sometido a un régimen de gobierno
decretado por el Congreso de Estados Unidos, a consecuencia de un
tratado internacional y por
la fuerza de una ley, donde el pueblo de Puerto Rico fue injustamente
privado de toda intervención, en cuestiones que atañen a su vida, a su
dignidad y a su libertad. Tal régimen, que impone al pueblo de Puerto
Rico legisladores nombrados por el Presidente
de los Estados Unidos, pone en manos de personas extrañas al país todos
los departamentos ejecutivos, que excluye a los insulares del manejo de
los fondos públicos y que atribuye a los dominadores un poder omnímodo
en todas las ramas de la administración y
el honor del pueblo puertorriqueño. La Unión de Puerto Rico consigna su
más alta y vigorosa protesta contra el sistema imperante, y
enérgicamente demanda remedio y justicia al pueblo de los Estados
Unidos, para emanciparnos de una oligarquía que en su nombre
se ejerce y que su espíritu rechaza.5
Sin
embargo, el segundo y tercer artículos del mismo programa se debatieron
entre el ideal independentista, tenido por todos los asambleístas como
la finalidad de ese
partido, y una fórmula transitoria de autonomía, entendida como self
government, que muchos de los asambleístas hallaban aceptable para
luchar por algunos objetivos parciales hasta tanto las autoridades
estadunidenses aceptasen dialogar sobre la independencia
de la Isla6. Pero la sombra de esa disyuntiva se proyectaría hasta los
partidos políticos puertorriqueños de finales del siglo XX: luego de 30
años de “americanización” del país, los oportunistas que en 1952
abogaron por el Estado Libre Asociado logaron convertir
aquella opción “transitoria” de 1913 en la nueva forma de trasvestir y
mantener el régimen colonial.
Decantaciones y depuraciones
El
dilema que en aquel entonces extravió al antiguo Partido Socialista
anticipó, en nuestras peculiares circunstancias latinoamericanas, la
disyuntiva que años más
tarde Rosa Luxemburgo le plantearía similarmente a la clase obrera
polaca, al llamarla a militar con el movimiento proletario internacional
‑‑el ruso incluido‑‑, en vez de responder a los reclamos patrióticos de
su nación, sojuzgada por el ejército zarista,
reclamos que, desde el punto de vista europeo Rosa consideró
“reaccionarios”. Como, mutatis mutandis, esa cuestión después tampoco
sería ajena al browderismo, como versión extrema del frenteamplismo de
la Tercera Internacional, que en las condiciones de la
Segunda Guerra Mundial llamó a los revolucionarios latinoamericanos a
deponer sus reclamos ante los abusos de las oligarquías locales y el
intervencionismo norteamericano para, en su lugar, apoyar al esfuerzo
antifascista global.7
Pero,
como la experiencia no ha dejado de repetirlo, hacer optar entre las
aspiraciones patrióticas y las revolucionarias, en vez de darles un
desarrollo común, a la
postre lleva a cederle las reivindicaciones nacionales a la derecha en
beneficio del interés oligárquico y neocolonial, no del interés popular.
Al
cabo, las sociedades nacionales son las estructuras concretas donde la
lucha de clases y la historia se concentran y materializan. En el caso
puertorriqueño, cuando
unos años después las grandes centrales obreras norteamericanas
abandonaron su orientación socialista, el sindicalismo boricua quedó
uncido a la burocracia sindical estadunidense, con lo cual perdió esa
proyección cuando ya había extraviado la identificación
patriótica con su propio país.
Solo
más tarde surgiría el Partido Nacionalista de Puerto Rico (PNPR) que, a
partir de los años 30, con el vehemente liderazgo de Pedro Albizu
Campos, reagrupó a quienes
privilegiaban la cuestión nacional ‑‑la lucha por la independencia, la
autodeterminación y soberanía‑‑ como el campo social donde correspondía
desarrollar las demás reivindicaciones populares. Albizu, patriota
católico expresivo de la clase media, impulsó
un abarcador movimiento independentista con sentido antimperialista
‑‑aunque no socialista‑‑, que proponía una república liberal de
propietarios criollos, orientada a la solidaridad patriótica propia de
un desarrollo capitalista equilibrado, guiada por un
Estado interventor.
Ese
nacionalismo popular pronto enardeció a la Isla como expresión política
mayoritaria y, asimismo, amplió simpatías entre las capas medias y la
intelectualidad, a
la vez que con significativas personalidades políticas del Caribe
hispanohablante y América Latina. Pero su rápida expansión alarmó a las
élites anexionistas y autonomistas, y a las autoridades estadunidenses,
que no demoraron en desencadenar una áspera represión
que persiguió y encarceló a la mayor parte de la dirigencia
nacionalista para desarticular su movimiento.
A
su vez, desde los años 30 la izquierda y el progresismo boricuas
originaron dos vertientes políticas. El ala independentista más
moderada, encabezada por Luis Muñoz
Marín, formó el Partido Popular Democrático (PPD), orientado a buscar
paso a paso un incremento gradual de la soberanía nacional. Contra el
latifundismo azucarero predicó la reforma agraria y la
industrialización, y en los años de Franklin D. Roosevelt respaldó
las políticas norteamericanas del New Deal.8
Y
poco más tarde se fundó un pequeño Partido Comunista (PC) que proponía
luchar por la independencia y la revolución social, entendida según la
óptica radical que en
aquel momento sostenía la III Internacional. Visión que, sin embargo,
ante la ofensiva del nazi‑fascismo en Europa, en los años 40 esa
Internacional remplazó por una estrategia frenteamplista de alianzas
antifascistas con los diversos sectores democráticos.
Con lo cual en Puerto Rico no pocos cuadros del PC migraron al PPD, con
la esperanza de que un diálogo con Washington permitiría alcanzar por
ese medio un proceso de independencia para la Isla.9
No
obstante, recién pasada la Segunda Guerra Mundial las condiciones y
perspectivas tomaron otro giro. Desaparecidos Roosevelt, el New Deal y
su política regional de
Buena Vecindad, con el viraje norteamericano hacia el hegemonismo, la
Guerra Fría y el macartismo, en Puerto Rico los términos de la
dominación colonial estadunidense volvieron a endurecerse. Con el
ascenso del belicismo, el valor estratégico atribuido a la
ubicación geográfica de la Isla retomó características más
intolerantes.
Anticipándose
a un previsible endurecimiento represivo del autoritarismo
norteamericano, la cúpula dominante del PPD prefirió abandonar su
anterior retórica independentista
y saltar al autonomismo, alegando que este sería más provechoso para
procurarle prosperidad material al país, en remplazo de sus pasados
ideales patrióticos. A su vez, como parte de un nuevo arreglo político,
en 1948 el gobierno de Washington aceptaría que
el gobernador de Puerto Rico pudiera ser un nativo electo por votación
directa de los ciudadanos residentes en la Isla, si el candidato
provenía de ese partido.
Eso
implicó cerrarle esa opción a cualquier otra fuerza representativa.
Mediante la represiva Ley 600, en julio de 1950 se le eliminó toda
posibilidad de participación
política legal al Partido Nacionalista, y en octubre este protagonizó
en varias ciudades puertorriqueñas un heroico intento insurreccional,
que fue brutalmente reprimido. Lo que de inmediato fue pretexto para que
el régimen colonial desplegase una ola represiva
que asimismo barrió de las calles tanto a los dirigentes del Partido
Comunista como a la mayor parte del liderazgo independentista.
En
rechazo al oportunismo neocolonial de Muñoz Marín, el sector del PPD
que permaneció leal a sus propósitos originarios rompió con la
estructura muñocista y constituyó el Partido
Independentista Puertorriqueño (PIP). Este asumió un proyecto de
desarrollo protegido de la economía nacional, contrario a someter al
país al interés de las corporaciones estadunidenses. En sus inicios,
abanderó la intención de fundar una república democrática,
con una visión más cercana a la tradición liberal puertorriqueña que a
las ideas socialistas, estigmatizadas y perseguidas por el régimen
imperial. Pero desde 1970, con el liderazgo de Rubén Berríos, se
identificó con la socialdemocracia, con los métodos de
lucha de la desobediencia civil y la necesidad de fundir en un mismo
proyecto al nacionalismo y el socialismo.
A la sombra de la Guerra Fría
Tras
aquellas recolocaciones políticas, el progreso material y la
independencia nacional pasaron a ser presentadas por el oficialismo como
opciones contrapuestas. El
régimen difundió abrumadoramente el supuesto dilema según la cual toda
posible forma de independencia del país condenaría a los puertorriqueños
a relegarse en el atraso y subdesarrollo.
Antes
de la crisis que Puerto Rico hoy padece desde los años 90, la gestión
colonialista cultivó masivamente el argumento de subvaloración según el
cual “si no fuera
por los americanos nos moriríamos de hambre”, y la cantinela racista de
que “si fuéramos independientes estaríamos como en Santo Domingo”,
estribillos hoy silenciados, luego de que hace una década las cifras
económicas y migratorias puertorriqueñas son peores
que las dominicanas. Lo que destaca que el colonialismo no solo genera
alienación, sino que necesita impregnarla en la población para asentarse
como colonialismo aceptado, ya sea por resignación o por seducción. Lo
cual exige erosionar la autoestima del pueblo
colonizado, y poner en duda ‑‑y hasta negar‑‑ su capacidad de
autogobernarse de modo honesto y eficiente10. Sobre un ejemplo concreto
volveremos más adelante.
En
las condiciones entronizadas por la Guerra Fría y el paroxismo
contrarrevolucionario desatado, todas las expresiones locales y
latinoamericanas a favor del derecho
del pueblo puertorriqueño a su soberanía pasaron a ser presentadas como
producto de las maquinaciones soviéticas contra Estados Unidos. El
anticomunismo se convirtió en instrumento para amedrentar y desmovilizar
no solo a los diferentes sectores cívicos, culturales
y políticos de la Isla, sino también para desacreditar las simpatías
que desde tiempos de Simón Bolívar y José Martí la independencia de
Puerto Rico despertaba en Hispanoamérica.
Aun
así, los ideales antifascistas y democráticos movilizados por la guerra
mundial, en los años 50 y 60 también alentarían al anticolonialismo y
otras importantes
causas sociales en la mayor parte del mundo. En la ONU, el auge del
movimiento anticolonial no solo respaldó el proceso descolonizador, sino
que impuso a las potencias coloniales la obligación de informar
anualmente sobre su avance. Para soslayar reconocerse
como tal y evadir el deber de informar del progreso de sus acciones
para implementar la independencia de la Isla, en 1952 el gobierno
norteamericano apeló al recurso de declarar a Puerto Rico “Estado Libre
Asociado” (ELA), ficción gatopardista a la que sirvió
ideológica y políticamente el entonces recién electo gobernador local,
Luis Muñoz Marín.11
La
proclamación del ELA, sin embargo, no cambió el carácter colonial de la
relación de la Isla con la metrópoli, sino la forma de ejercerla. La
elección del gobernador
y de un parlamento para atender asuntos de la administración local no
equiparan a Puerto Rico con los estados que sí integran la Unión, ni
hacen de la Isla un estado semiindependiente o en camino de serlo. En su
lugar, el status de Puerto Rico está determinado
por la llamada “cláusula territorial” de la Constitución
norteamericana, según la cual la Isla es uno de los 14 “territorios no
incorporados” que “pertenecen a” Estados Unidos pero “no son parte de”
de ese país.12
En
esas circunstancias, no extraña que poco después, en los años 60 en
Borinquen surgiese un movimiento independentista animado por una amplia
participación estudiantil,
a tono con el espíritu renovador que caracterizó a esa década, nutrida
por los movimientos afroasiáticos de liberación, la Revolución Cubana y
las grandes manifestaciones populares norteamericanas por los derechos
civiles y contra la guerra en Vietnam ‑‑a
la cual miles de puertorriqueños eran enviados por el servicio militar
estadunidense‑‑, y tanto en Europa como en América por las revoluciones
del 68. En la Isla, todo ello contribuyó a vincular de nueva cuenta al
independentismo con una renovada visión democrática
del socialismo.
Luego,
en 1971 surgiría el Partido Socialista Puertorriqueño (PSP), liderado
por Juan Mari Bras. Con cuadros provenientes del antiguo Partido
Comunista que asumían
un perfil más pluralista, el PSP se diferenció de otros grupos más
radicales invocando el ejemplo de la Unidad Popular chilena y escogiendo
la política democrática como modo de influir en la evolución del país.
Mientras el PIP proponía una alternativa de progreso
social compatible con el capitalismo, identificando como su sujeto
político al pueblo en general, el PSP mantuvo una concepción basada en
el protagonismo del proletariado y en la Revolución cubana como su
propósito ideal.
No
obstante, en los siguientes años esas organizaciones no lograron
superar los efetos de la intensa campaña de “americanización”
instrumentada por el régimen colonial.
El asistencialismo entronizado por el Estado Libre Asociado y su modelo
“modernizador”, pese a marchar al fracaso en el plano económico, en el
campo de la cultura política consiguió mantener a los sectores populares
alejados del proyecto de liberación nacional,
enajenándolos como clientelas electorales de las opciones propias del
sistema colonial: el autonomismo o el anexionismo.
Además
de socavar la confianza del pueblo boricua en sí mismo, y negar su
capacidad intelectual y moral para gestionar una república viable, la
crisis del modelo colonial
no movió a la mayoría social hacia los ideales y azares del
independentismo ni la revolución, sino que la redujo al conformismo de
solicitar para la Isla algunas de las ventajas legales y económicas
exclusivas ‑‑y excluyentes‑‑ de los Estados que sí son parte
de la Unión Americana. Desvío por el cual, en su época, un pasado
Partido Socialista ya se había extraviado.
Al
efecto, cabe recordar que la existencia misma del grueso de la clase
trabajadora puertorriqueña dependía de la permanencia de las empresas
norteamericanas en el
país. La esperanza de disfrutar beneficios de la ciudadanía
estadunidense ‑‑y de los correspondientes subsidios federales‑‑,
contrarrestó la posibilidad de traducir la crisis económica y sus
efectos sociales en nuevos desarrollos de la moral y la conciencia
patrióticas. A la propuesta independentista se le achacó implicar una
doble amenaza: para la prosperidad económica de la Isla y para la
seguridad del régimen colonial. Con lo cual la paranoia anticomunista de
los funcionarios norteamericanos de la Guerra Fría
se complementó con la cultura reaccionaria de la oligarquía local, para
justificar represión sistemática contra las ideas y las organizaciones
independentistas y de izquierda. Lo que así remató en la disolución del
PSP y el arrinconamiento del PIP, que debió
luchar más por conservar a sus electores que por incrementar su
votación.
En
las circunstancias de la decadencia del sistema colonial, el PIP
permaneció activo en el campo político‑cultural, sosteniendo el debate
sobre la realidad y las alternativas
del país. Su defensa de la ética política y el éxito de sus luchas por
el retiro de las bases militares de la Armada estadunidense ampliaron su
influencia moral y cívica13. Estas luchas costaron el encarcelamiento
de sus dirigentes, pero pudieron despertar
significativas movilizaciones de la sociedad puertorriqueña
‑‑secundadas por los sindicatos, universidades e iglesias, y por los
borinqueños emigrados a Estados Unidos‑‑, otorgándole al PIP una
relevancia nacional bastante mayor que la de su peso electoral.
De la Promesa a la Junta
Sin embargo, para entender la tragedia, las decepciones, luchas y
alternativas del siglo XXI puertorriqueño, el tema insoslayable es el
de las causas y las consecuencias de la crisis económica y financiera
que ‑‑desde antes del crash global que Wall
Street desencadenó en 2008‑‑ azota a Puerto Rico y volvió a colocar a
la Isla en los encabezados de la prensa internacional. Comprenderlo
supone discernir dos fases: la del remate de la situación acumulada a lo
largo de los diez años anteriores a los grandes
huracanes de 2017, y la desatada tras estos meteoros.
La
suma de ambas fases arroja un doble vacío: por una parte, los mitos
coloniales sobre las presumidas bondades del ELA (y la supuesta
disposición estadunidense de
auxiliar a los isleños) se derrumbaron. Volver a lo anterior no es
deseable, como tampoco es posible. Y, además, el desastre de la
situación creada y la incertidumbre de que lo podrá sobrevenir arrojan
dificultades adicionales que difieren la oportunidad de
debatir nuevas opciones confiables. El apremio de atender la
supervivencia resta ocasión y energías para ocuparse del porvenir.
Así,
antes del impacto de los ciclones de 2017 ya el régimen colonial se
había anticipado a crear condiciones que obstruyen cualquier proyecto de
reconstrucción del
país. En junio de 2016 ‑‑a más de un año de Irma y María‑‑, bajo el
gobierno de Barak Obama la crisis fiscal puertorriqueña llegó al extremo
de promulgar la llamada Ley Promesa14, que instauró la antidemocrática
Junta de Supervisión y Administración Financiera.
Creada en el Congreso de Washington DC, a esta Junta ‑‑la Junta‑‑ se la
facultó para “balancear” ‑‑censurar y enmendar‑‑ al presupuesto de
Puerto Rico, imponiendo medidas de austeridad (reducir servicios
sociales, eliminar derechos laborales, recortar las
pensiones de los jubilados, privatizar recursos energéticos, vender
bienes públicos), con el fin de “reordenar” la administración de la
economía y reestructurar la enorme deuda, con el objetivo de pagarla
enseguida, para que la Isla regrese a los mercados
de valores y pueda volver a endeudarse.
El
Congreso estableció que los integrantes de la Junta sean nombrados por
la Casa Blanca entre quienes el mismo Congreso proponga15, con el fin de
asegurar el pago
de la deuda a los bonistas de Wall Street, aplicando los recortes que
hagan falta. Al efecto, la Junta tiene el poder de aprobar o improbar el
presupuesto, emitir leyes y disponer inversiones en infraestructura,
desconociendo los órganos y autoridades electos
y a la opinión pública borinqueña. Esto incluye acciones tan
específicas como suspender el pago del bono de navidad a los empleados
públicos, y derogar conquistas sociales como la que ilegalizaba los
despidos injustificados.
En
realidad, la Junta encarna la intervención directa de Washington en la
decisión de las actuaciones del gobierno puertorriqueño y suprime su
supuesta autonomía16.
Con ello, invalida la estructura gubernamental del Estado Libre
Asociado y esfuma la escasa autonomía política y fiscal presuntamente
concedida a la Isla por el estatuto del ELA en 1952. Esto es, la Junta,
instituida antes de los huracanes para asegurar que
Puerto Rico pague la deuda ‑‑no para superar la crisis‑‑, reconfirma su
propósito, y su condición de autoridad superior impuesta a la del
gobierno local, que antes bien debía centrarse en reconstruir al país.
En
consecuencia, rechazar la Junta pasaría a ser la primera prioridad del
pueblo borinqueño, de sus independentistas, de sus demócratas y de todos
los interesados en
reconstruir la nación, devastada por los incompetentes y corruptos
operadores del sistema colonial, antes que por los huracanes. Lo que
conlleva arrancar la cáscara de pretextos, simulaciones y retórica que
por tantos años han servido para realimentar la ficción
‑‑esto es, la alienación‑‑ que encubre la realidad colonial.
Por el esplendor de la vitrina
En
los 10 años previos a Irma y María, la expansión de la crisis económica
ya había desgastado al Estado Libre Asociado como modelo político, y
desacreditado el bipartidismo
propio del sistema. Aunque ese bipartidismo repetidas veces favoreció
al partido anexionista (PNP) en detrimento del autonomista (PPD), esto a
la par fue haciendo más ostensible el rechazo de Estados Unidos a
admitir a Puerto Rico como posible parte de la
Unión americana. Como también evidenció la depreciación de la Isla, que
hace mucho le reporta más costos que beneficios a la potencia colonial.
Para
el imperio norteamericano, el valor de la Isla y la utilidad de
poseerla ha oscilado por diferentes motivos, ninguno vinculado a la
opinión ni al querer de los
borinqueños. Desde el inicio de la Guerra Fría, para Estados Unidos
poseer a Puerto Rico recicló el antiguo valor estratégico de la Isla
como “llave” para controlar la Cuenca del Caribe y el acceso atlántico
al Canal de Panamá. Devastada la superficie agrícola
de Borinquen por la cañaveralización, otro 13 por ciento de su
territorio pasó a ser ocupado por bases militares, mayormente de la
Armada. Aparte de que la hegemonía norteamericana implantó un modelo de
economía y de urbanización que arrasó los usos del suelo
que antes sostuvieron al país, la explotación militar de la ubicación
geográfica de la Isla justificó asignarle a eso los recursos que esto le
costase al gobierno de Washington.
Al
propio tiempo, el régimen colonial se afanó en hacer de Puerto Rico una
vitrina dedicada a exhibirle a Latinoamérica ‑‑y en particular a los
propios borinqueños‑‑
las seductoras “ventajas” del nuevo modelo colonial. Con ese propósito,
las inversiones turísticas, junto a las militares, remplazaron a la
economía productiva en el sostenimiento del país.
No
obstante, en el curso de los años 80 el desarrollo de la tecnología
militar y aeroespacial, así como los cambios del balance y despliegue de
fuerzas, y de influencias
geopolíticas, en la evolución de la Guerra Fría, provocarían que el
valor militar de la Isla tendiera a decaer, al tiempo que aumentaba el
malestar puertorriqueño por la excesiva incidencia de las bases
militares y otras secuelas del sistema.17
Con
todo, la importancia de invertir en el esplendor de la vitrina como
medio de fascinación ideológica, prosiguió. Dado que la ocupación
estadunidense había vuelto
insostenible la economía puertorriqueña, a inicios del siglo XXI el
Tesoro Federal ya erogaba más de US$ 6,000 millones anuales en
asistencia a los pobladores de la Isla en los rubros de nutrición,
vivienda, salud y educación. Según el Departamento de Agricultura
de Estados Unidos, en el año 2012 el 37 por ciento de los
puertorriqueños residentes en el archipiélago borinqueño recibió
asistencia alimentaria por US$ 2,000 millones. Sin contar con que, a
resultas del status colonial, los boricuas pueden emigrar libremente
a la metrópoli, lo que enmascara y en apariencia mitiga las cifras,
tanto de los subsidios federales como del número de las víctimas de la
crisis que venía afligiendo a la población.
Nota. Primera de tres entregas de este importante
documento, para conocer la realidad de los países de Nuestra América
Nativa. La (2-3) y la (3-3) se difundirán martes y miércoles próximos.
COLECTIVO PERÚ INTEGRAL
16 de septiembre de 2019
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